Allá por los lejanos años en que comenzaba el siglo XII, cuando era el prin estado penínsular, Navarra tenía su salida al mar por el puerto de Bayona. Para Bayona, el siglo XII fue un período de gran auge, determinado sobre todo por el factor marítimo. Protegido por Guillermo VII de Aquitania y por los reyes Ricardo Corazón de León y Juan sin tierra, gobernado por una oligarquía de armadores y comerciantes, el puerto bayonés mantenía un tráfico extraordinario, en el cual era capítulo muy importante el comercio con Navarra. Pero Bayona no pertenecía a los reyes navarros y por ello resultaba cosa natural que el Rey Sancho el sabio aspirase, a tener un puerto suyo, en territorio bajo su dependencia. La elección recayó sobre la bahía en forma de concha donde, en una minúscula península, se alzaba aquel monasterio de San Sebastián que sus antecesores tan generosamente protegieron. Y probablemente al escoger la bahía de San Sebastián, para organizar aquí el puerto por donde Navarra se asomaría al mar, Sancho el sabio no hizo sino dar estatuto de villa a una agrupación de gentes -de traficantes marítimos- que venían empleando tan espléndido puerto natural en sus navegaciones.
En aquellos siglos medievales, los reyes navarros se esforzaban por atraer pobladores de fuera de sus reinos que vinieran a llenar el vacío demográfico producido por las guerras de reconquista o por insuficiente poblamiento indígena. El procedimiento para ello era la concesión de los fueros municipales: privilegios a las personas en materia de impuestos, justicia, servicio de armas, comercio- y un sistema de auto-gobierno para la propia villa. Esto es lo que en realidad significó el otorgamiento, por aquel monarca, del Fuero de población de San Sebastián, importante texto jurídico medieval español -como que es el primero de la Península que contiene ordenaciones de índole marítima- cuya fecha se desconoce, aunque queda delimitada entre los años 1150 y 1198. Fue un intento logrado con éxito de atraer a su solar aquella clase de armadores y comerciantes que en aquel momento personificaban el máximo progreso náutico.
Lo que los geólogos llaman el tómbolo donostiarra presentaba condiciones óptimas para la empresa. Comenzando por el emplazamiento: al socaire del monte Urgull que le protege de los temporales del Cantábrico, la lengua de arena entre las dos bahías de la Concha y de la Zurriola prestaba un solar ideal para establecer una población, fácil de defender por el frente de tierra. La ensenada de la Concha ofrecía un excelente puerto de refugio para las embarcaciones y la desembocadura del Urumea marcaba el inicio de la línea de penetración que, remontando su curso y el del Oria, constituye el camino natural hacia Navarra. Excelentes condiciones geográficas que justifican la elección de Sancho el Sabio en favor de San Sebastián y explican el éxito que tuvo en su propósito de trasplantar a este emplazamiento las instituciones mercantiles y de gobierno municipal que habían creado la prosperidad de Bayona.
En el estado actual de los conocimientos históricos sobre esta comarca, no es posible saber con certeza si la fundación de la villa de San Sebastián se hizo sobre un núcleo de población vascongada existente con anterioridad. Es probable, pero de hecho la población indígena resultó pronto sumergida por la afluencia de gentes venidas al amparo del Fuero. Siendo Bayona, en el siglo XII, una villa de población eminentemente gascona y procediendo de allí la mayoría de los nuevos pobladores, nada tiene de extraño que San Sebastián desde sus primeros años históricos se viera marcado por un sello de neto gasconismo. Este se manifestaba en todos los órdenes, desde la lengua hablada -que durante siglos fue el gascón hasta las instituciones mercantiles. Tal sello se advierte incluso en el carácter propio de los donostiarras, que, en contraste con la gravedad vascongada de sus circunvecinos, tienen un aire jovial y despreocupado, por lo que con palabra vascuence se les suele denominar cascariñas, esto es, cabezas ligeras.
El solar de la primitiva villa donostiarra venía determinado por la topografía: un rectángulo en el arenal al pie del monte Urgull. Cuatro lienzos de muralla, de importancia y fortaleza muy distinta, lo circundaban. Los dos lados menores correspondían a los frentes marítimos: la Concha y la Zurriola. Enlazando ambos, por el lado del monte, corría un muro que nunca tuvo mayor importancia. En cambio sí la tuvo siempre, y muy grande, la muralla que corría por el otro lado mayor, la que cubría el llamado frente de tierra. Reforzada y aún reconstruida varias veces, constituyó la defensa principal de la plaza. A través de los planos y mapas antiguos se puede seguir su evolución, hasta llegar al año 1863 en que fue derribada, entre el júbilo unánime de la ciudad que con ella veía caer el cinturón de piedra que impedía su crecimiento. En los últimos tiempos, la cara interior de esta muralla corría aproximadamente por la acera Norte del paseo del Bulevar, la punta más avanzada del glacis venía a quedar, poco más o menos, donde hoy se alza la Iglesia de los Jesuitas.
Dentro de este rectángulo se apiñaba el casco urbano de San Sebastián. Había poco terreno disponible, lo que obligaba a hacer calles estrechas. Además, en la construcción de las casas predominaba la madera, y los pisos y aleros avanzaban sobre la calle, hasta casi tocar con los situados enfrente. Así la población era fácil presa del fuego, ese gran enemigo de las ciudades antiguas. San Sebastián sufrió mucho por este concepto; sólo en los dos siglos y cuarto que corren desde la segunda mitad del siglo XIII hasta finales del XV, los anales registran ocho grandes incendios, de los cuales seis destruyeron totalmente el casco urbano. Pero los donostiarras, con tesón realmente admirable, volvían a reedificar su villa sobre el mismo solar. Tal sucesión ininterrumpida concluye con la quema total de enero de 1489; sus llamas no son -como las veces anteriores- un avatar desgraciado en la vida de la villa. Esta vez significan algo muy distinto y muy importante: alumbran el momento histórico en que San Sebastián sale de la Edad Media y entra en la Moderna.
Arrasado el casco urbano por el fuego, sin duda fue aqueIla una ocasión crítica para la misma existencia de la Villa de San Sebastián. En tal coyuntura, la población tuvo la fortuna de contar con un Cabildo Municipal clarividente y al mismo tiempo con la decidida protección de los Reyes Católicos. En efecto, estos expiden en dos días sucesivos, 20 y 21 de Mayo, una serie de privilegios: casi todos son de carácter económico, y proporcionan al Municipio los recursos para acometer la reconstrucción. Para gestionar esta protección real, gestión coronada por el éxito, los dos alcaldes de San Sebastián cruzaron casi toda España, hasta el campamento de Don Fernando y Doña Isabel en Jaén.
En la memoria de los donostiarras actuales se ha borrado el recuerdo de los beneméritos regidores que en aquella dramática coyuntura replantearon con su actuación decidida y acertada la vida de San Sebastián. Y es digno de perdurar, pues su actuación cabe compararla con los que, en análoga situación, se reunieron en Zubieta para decidir la reconstrucción de la ciudad destruida por los aliados en agosto de 1813.
Sobre todo como fruto del acuerdo de proteger la construcción de casas de piedra y limitar los salientes de los edificios sobre las calles, a partir de aquel momento prácticamente desaparecen de la historia de San Sebastián los grandes incendios: ya sólo se registra uno -en 1630- y éste destruyó nada más que 140 casas; hasta que el 31 de agosto de 1813, las tropas anglo-portuguesas asaltan la ciudad. En ésta se habían hecho fuertes las fuerzas napoleónicas y los soldados de Lord Wellington, con vandalismo del que ya habían dado muestras en otros lugares de la península, saquean e incendian la población. De ella no se salvaron sino 36 casas, la mayoría situadas en el lado más próximo al monte de la calle entonces llamada de la Trinidad y que hoy se denomina con la fecha de aquel triste episodio.
El fuego, el saqueo y las atrocidades cometidas por la soldadesca desenfrenada dejaron totalmente arrasado San Sebastián y arruinada su economía. El día 8 de septiembre. cuando aún estaba ardiendo la ciudad, los alcaldes, síndicos y regidores de ella se reunieron en la casa solar de Aizpurua, en el barrio de Zubieta, junto a Lasarte, para tomar acuerdos sobre la reconstrucción. Difíciles y penosos fueron los primeros pasos, pero también en la presente situación pudo contar San Sebastián con la protección real, aunque la de Fernando VII en este caso no fuera ni tan eficaz ni tan inteligente como la que en el siglo XV otorgaron los Reyes Católicos. De todos modos, en el año 1816, tras largo y cominero expedienteo, arranca potente la empresa de la reconstrucción. El gran artífice de ella fue el arquitecto Don Pedro Manuel de Ugartemendía: durante veintitres años, desde 1813 hasta 1836, trabajó incesantemente, soportando contrariedades, sufrimientos e, incluso, a veces inmerecidos reproches. De su actividad, y también del espíritu emprendedor de los donostiarras de la época, da idea el hecho de que para el año 17 los planos de la ciudad indican que ésta ya tenía ocupados por nuevos edificios más de la mitad de los solares que había dejado arrasados el incendio de 1813.
La ciudad fue reconstruida casi, como quien dice, de una vez; y el casco urbano de aquella época -la hoy llamada parte vieja- se caracteriza por su uniformidad y la regularidad en sus calles y en el alzado de sus casas. Tanto que, cuando Víctor Hugo llega a San Sebastián en 1843, al ver la población desde el alto de Aldapeta, escribe, no sin cierta exageración pero con acierto descriptivo, que semeja una libra de chocolate, con sus diecieseis onzas.
En este casco urbano, de aspecto tan moderno y uniforme, sólo algunos edificios salvados de los repetidos incendios son testimonio de las varias veces secular historia de la ciudad. Prácticamente, están agrupados todos en la calle 31 de agosto y sus inmediatos aledaños los más destacados son las dos parroquias que antaño se denominaban intramurales -Santa María y San Vicente y los dos conventos de Santa Teresa y de San Telmo, con algunas casas mejor o peor conservadas pero de evocador aspecto antañón.
Comenzando el recorrido por el lado del puerto, según se sube una escalera moderna adosada a la muralla, se advierte en ésta un arco apuntado, único resto existente de una antigua puerta entre el interior de la villa y los muelles. Es la salida de un pasadizo con escaleras por debajo de la torre de los Sagramenteros, en la actual calle de la Virgen del Coro. Esta calle casi plazuela- es una auténtica encrucijada de calles antiguas, de viejas casas y de recuerdos históricos.
A ella confluyen, por la derecha, el paseo sobre la muralla del frente del mar, sobre el puerto; la calle Mari, que sube en plano inclinado desde la del Puerto; y la calle del Angel, estrecha y de mucho carácter, que salva el mismo desnivel con unas escaleras. Por el lado de la izquierda se abren los accesos antiguos al Castillo: primero una empinada escalera y luego -pasadas dos casas antiguas, muestra típica de la construcción urbana donostiarra anterior a 1813 una calle en cuesta. Ambas llevan a una poterna, por donde se entra al hoy llamado Paseo de los Curas, y que no es sino el camino de ronda sobre la muralla que Tiburcio Espanochi, el famoso ingeniero de Felipe II, construyó como primer tramo de la circunvalación baja del castillo. Un poco más adelante, entre la antigua Casa de La Torre y la Iglesia de Santa María, la calle en cuesta que luego se convierte en dura pendiente para subir al Baluarte del Mirador, puerta principal de acceso al recinto militar del monte. Casi enfrente de la subida al Castillo, desemboca la calle del Campanario, que, con su pulcritud y su aire silente, sus casas sin tiendas, y el puentecillo que cabalga sobre la calle del Puerto, constituye un remanso de quietud en la siempre atrafagada parte vieja donostiarra. Esta calle del Campanario está en un plano superior a las contiguas porque corre por encima de la muralla medieval. Toma su nombre de la torre de los Sagramenteros que durante siglos existió, aproximadamente, en donde desemboca en la encrucijada de la Virgen del Coro. Los sagramenteros, oficiales de justicia y policía urbana, tenían en ella su cárcel; estaba construida sobre un pasadizo abovedado por donde comunicaba la ciudad con el puerto y lo coronaba una aguda flecha con cuatro chapiteles en los ángulos. La torre sobrevivió al incendio de 1813, siendo derribada después.
Antes hemos hecho alusión al Convento de Santa Teresa. Conviene que antes de continuar adelante, fijemos la vista en él, prestemos un momento atención a su estampa abulense. Visto desde el arranque de la cuesta de subida al Castillo, parece una sabia escenografía construida para sugerir una idea de ascensión espiritual por vía ascética: la larga y tendida escalinata al par del muro conventual de innúmeras ventanitas con gruesos barrotes de hierro, y al final la sólida torre en la cual la estatua de la mística doctora es la única nota de color, que centra y da sentido a aquella armonía de ocres oscurecidos por la humedad. En lo alto, la espadaña, recortándose sobre la masa arbórea del monte, encierra las campanas que regulan la vida de las sacrificadas monjitas carmelitanas y con sus voces de bronce elevan su oración a lo alto.
Fundado el convento en 1661, por manda testamentaria de Doña Simona Lajust, viuda de don Juan de Amezqueta, tuvo comienzos difíciles. La primera comunidad estuvo instalada en la Basílica de Santa Ana, situada aproximadamente donde hoy está la parte baja del convento. Era una aneja de la parroquia de Santa María y su sobrado o piso alto sirvió, en los siglos XIV y XV, como Casa Consistorial donostiarra, pues allí se reunía el Cabildo Municipal y se conservaba su rico archivo de privilegios reales y ejecutorias judiciales. El convento está construido robando terreno al monte, sostenido por enormes muros construidos en el siglo XVII merced a la munificencia de Don Miguel de Aristeguieta. El edificio fue levantado bajo la dirección del carmelita Fray Pedro de Santo Tomás, tracista de la orden, habiendo sido consagrada su iglesia en el año 1686.
En contraste con la vida recoleta y sacrificada de las monjas carmelitanas de Santa Teresa, al pie mismo de su convento, en las calles que forman la encrucijada de la Virgen del Coro, se acumulan las llamadas sociedades populares: Gaztelubide, Aitzaqui, Aitzepe,y Ollagorra, Zubigain, Illumpe e Itzalpe, y Euskal-billera. En el resto de San Sebastián hay otras muchas; y aún en la provincia, pues muchos pueblos las han establecido a su imitación. Es un tipo de entidad que, aunque no muy antigua en la vida de San Sebastián, responde tan bien al carácter jovial y a las aficiones a la buena mesa de los donostiarras que bien puede decirse son instituciones con carta de naturaleza en la ciudad. Todos los donostiarras sabemos lo difícil que resulta explicar al forastero lo que es, en realidad, una sociedad popular de San Sebastián: si la describimos sólo como un restaurant particular, en donde los socios se reúnen para comer y beber, donde los mismos comensales cocinan siempre bien y a veces con perfección exquisita- y se sirven la mesa, en cuyas bodegas hay siempre excelentes vinos, las mejores sidras y los más finos chacolís; todas estas notas no bastarán para pintar el cuadro. Es todo eso, pero al mismo tiempo es un ambiente especial, en donde se codean hombres de profesiones y clases muy distintas predominan la clase media y los artesanos- en un plano de dionisíaca fraternidad. Y, lo que es muy importante, fuera del elemento femenino familiar, siempre vigilante. Este último rasgo es fundamental para explicarse las sociedades populares donostiarras: las mujeres no tienen acceso a sus locales, y el aire de libertad interna con que en ellas se producen los socios quizás tenga su raíz profunda en ese poderoso sentido matriarcal que tiene la familia vascongada, de la cual el donostiarra no olvidemos su raigambre no-vascongada, sino gascona se evade yendo a la sociedad, en alegre camaradería masculina en torno al fogón y unas botellas de sidra bonita.
Mas ya es hora de que abandonemos esta encrucijada de la Virgen del Coro, y bajemos las amplias escaleras que solemnemente conducen al atrio de Santa María. Estamos ante la Iglesia Matriz de la Ciudad, hermoso templo barroco construido en el siglo XVIII para sustituir una iglesia gótica anterior ruinosa, -algunos restos escultóricos de ella se conservan en el Museo de San Telmo- la cual a su vez era una reconstrucción sobre otra anterior que sufrió graves daños en el incendio total de la villa en 1278. En opinión del Marqués de Lozoya es la más bella iglesia barroca de las tres provincias. Comenzaron las obras en 1743, según los planos de Pedro Ignacio Lizardi y Miguel de Salezan; pero la realización de la obra se debe a uno de los más grandes arquitectos vascos: Francisco Ibero. Hijo de Ignacio, arquitecto también, nació en Azpeitia en 1724; se formó junto a su padre, que fue el realizador de los planos de Carlos Fontana para el Santuario de Loyola, y trabajó intensamente en todo el País Vasco, que nunca quiso abandonar. La obra más lograda de Francisco Ibero fue sin duda esta parroquia donostiarra de Santa María, terminada de construir en el año 1764, y que le acredita como gran constructor. A su erección contribuyó en gran medida la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, que por aquel entonces pasaba por un período de gran prosperidad. Es de planta de salón, tradicional en las iglesias vascongadas, de tres naves. Tiene el crucero bien marcado en la planta, aunque no se acuse en el alzado mas que en la cúpula sobre el tramo central. Esta va cubierta por una falsa cúpula que, por caso curioso, es de madera y no semi-esférica, como parece vista desde abajo, sino muy rebajada. Ello se debe a que en el proyecto figuraba en su emplazamiento un cimborrio más elevado, con cuerpo de ventanas y media naranja de piedra; pero las autoridades militares vetaron su construcción, alegando que estorbaría la acción de la artillería del castillo. Los restantes tramos van cubiertos por bóvedas de crucería, de tradición gótica pero que en el Norte de España frecuentemente se emplean para cubrir iglesias barrocas. Las naves van separadas por esbeltas pilastras de planta cruciforme, de rica y delicada ornamentación, lo mismo que la cornisa y decoración interior. Dada la situación del templo, la puerta principal se abre sobre el crucero en la iglesia gótica anterior, estaba situada a los pies de la misma frente a la Calle Mayor, que le presta cierta visualidad. Tiene forma de una gran hornacina, según el diseño de los retablos churriguerescos, con cierta gracia en la decoración, flanqueada por dos torres no muy elevadas, pues estaban destinadas a armonizar con la perspectiva del cimborrio que como hemos indicado no se llegó a construir por oposición del Ramo de Guerra. Corona la fachada un nicho con una estatua de San Sebastian, que es una mediocre copia de uno de los Esclavos de Miguel Angel que hoy están en el Museo del Louvre.
El interior del templo cuenta con algunos buenos retablos e imágenes. El retablo principal, de cuatro columnas pareadas de orden corintio, fue proyectado por Don Diego de Villanueva y resulta grandioso, aunque frío, cual corresponde a obra del que fue Director de la Real Academia de San Fernando en una etapa de furor neoclásico. En el nicho central se cobija la imagen de Nuestra Señora del Coro, patrona de la Ciudad, objeto de gran veneración por parte de los donostiaras. Es una escultura de madera policromada, de unos 40 centímetros de alto. Está colocada en un trono del siglo XVIII, formado por un arco triunfal de plata y la peana, que es un árbol de madera dorada que nace en los hombros del Patriarca Abraham y se abre en cuatro ramas con otros tantos reyes de Judá, todo ello con claro sentido genealógico de la estirpe regia de María. En opinión del Padre Lizarralde, la imagen es de principios del siglo XVII y consta que la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas la veneraba por patrona cuando aún estaba colocada sobre un facistol del coro, viniéndole de ahí el nombre. Asimismo opina que es muy posible que la primitiva imagen de la Virgen venerada en esta Parroquia de Santa María sea una, muy bella, con el manto desplegado y sostenido por dos ángeles, que se conserva hoy en un almacén del Museo de San Telmo, a la cual ésta del Coro vino a sustituir en el lugar de honor del templo como fruto de una devoción más moderna, impulsada por la predilección de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, a cuyas expensas se hizo la reedificación de la Iglesia a mediados del siglo XVIII.
Los demás altares, unos barrocos, otros neoclásicos, tienen algunas estatuas buenas. Destacan una, sedente, de San Pedro, en el altar a él dedicado, y un San José, en el altar de San Pío V, obras de Felipe Arizmendi, escultor donostiarra de mediados del siglo XVII, que bien puede ser considerado como el mejor artista que haya producido Guipúzcoa en los siglos pasados. El altar de la Comunión, dedicado a Santa Catalina por el Consulado y Casa de Contratación, tiene un retablo churrigueresco, de gran tamaño y exhuberante decoración, obra de Tomás de Jáuregui, con la estatua de la Santa y un grupo de la Sagrada Familia, de la gubia de Juan de Mena. De Ventura Rodríguez es la traza de los altares de la Soledad y del Sagrado Corazón, de frío gusto neoclásico. Bajo el coro hay un altar de San Joaquín y Santa Ana, procedente de la antigua basílica de Santa Ana, antes mencionada. A la entrada del tránsito de Santa María, local semisubterráneo abovedado junto a la iglesia, se encuentra el Cristo de Paz y Paciencia, de poco mérito artístico pero que tiene el interés histórico de haber estado durante siglos colocado sobre el pasadizo de entrada a la ciudad, en la Puerta de Tierra, de donde se trajo a la Parroquia al derribar las murallas.
A espaldas de la parroquia de Santa María hoy hay una plaza irregular: es el solar de la antigua iglesia y convento de los jesuitas, fundado allá a principios del siglo XVII por el General Don Antonio de Oquendo y su mujer Doña María de Lazcano. Este don Antonio de Oquendo fue sin duda la figura más notable en una familia de marinos donostiarras que destacó en la historia general en la época de la Casa de Austria. Su padre fue don Miguel de Oquendo, a quien Felipe II otorgó el grado de General de Marina y participó en las jornadas de las Islas Terceras y de la Invencible. De la época de los Felipes III y IV fue Don Antonio de Oquendo, General primero de la Escuadra de Cantabria y después de la del mar Océano. A lo largo de 47 años de servicios en las armadas reales, participó en cientos de combates; sus actuaciones más destacadas fueron la batalla reñida ante la costa brasileña con el holandés Hanspater, cuando iba en socorro de Pernambuco, y la batalla de las Dunas, también en una expedición de socorro a las guarniciones españolas en los Países Bajos. Hijo natural de éste fue otro Miguel de Oquendo, también General de la Escuadra de Cantabria, menos afortunado que su padre en las empresas guerreras, así como sus nietos los Capitanes Miguel Carlos y Josef de Oquendo, lo que no fue óbice para que el primero de éstos recibiera de Carlos II el título de Marqués de San Millán, en retribución de las proezas de sus antepasados.
La fundación de la primera residencia de los jesuitas en San Sebastián fue muy movida. Sus novelescas incidencias son típicas del siglo XVII español, y revelan hasta qué punto podían llegar las rivalidades entre las distintas órdenes religiosas y el empecinamiento con que las corporaciones locales velaban por sus prerrogativas.
La primera idea de establecer una casa de la Compañía de Jesús en San Sebastián fue de Fray Prudencio de Sandoval, obispo de Pamplona, en visita pastoral hecha en 1619. Iniciada la fundación, comenzaron a agitarse los clérigos de la población y sobre todo los dominicos de San Telmo, que se hacían fuertes en una cédula real dada en 1531 por el Emperador Carlos V, en la que éste les prometía que no consentiría en adelante la fundación de otro convento en la villa. Los dominicos debían de tener mucha fuerza en el Ayuntamiento de entonces, pues consiguieron un acuerdo municipal prohibiendo que se detuvieran en San Sebastián los Padres de la Compañía, ni siquiera de paso. Pero los jesuitas se movieron en la Corte y lograron que el Consejo Real informara bien, y el Rey aprobara, la fundación proyectada. Sin embargo, cuando se disponían a llevarla a cabo, se encontraron con que la población era completamente hostil a sus propósitos. En vista de lo cual, consideraron más prudente entrar en ella secretamente, a medianoche, con la complicidad de un capitán juramentado, que les abrió la puerta de las murallas. Con el mayor sigilo se dirigieron a la casa que tenían prevista, adornaron de prisa una capilla y levantaron acta de la fundación ante testigos. El Padre Astrain, historiador de la Compañía, de quien resumimos este relato, dice que no es creíble el enojo que concibieron los enemigos de la Compañía, cuando se encontraron con los jesuitas dentro de San Sebastián y vieron que ya estaba hecha la obra; desde el mes de mayo, en que esto se hizo, hasta noviem. bre de 1626, recurrieron varias veces a las armas y pretendieron arrojar por fuerza a los intrusos, pero como éstos tenían también amigos y protectores, no dieron buen resultado las violencias intentadas. De éstas, la más fuerte fue un asalto nocturno, con arcabuzazos y pedradas, decidido en Consejo reunido en 16 de noviembre, que tampoco salió bien, porque los amigos de los jesuitas apostados en las casas vecinas respondían a ladrillazos. Las cosas ya habían llegado a tal término, que el Consejo Real encomendó el pleito al Virrey de Navarra que, hallándose próximo a San Sebastián y teniendo fuerzas militares para hacerse respetar, podía dar una solución e imponerla manu militari, si fuere necesario. Así lo hizo, fallando a favor de los jesuitas, en presencia de todas las autoridades de la población, y declarando, por si acaso, que si alguien se agitaba más en este negocio, allí estaba él para ahorcar enseguida a una docena de revoltosos. Con esto terminó la agitada historia de la primera fundación de los jesuitas en San Sebastián. Su colegio y residencia estuvo situado, como hemos indicado, entre la Iglesia de Santa María y el Convento de San Telmo. Una descripción de mediados del siglo XVIII dice de él: el Colegio de los Padres de la Compañía es de poca comunidad, pero de buena fábrica, Iglesia, sacristía y tránsitos, buena galería; hay muchas funciones de iglesia, sermones y novenas; aquí se enseña moral, gramática, leer y contar; aunque no muy elegante literiamente, la descripción es concisa y expresiva.
A la expulsión de la Compañía, en tiempos de Carlos III, el edificio fue convertido en hospital, más tarde en cárcel y por último sirvió de dependencias militares, para ser finalmente entregado a la piqueta, convirtiendo su solar en plaza donde adquiere algún desahogo el apiñado barrio viejo donostiarra. Un frontón, una cancha para el juego de bolos, el ábside de la iglesia de San Telmo y los vestigios de dos torreones de la vieja muralla de la villa dan carácter a esta plaza, bautizada recientemente con el nombre de la Trinidad, como recuerdo del que tuvo la calle hoy llamada del 31 de Agosto.
Contiguo al convento de los Jesuitas estaba el de San Telmo, mucho mayor que aquel, más antiguo, más artístico. Y también más afortunado, pues se ha salvado de la destrucción en su mayor parte, aunque hoy no cumpla su primitiva función religiosa, sino que está convertido en Museo Municipal.
Aunque con anterioridad hubo en este mismo solar un beaterio de la Orden Tercera de Santo Domingo y se dice, no sabemos con qué fundamento, que una ermita dedicada a San Erasmo o Sant Elmo; aunque la iniciativa primera de erigir allí un convento de Dominicos no fuera del mismo Alonso de Idiaquez; la realidad es que sin la protección de éste, sus importantes recursos y su gran influencia en la Corte, la fundación de San Telmo no hubiera sido posible. Este Don Alonso de Idiaquez fue secretario, hombre de confianza y compañera de viajes del Emperador Carlos V, a cuyo servicio estuvo durante veintinueve años consecutivos. El palacio de la familia Idiaquez en San Sebastián estaba situado en la calle Mayor. Era enorme: tenía más de cien metros de fechada a la misma y por detrás llegaba hasta la muralla de la calle del Campanario. Sin duda debía ser el más importante palacio de la población, pues en él se alojaban siempre las personas reales a su paso por San Sebastián: Carlos V, en viaje hacia Flandes, y Francisco I de Francia, al regresar de su cautiverio en Madrid, después de la derrota de Pavía; la reina Isabel de la Paz, tercera esposa de Felipe II;! Felipe III y Felipe IV, con ocasión de las entregas reales...
Favorecido por la amistad del Emperador, cargado de puestos de gobierno y honores, Don Alonso de Idiaquez fue la persona que con su influencia consiguió sacar adelante el proyecto de fundar un convento en San Sebastián que desde 1516 intentaban los dominicos, sin gran fortuna, por oposición de los cabildos eclesiástico y municipal de la villa.
De 1531 es la autorización real para construir el convento donde agora esta la casa artilleria. Para remediar la falta de medios económicos, el Obispo de Pamplona aplicó a la fundación las rentas de San Sebastián el Antiguo y obtuvo de los frailes que concedieran el patronato del nuevo convento y enterramiento en su iglesia a don Alonso de Idiaquez, el cual a cambio les proporcionó los recursos para edificar. La traza del edificio la hizo Fray Martín de Santiago (1), dominico, terminando la obra, en 1551, los maestros Martín de Ribacova y Martín de Sagargola.
El convento de San Telmo, pasó por numerosas vicisitudes. En el siglo XIX estuvo dedicado muchos años a cuartel y parque de artillería, y por último fue adquirido por el Ayuntamiento, para dedicarlo a Museo y sede de instituciones de cultura. Restaurado, en general con bastante acierto, tiene hoy su entrada por la plaza de Ignacio Zuloaga, por un ala moderna, agregada al claustro al darle al edificio su nuevo destino. Del zaguan se pasa al claustro, primorosa obra plateresca con doble galería de arcos, en cuyas crujías bajas -lado de la izquierda— figuran empotradas en los muros, piedras armeras, procedentes de distintas casas solares de la provincia. En la antigua portería del convento, se exhibe una curiosa colección de tocados antiguos femeninos vascongados, que corresponden a la primera época del Renacimiento. A ambos lados de la puerta de ingreso al templo están instalados hoy, en túmulos modernos, las estatuas yacentes de don Alonso de Idiaquez y de su mujer Doña Gracia de Olazabal. Son dos hermosas piezas de escultura, en mármol blanco de Italia, posiblemente de mano de Pompeo Leoni o de alguno de sus discípulos, que sin duda formaron parte, lo mismo que los escudos que ahora están empotrados en el muro encima de ellos, de un sepulcro doble situado en el crucero del templo. Ni el sepulcro, ni los restos mortales en él encerrados han tenido suerte; parece como si el constante ajetreo de la vida de Don Alonso de Idiaquez , tuviera como sino el continuiar después de la muerte. Ya ésta le alcanzó en circunstancias dramáticas: a comienzos del año 1547 se encontraba en San Sebastián, atendiendo a sus negocios familiares, cuando le llegó aviso del Emperador para que marchara a Alemania con una misión oficial.
De regreso ya, al pasar en una barca el río Elba, cerca de Torgao, en Sajonia, fue asaltado por unos herejes que le mataron a él y a sus ocho acompañantes. Cuál fuera la razón, es uno de tantos misterios de la historia, pero sí se sabe que hubo gran empeño en encontrar a los malhechores, que fueron ajusticiados. El cadáver de don Alonso fue traído a San Sebastián y sepultado en el convento del que fue gran protector. Y rodando los años, exclaustrados los frailes y convertido el convento en cuartel, cierto día del siglo pasado en que el vino actuó de mal consejero, los sepulcros fueron profanados y dispersados los restos mortales. De éstos sólo se salvó el cráneo del antiguo consejero del Emperador, que en el mismo museo de San Telmo se custodia hoy -aunque no exhibido al público- pudiéndose advertir perfectamente en él las marcas que dejaron en sus huesos dos machetazos. Esto y las dos bellas estatuas yacentes del sepulcro es todo lo que se ha salvado. Ni tan siquiera eso ha llegado hasta hoy del enterramiento del hijo de don Alonso, Don Juan de Idiaquez, Secretario que fue de los Felipes II y III, y de los demás Idiaquez descendientes suyos que fueron sucesivamente sepultados en San Telmo.
La antigua iglesia del convento es una construcción de amplias proporciones y corresponde a aquel momento de perfección que medió entre el gótico y el renacimiento, gracias a los arquitectos del grupo de Rodrigo Gil de Hontañón (dbe). Es de tres naves, separadas con fuertes columnas cilíndricas de estilo toscano, pero hasta el crucero las colaterales están segmentadas por muros de cierre, formando a modo de capillas, por una de las cuales, a la izquierda, estaba la puerta de entrada para los fieles, y por la derecha se comunica con la sala capitular y con la capilla de los Echeverri.(1)(2) El crucero, de la misma altura que la nave mayor, es de grandes dimensiones y se prolonga por otro tramo menor, que enlaza con el presbiterio que es un solo ábside poligonal. Todo ello cubierto con bóvedas de bella nervatura, de trazado gótico flamígero.
En esta iglesia, cuando aún era templo dominicano, se veneraba la llamada Virgen Negra, objeto de gran devoción por los donostiarras antiguos. Esta imagen, cuyo nombre procede del color moreno brillante que tenía su cara y que perdió al ser restaurados los desperfectos sufridos en 1936, no se encuentra hoy en San Sebastián. En 1836, cuando la exclaustración de los frailes, fue sacada del convento por el Padre Larroca y estuvo muchos años en el Noviciado de los dominicos en Corias (Asturias). Hoy preside la Capilla de los Padres en el modernísimo Santuario de Nuestra Señora de la Guía, en León y una copia en el convento de los mismos frailes en Alcobendas (Madrid). Esta efigie de la Virgen procede de Inglaterra -incluso hay una leyenda que refiere fue traída por las olas hasta estas costas- y probablemente sería allí objeto de culto hasta la época de Enrique VIII o la reina Isabel.
Hoy, la antigua iglesia está convertida en auditorium y sala de actos, decorada en 1930 por el pintor catalán José María Sert. Once grandes lienzos(pdf) que simulan estar colgados de la cornisa, a manera de tapices -según una técnica habitual en el autor- que al arrugarse por los bordes muestra su reverso carmesí. En ellos, sobre un fondo luminoso de oro, pintó en color tabaco una serie de grandilocuentes composiciones que constituyen una representación pictórica de la epopeya histórica del pueblo vascongado, concebida por Sert bajo la influencia de la lectura del libro de Mañé y Flaquer El Oasis. Viaje al País de los Fueros.
Según se entra en la antigua Iglesia, la primera composición a la derecha es la titulada Pueblo de ferrones y representa la forja de una gigantesca ancla en la ferrería de Guilisasti. Es una escena en que destaca el vigor y ritmo con que los ferrones golpean el hierro candente cuyo resplandor ilumina la escena.
El siguiente paño lleva por título Pueblo de santos: una procesión avanza portando cirios, hasta depositar en la escalinata un enorme crucifijo. Jesús levantando la cabeza y desclavando la mano, dicta a la figura posternada a sus pies, San Ignacio de Loyola, las Constituciones de la Compañía.
Siguen los lienzos que decoran el lado diestro del crucero. Son tres: uno estrecho y muy alargado, otro de grandes dimensiones y el tercero que forma un ángulo diedro. El primero es una composición muy verticalizada titulada Pueblo de Comerciantes. Simula estar pintada sobre un lienzo colgado con cierto descuido: unos indígenas venezolanos presentan chocolate a dos caballeros que conversan en la pasarela que conduce a los buques de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, cuyos mástiles se ven al fondo.
El gran paño del testero derecho del crucero tiene por título Pueblo de Navegantes: es una composición de acentos épicos en los que intervienen el dolor y el esfuerzo de los hombres, la violencia del mar y la majestad de los navíos maltratados por las olas, en el gesto trágico de levantar las popas hacia el cielo, con todas las velas hinchadas por el viento. Son los buques de Elcano, dando por vez primera la vuelta al mundo. El guetariano, en una lancha en el primer término lanza la sonda y completa la esfera con los datos que recoge, y en una segunda trainera unos tripulantes reman con gran esfuerzo, llevando la carga de canela y pimienta recogida en las Islas de las Especias.(Islas Molucas)
Completando la decoración de este lado del crucero, la composición titulada Pueblo de Pescadores la ha resuelto el autor pintando una sola escena en dos paños altos y estrechos que forman un ángulo recto; y aprovecha con gran habilidad las posibilidades que esta disposición anormal ofrecía al juego de la perspectiva. Representa el esfuerzo de los hombres arrastrando por un plano inclinado la enorme masa de una ballena capturada en las seculares expediciones de pesca de los marinos vascongados, en tanto que otros pescadores descargan desde una lancha una cesta de pescados.
La decoración del presbiterio está resuelta por dos paños menores con los escudos de San Sebastián y Guipúzcoa sobre gruesos libros en pergamino que representan sus fueros respectivos; y una gran composición, que ocupa los tres paños centrales, titulada El altar de la raza. Es una escena de tempestad, en la que el viento y las olas corren en direcciones contrapuestas, azotando el árbol de la raza y el sólido dado de piedra en que se apoya. Entre las ramas, San Sebastián, desnudo y herido por los arqueros que desde los muelles le asaetan, cae, sin fuerzas ya, entre los pliegues de una vela que flamea al viento. Un poco más abajo, San Telmo sujeta con su cayado una barca que la ola levanta y destroza contra la piedra, mientras otras se mueven entre las rompientes, cargadas de marinos que luchan por salvarse, en tanto más náufragos se debaten en las aguas o trepan por los maderos de los muelles.
El lado izquierdo del crucero está resuelto con tres lienzos de dimensiones y disposición simétricos a los del lado derecho. El que ocupa el ángulo, también alarde de perspectiva, se titula Pueblo de fueros. Aunque se dice que representa la jura de los fueros de Guipúzcoa por un Rey de Castilla-Alfonso VIII?- en realidad, la figura del monarca no aparece por lado alguno, sino sólo una larga fila de personajes eclesiásticos que suben por una pina escalera hacia una cruz -pintada en difícil escorzo- hombres de armas y abanderados en lo alto.
El testero izquierdo del crucero lo ocupa otra gran composición, cuyo título es Pueblo de armadores, que evoca la construcción de parte de la Armada Invencible en la bahía de Pasajes. Representa un gigantesco astillero al aire libre, en que los buques en construcción se alinean, en perspectiva muy larga de empinadas popas. En el primer término, un grupo de carpinteros de ribera levantan un mascarón bajo la dirección del maestre, en tanto que un grupo de hombres y bueyes arrastran con gran esfuerzo un enorme cañón.
A continuación, en un paño largo y estrecho, titulado Pueblo legislador, figura el libro de los Fueros al pie de un árbol secular, retorcido y seco, que evoca el roble de Guernica, cuyo peristilo se ve al fondo. Por encima de sus ramas, vuela una figura de la Libertad en medio de un resplandor de rayos gloriosos.
La pintura inmediata, ya en la nave de la iglesia, bajo el título Pueblo de sabios, evoca aquel momento de floración cultural que en la época de Carlos III significaron los Caballeritos de Azcoitia. Bajo la dirección del conde de Peñaflorida, pusieron en contacto la hasta entonces aislada Guipúzcoa y a través de ella España entera, con los sabios extranjeros, la recepción de uno de los cuales bajo la cúpula del observatorio de la docta compañía y en torno de un globo terraqueo representa el lienzo.
El último paño de la izquierda, titulado Pueblo de leyendas, presenta una escena de aquelarre, palabra vascongada cuyo paso al léxico universal indica hasta qué punto las prácticas de la brujería tuvieron arraigo en el País Vasco. En este lienzo, el autor presenta el momento en que una muchacha es arrastrada ante el Diablo, representado en la forma clásica de híbrido de hombre y macho cabrío, sentado bajo un friso de viejas brujas. Otras neófitas esperan aterradas el momento de la iniciación, en tanto que al fondo aparece el exorcista, cruz en alto, que pronto va a terminar con la nefanda escena.
Al lado de la iglesia y en comunicación con ella, están la Sacristía, que es una hermosa sala abovedada, de nobles proporciones, en estilo renacimiento; la capilla de los Echeverri.(1)(2), familia de destacados marinos donostiarras de los siglos XVI y XVII, que en ella tenía sus sepulturas, hoy desaparecidas; y la Sala Capitular, en cuyo pavimento se ven numerosas losas sepulcrales que recuerdan la costumbre de las familias de abolengo de San Sebastián de ser enterradas en este convento con preferencia a las otras iglesias de la población, lo que dio origen a numerosos rozamientos entre la comunidad dominica y los cabildos parroquiales.
En una de las capillas se conservaba durante algún tiempo un buen paso del Descendimiento, obra del escultor Felipe Arizmendi, que desfilaba por las calles de la Ciudad en las procesiones de Semana Santa.
De la Sala Capitular se sale de nuevo al claustro, exhibiéndose en esta crujia una numerosa colección de estelas sepulcrales discoideas, típicas de los cementerios vascongados de carácter más arcaico, en las cuales el concepto cristiano se superpone sobre un ancestral recuerdo del culto solar anterior a la relativamente reciente evangelización del país.
Por esta ala del claustro se llega a la escalera monumental que antaño fue famosa por su alarde constructivo, por desgracia mal restaurada. La caja de la escalera es de bellas proporciones y noble distribución de huecos, y la cubre una cúpula de piedra de casetones.
Al costado de la Plaza de Zuloaga sobre la cual se abre la fachada moderna del Museo de San Telmo se alza la iglesia de San Vicente, una de las dos antiguas parroquias intramurales de la población. Es de estilo gótico, no grande, de tres naves, construida, sobre el emplazamiento de otra anterior, a partir de 1507 según traza del maestro Miguel Santa Celay. Por la forma como está rematada por la parte de los pies, se adivina que no llegó a completarse con arreglo al plan concebido y, según parece, son restos del edificio más antiguo una puerta lateral de medio punto, oculta hoy tras un muro, y la estructura del pórtico, estropeado por unos cerramientos hechos durante una desafortunada restauración del templo. En el interior llaman la atención, además de la altura y esbeltez de las columnas, una imagen del Ecce Homo y un relieve de las Animas, obras ambas de Felipe Arizmendi; y sobre todo el magnífico retablo de finales del siglo XVI, obra de Ambrosio de Bengoechea, notable escultor donostiarra, hombre de carácter pintoresco y turbulento, y Juanes de Iriarte.
Delante de la Parroquia de San Vicente se inicia la calle Narrica, una de las dos -la otra es la de Embeltran, que más correctamente habría que escribir Enbeltran- que en el casco antiguo aún hoy conservan vivo un recuerdo del pasado gascón de San Sebastián. Pues las partículas En y Na no son sino contracciones de las palabras Mossen y Dona que en el gascón antiguo se anteponían al nombre de personas de cierta calidad como expresión de respeto.
La calle de Enbeltran o de Beltran posiblemente lleve este nombre porque en ella tuviera su palacio Don Beltrán de la Cueva, Duque de Alburquerque, que era Capitán General de Guipúzcoa en 1522 cuando ganó la famosa batalla de San Marcial contra franceses y tudescos. Este personaje, durante su Capitanía General, intervino activamente en las obras de fortificación de San Sebastián, tanto que durante mucho tiempo se llamó cubo de Don Beltran uno de los que flanqueaba la muralla en el frente de la Zurriola.
Si del En Beltran que da nombre a la calle tenemos alguna noticia, en cambio de la Doña Enriqueta, cuya memoria conserva la calle Narrica, no queda otro recuerdo que su nombre: na Rica. Don Serapio Múgica supone que ésta sería alguna dama de la importante familia de los Engomez (en Gomez = Don Gomez), uno de los linajes gascones más destacados de la Edad Media donostiarra. Esta familia tenía su palacio y cárcel en las casas y torre sobre una de las puertas de entrada a la villa, precisamente en donde comienza la calle Narrica. Los Engomez descendían de un Urdinch de Mans, personaje de principios del siglo XII, próximo pariente del donostiarra Domingo de Mans, cuya estatua sepulcral puede verse en el claustro de la catedral de Bayona, como obispo que fue de la misma. Ya al Mans primero conocido le vemos ostentar el cargo de Preboste -algo así como el representante del poder real en la villa- que vino a estar vinculado a sus sucesores los Engomez. Era cargo importante y, entre otros privilegios, tenía el de percibir la mitad de la primera ballena que cada año mataran los de Guetaria.
La entrada desde la calle Narrica a la Plaza Nueva -que es el nombre antiguo, y un tanto paradójico para los donostiarras actuales, de este cuadrilátero porticado que más tarde fue llamado de la Constitución- se efectúa por una bocacalle que ofrece, feliz acierto urbanístico, una larga perspectiva de puentecillos, a la altura de los segundos pisos, que concluye en las portaletas del Muelle. La plaza, una de esas clásicas plazas de soportales españolas, no es ciertamente extraordinaria ni por sus dimensiones ni por lo artístico de las casas que la forman. Y sin embargo tiene una gracia y encanto especiales: lo bien proporcionada que está en largo, ancho y altura de edificios, la regularidad de sus casas, el noble empaque del edificio del antiguo Ayuntamiento que ocupa todo el testero, el mismo carácter de sus antañonas tiendas, y sobre todo esa impalpable carga espiritual y afectiva que los lustros y los siglos van dejando en los parajes donde se ha centrado la vida de un pueblo. Es como si el sedimento de ese quehacer colectivo que es la historia local, hubiera quedado aquí, no como recuerdo frío ―erudita memoria de historiadores- sino como ser vivo: el alma popular. Este cuadrilátero, ha sido escenario de tantas cosas: los afanes administrativos de los regidores del Concejo, los momentos faustos y los de angustia del pueblo, las proclamaciones reales y las grandes conmociones políticas, la bendición cada año del árbol de San Juan, las corridas de toros -para su celebración los balcones tenían esa numeración de palcos que aún se ve encima de cada uno- la entrega de la bandera de honor al vencedor de las regatas de traineras, las ferias de Santo Tomás, las comparsas y las tamborradas...
Entre los tantos recuerdos que entre sus cuatro fachadas porticadas encierra esta plaza, especial mención merece la soka-muturra, el buey ensogado, festejo que hoy nos puede parecer un tanto brutal pero que, hasta comienzos de este siglo, era la gran diversión colectiva -y un poco infantil de los donostiarras. Cada domingo, desde el día de San Sebastián hasta el martes de Carnaval, se corría el toro de cuerda, con gran jolgorio de lidiadores y curiosos. Al grito de emendek, aquí está, entraba por la calle Iñigo, entre carreras y revolcones, hasta el centro de la plaza. Una anilla clavada en el suelo servía para sujetar la larga maroma a cuyo extremo el animal corría de un lado para otro, embistiendo a los cuatro puntos cardinales mientras la música del Iriyarena del Maestro Santesteban servía de fondo sonoro. En tal medida esta fiesta del toro de cuerda estaba arraigada en el alma popular donostiarra que el acuerdo municipal de suprimirlo dio lugar a un verdadero motín en las calles, que las autoridades se vieron y desearon para contenerlo.
Aquel episodio, por fortuna más ruidoso que doloroso, puede considerarse el punto en que el San Sebastián romántico y jovial de cuarenta mil habitantes se despide para dar paso a este otro de hoy, de muchos más miles de vecinos.
El formidable crecimiento de la cifra de población registrado en San Sebastián en los últimos cien años --en 1860 tenía 14.111 habitantes-- con todo lo que ello supone de arduo trabajo administrativo y de dedicación abnegada a los intereses comunales por parte de los regidores de la cosa pública, ha sido presidido y dirigido desde el edificio que con el empaque de sus nobles líneas preside la plaza: el viejo Ayuntamiento. No hace todavía muchos años el desarrollo y amplitud alcanzados por los servicios administrativos de la ciudad hicieron preciso trasladar al edificio del antiguo Gran Casino, la Alcaldía las oficinas; y hoy está dedicado a Biblioteca Municipal la antigua sede del Cabildo Municipal. Ocupa el solar donde ya antes del incendio de 1813 se alzaba el Ayuntamiento, que por aquella época era un edificio de estilo barroco, de recargada decoración churrigueresca, obra de Hércules Torrelli, que fue asimismo quien construyó en 1722 la que entonces fue llamada Plaza Nueva.
Recibió este nombre por contraposición a la Plaza Vieja, que estaba situada ante la Puerta de Tierra --en su interior-- y en la cual con frecuencia durante los mercados y en ocasión de actos públicos se producían incidentes entre paisanos y militares, pues allí había tres cuarteles. La autoridad militar pretendía tener bajo su jurisdicción la Plaza Vieja, dando lugar a constantes conflictos con el Cabildo Municipal. Todo ello, unido a la conveniencia de dar una situación más ventajosa al Ayuntamiento y Consulado, movieron a la corporación municipal a construir la Plaza Nueva, que se hizo comprando y derribando un cierto número de casas. En el solar resultante, el Ayuntamiento construyó su propio edificio y las casas sobre arcos. Este conjunto resultó destruido, como la casi totalidad de la Ciudad, en el incendio de 1813, encargándose de su reconstrucción, con arreglo al plano anterior, el arquitecto Ugartemendía, excepto el frente correspondiente a las Casas Consistoriales. Estas son obra del aragonés Silvestre Pérez, uno de los mejores arquitectos españoles del período neoclásico, quien en esta fachada dejó una buena muestra de su sentido del equilibrio y las proporciones, unido a la finura del dibujo y buen gusto en la ornamentación. Fernando VII puso la primera piedra del nuevo edificio, que resultó muy capaz para alojar no sólo a la Administración Municipal, sino también al Consulado y a otras entidades, como la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de la Ciudad que tuvo sus primeros locales en la planta baja del mismo.
Las tiendas cobijadas bajo los soportales de la plaza tienen un aire característico, muy decimonónico. Entre ellas, por citar alguna, hay que mencionar la ya secular imprenta de los Baroja. Este apellido, íntimamente relacionado con el San Sebastián del siglo pasado, ha alcanzado renombre universal con el novelista Don Pío, sin duda el mejor escritor en lengua castellana que ha dado la región vascongada. Pío Baroja, cuya producción fue copiosísima publicó 101 libros es probablemente el escritor más característico de la llamada generación del 98. La mayor parte de su obra son novelas y a través de ellas desfilan figuras centenares de personajes algunos de los cuales han quedado como retratos arquetípicos: Shanti Andia, Zalacain, el Capitán Chimista. Hombre de carácter pintoresco, de apariencia huraña que encubría una gran bondad fundamental, Don Pío Baroja es sin duda una de las glorias de San Sebastián.
La familia de los Baroja ha sido abundante en tipos originales, comenzando por el bisabuelo del novelista, boticario en Oyarzun y al mismo tiempo impresor de avisos, proclamas y periódicos en la época de la Guerra de la Independencia. Otro personaje pintoresco de esta familia fue don Serafín Baroja, el padre del novelista, ingeniero de Minas y al mismo tiempo fino poeta en vascuence; hombre de humor divertido del que se cuentan mil anécdotas y cuya mayor humorada fue el escribir una ópera titulada Pudente, con música del maestro Santesteban, en la cual mineros de Río Tinto de la época de Trajano cantan en vascuence a Baco y a Venus.
Aunque los donostiarras no lo recuerden hoy, Don Serafín Baroja fue quien escribió la letra de la marcha de San Sebastián, que marca el momento culminante de la tamborrada. Esta, aunque no se desarrolla solo en la Plaza del Ayuntamiento viejo, pues antes recorre distintas calles, sí tiene en este recinto porticado su culminación, en la noche que precede a la fiesta del Santo patrono de la ciudad. Antaño era a la madrugada, ahora es al filo de la media noche cuando, a los acordes de la Marcha de San Sebastián, vigorosamente acompañada por decenas y decenas de tambores y coreada por el gentío que llena la plaza, es izada la bandera de la ciudad en el balcón principal del viejo Ayuntamiento. Este desfile de la tamborrada es un festejo peculiar de San Sebastián, aunque en los últimos tiempos han dado en imitarlo en otros pueblos de la provincia. Es un desfile jocoso, que en su origen quizás fuera un remedo burlesco de las paradas de las tropas napoleónicas acantonadas en la ciudad, que se hacía primitivamente usando como tambores los pequeños barriles de los aguadores. Corriendo los años se le han ido agregando tambores, bandas de música, y hasta carrozas alegóricas, comparsas de cocineros(panaderos), en abigarrado y pintoresco conjunto al que dan carácter los más o menos fantásticos uniformes de granaderos de Napoleón que llevan los tamborreros, a cuyo frente marcha el correspondiente Tambor Mayor de pesado bastón y gigantesco morrión peludo.
Recuerdo vivo y popular la tamborrada de uno de los avatares de la historia militar de San Sebastián, siguiendo sus pasos llegamos al paraje denominado la Brecha, en memoria del lugar por donde las tropas angloportuguesas de Lord Wellington dieron el asalto a la Ciudad el 31 de agosto de 1813. Ocupado San Sebastián desde 1808 por las fuerzas napoleónicas, después de la batalla de Vitoria las tropas aliadas pusieron sitio a la ciudad. Abiertas trincheras en el arenal, comenzó un asedio en toda regla. La escuadra inglesa se encargó de bloquear todo socorro marítimo y desembarcó en el puerto de Pasajes un formidable tren de artillería. Lord Wellington no fue nunca partidario de largos asedios y así que logró que sus cañones derribaran un trozo de la muralla en el ángulo del Frente de Tierra con el de la Zurriola, ordenó el asalto. Este fue terriblemente sangriento. En cabeza de la columna de ataque, iba un grupo de voluntarios llamados The Forlorn-Hope -los desesperados-. Los mandaba el teniente Mac Guire, del 4.° de Línea, que murió al alcanzar la brecha, y su tropa resultó diezmada al vadear el río y trepar por los restos de la muralla arruinada por la artillería. Durante dos horas se combatió sobre la misma brecha, con tal ferocidad que el general Leith tuvo que mandar uno de sus ayudantes con órdenes para retirar los muertos y heridos, a fin de que no taponasen la brecha con sus cuerpos, impidiendo que continuara el asalto. La tenacidad de los ingleses al fin logró forzar la entrada en la Ciudad y rechazar a los franceses del General Rey hacia el Castillo de Monte Urgull. Esta dureza del asalto a las murallas explica -aunque no justifique la barbarie con que las tropas aliadas trataron a la ciudad de San Sebastián, a la que saquearon y destruyeron por medio del fuego y explosivos en términos tales que quedó totalmente arrasada.
Lo curioso del caso es que el asalto de 1813 fue realizado exactamente por el mismo sitio en donde abrió brecha el Mariscal Duque de Berwick, casi un siglo antes, en 1719. San Sebastián, plaza fuerte clave de la defensa de la frontera, había vivido en constante estado de alarma mientras en España reinó la Casa de Austria y se mantuvo la rivalidad con Francia. A lo largo de todas estas guerras jamás fue conquistada por el enemigo. En cambio, a los pocos años de la instauración de los Borbones en el trono español, cayó por primera vez bajo el dominio extranjero. Fue con ocasión de una guerra estúpida, impuesta por las intrigas de Isabel de Farnesio, y en ella las tropas francesas mandadas por el Duque de Berwick primero bloquearon y luego bombardearon San Sebastián. Abierta brecha en la muralla, la guardición se retiró al castillo y al fin capituló. Pero esta vez, la ciudad no fue tratada a sangre y fuego.
Una segunda ocupación francesa tuvo lugar en 1794 durante la guerra contra la Convención dedidida por Godoy. En esta ocasión, a consecuencia de la mala dirección general de las operaciones, la entrada del enemigo se hizo sin lucha. Los convencionales del general Monzey ocuparon la ciudad y como ejército revolucionario de ocupación que era, lo primero que hicieron -según dicen- fue alzar la guillotina en la Plaza Nueva. La ocupación francesa duró hasta la Paz de Basilea, en 1795.
La realidad es que las fortificaciones de San Sebastián habían quedado rebasadas por el progreso de los medios de ataque. Aunque formidables en apariencia, las murallas construidas durante el siglo XVI y XVII resultaban débiles en el siglo XVIII y no digamos en el siglo XIX- frente a la creciente potencia de la artillería. De hecho, lo mismo había pasado con las dos murallas anteriores, pero con la diferencia de que al quedarse anticuadas fueron sustituidas o reformadas a fondo, para acomodarlas al constante progreso de los medios de ataque. Y así pueden señalarse en San Sebastián tres sistemas de murallas: el medieval, el de tiempos de los Reyes Católicos y el de la época de la Casa de Austria.
En la Edad Media, las murallas de San Sebastián ceñían un casco urbano ligeramente menor que la actual parte vieja. Era prácticamente un cuadrilátero, formado por cuatro frentes:
@ - El frente del mar: empezaba en la Basílica de Santa Ana y torre del Campanario, donde estaba la cárcel de los Sagramenteros o municipal; bajo ella había una puerta. Seguía por la calle Campanario -en realidad ésta no era sino el camino de ronda, sobre el muro hasta el Puyuelo. Con este nombre-diminutivo de Puy, que en gascón significa monte se designaba la colina donde termina la calle Fermín Calbetón -antes Puyuelo-. Aquí estaba situada la puerta principal de comunicación entre la villa y el puerto, era un pasadizo en ángulo recto, bajo una gran torre cuadrada, con una imagen de Santiago en el arco. De allí, seguía la muralla en línea recta, hasta un torreón redondo -el Ingente que debía de estar situado, poco más o menos, en el ángulo más interior del Gobierno Militar o donde estuvo la Delegación de Hacienda.
@ - El frente de tierra: comenzaba en la torre del Ingente, pasaba aproximadamente por la calle Villinch y seguía paralela a la calle Enbeltran, hasta la altura de la calle San Jerónimo. En la desembocadura de la Calle Mayor había una puerta, y otra en la salida de San Jerónimo, con una imagen del santo sobre el arco. En el encuentro de la muralla con la calle Narrica se encontraba la casa de los Engomez, residencia de los Prebostes del Rey. Era un sólido edificio, donde estaba la cárcel real y una fuerte torre de defensa de la puerta sobre cuyo arco había una imagen de la Piedad que probablemente era en aquella época el acceso principal a la villa. Desde allí, el último tramo del Frente de tierra seguía una dirección sesgada hacia una torre cuadrada donde comenzaba el frente de la Zurriola y que debía de estar, aproximadamente, en el centro de la plaza entre el Mercado de la Brecha y la Pescadería.
@ - Frente de la Zurriola: bajo la torre cuadrada donde enlazaban los dos frentes, al parecer, había una puerta. La muralla iba en línea recta hasta el ábside de San Vicente, por la calle llamada también de la Zurriola, que estaba entre la de San Juan y la de Aldamar. Este frente de la muralla, según parece, era menos importante que los dos anteriores.
@ - Frente del monte:éste tenía aún menor importancia. Realmente, era poco más que una simple tapia. Su trazado está dibujado por la calle Santa Corda, plaza de la Trinidad y fachada norte de la Iglesia de Santa María junto a ella, unida por un puentecillo, se conserva un torreón- a cuyos pies se abría para dar acceso al castillo, la última de las siete puertas, cuyas catorce llaves tan importantes fueron en la historia donostiarra.
Este asunto de las llaves de las siete puertas de la muralla fue materia de pleitos y disensiones sin cuento, entre la autoridad municipal y la militar. Así como las obras del Castillo de la Mota fueron hechas siempre a costa del erario real, las murallas fueron construidas por la villa. Consecuencia de ello era el derecho que tenía el Ayuntamiento de guardar las llaves de las siete puertas y el uso de abrirlas al amanecer y cerrarlas al caer la noche. De esta función se encargaban los sagramenteros, que eran algo así como los ejecutores de la justicia municipal y encargados de mantener el orden en la villa. Todo fue bien mientras la defensa estuvo confiada a los propios vecinos de la villa; pero la cosa era muy difícilmente sostenible en el momento en que pasó a manos de fuerzas del ejército permanente, mandadas por militares profesionales. El pleito se resolvió poniendo dos cerraduras en cada puerta, y así los militares tenían una llave y los sagramenteros otra. Las cosas como son: la solución le cayó muy mal a la autoridad municipal y a la militar, y durante bastante tiempo siguieron habiendo roces y piques; y hasta hay una cédula real de Felipe II-autorizando a la persona que tenía las llaves en nombre del Ayuntamiento para tocar las cerraduras a cargo del representante del Capitán General, y viceversa. Con el tiempo, fue cayendo en el olvido este privilegio, a medida que se fueron haciendo nuevas fortificaciones, a costa del erario real.
A fines de la Edad Media, la muralla de lienzos sencillos y torreones cuadrados que ceñía a la villa, había venido a resultar inadecuada frente a los nuevos medios de ataque-las armas de fuego-. Hubo un par de alarmas muy vivas procedentes de Francia, y los donostiarras deciden hacer una nueva muralla. Y aprovechan la ocasión para darle un primer ensanche al casco urbano, ya muy apretado dentro de su primer cerco: en el frente del mar se adelanta el espacio que ocupan la calle del Angel y la de Mari, hasta las portaletas; el frente de tierra, desde la calle Embeltran hasta el Bulevar (acera de los números pares). En la nueva muralla se concede especial importancia al frente de tierra, dotándole de bastiones o cubos redondos. Los planos, según parece, los hizo el famoso ingeniero Pedro Navarro. La puerta principal, con dos medios cubos, se sitúa ante la calle Mayor. A los extremos del frente aparecen los cubos del Ingente y Torrano. Esta muralla aún fue hecha a costa de la villa, en la época de los Reyes Católicos, y coincide con un período (más arriba mencionado), de revitalización de la vida municipal.
Pero tales murallas estaban condenadas a quedarse anticuadas rápidamente; no habían pasado tres lustros y ya se ocupaba el Capitán General don Beltrán de la Cueva de hacerlas modernizar. Es que no hay nada que promueva mayor progreso en los elementos de guerra, que la guerra misma; y España había entrado en una etapa de luchas constantes con Francia que ocuparon todo el período de la Casa de Austria. A San Sebastián, clave del arco defensivo de la frontera occidental, el peligro le obligó a mejorar sin cesar su dispositivo de seguridad. Durante dos siglos aproximadamente, se suceden los ingenieros -el prior de Barleta, el capitán Villaturiel, Luis Piçano, Tiburcio Espanoqui, Gandolfo, Soto, el jesuita Padre Richardo, Domingo y Cuevas, Hércules Torrelli- que se afanan en proyectar y construir, en la medida en que había dinero para ello, que no era siempre... nuevas defensas ante la muralla hecha en tiempos de los Reyes Católicos. Así van surgiendo los baluartes poligonales de San Felipe a la derecha y de Santiago a la izquierda, y en el centro, defendiendo la Puerta de Tierra, el Cubo Imperial, llamado así porque Carlos V fue quien ordenó su construcción. Más tarde, para cubrir mejor esta puerta se construyó delante de la muralla un hornabeque, con su correspondiente glacis que ocupaba una gran extensión en el arenal, tanto que su punta venía a estar donde hoy se alza la iglesia de los Jesuitas, en la calle Andía. Estas son las fortificaciones que perdurarán hasta 1863 y cuyo derribo marcó el nacimiento del San Sebastián moderno.
Con la construcción de las nuevas murallas, se redujeron las puertas de la villa a tres: la del monte, la del puerto y la de tierra. La Puerta de Tierra esta situada ante la plaza vieja, que es el ensanche que hay en el Bulevar entre las calles San Jerónimo y Mayor. Al ser la única entrada a la población, era lugar de mucho movimiento. En los relatos de viaje de los escritores de la época romántica tiene siempre un lugar muy destacado. Era un paso en bóveda bajo la muralla, con su correspondiente cuerpo de guardia. Sobre la puerta, por el lado de dentro, había un balcón, con el Cristo de Paz y Paciencia, que hoy está en la iglesia de Santa María y, al entrar y salir, era costumbre pararse ante él y rezar un Padrenuestro. Pasada la puerta se cruzaba el puente levadizo sobre el foso, y seguía el camino por el costado del Cubo Imperaial, para bifucarse después hacia San Martín o hacia Santa Catalina, según se fuera en dirección a Castilla o a Francia.
A la izquierda de la bóveda de la puerta de Tierra -en el siglo XIX- estaba la casa cuartel de guardias, la entrada al teatro y café del Cubo y la fuente donde terminaba la conducción de aguas procedente de Morlans, coronada por un león, que es el que hoy está en el centro de la Plaza de Lasala. El café y teatro estaba en el interior del Cubo Imperial, que era una gran bóveda; eran locales pobres, sin grandes comodidades, pero aún así constituían el centro de la vida social de la época.
Adosado al exterior de la muralla había un hermoso frontón para el juego de pelota, bordeado de frondosos olmos. Y más allá, por la parte interior del hornabeque, un frondoso paseo de tilos y acacias, que era muy apreciado por los donostiarras de entonces, que encerrados dentro de los angostos límites de las murallas encontraban allí el aire y la amplitud de que carecían en el interior de la ciudad.
Después del derribo de las murallas, en 1863, el solar de las murallas se convirtió -no sin enconadas polémicas entre bulevaristas y anti-bulevaristas- en paseo arbolado, que constituye el enlace entre la ciudad antigua y la moderna. Unión y al mismo tiempo frontera entre dos zonas de estilo muy distinto. La parte vieja donostiarra es en su mayoría de población artesana, de pequeñas tiendas de aire anticuado y métodos comerciales consonantes con su aspecto, y de numerosas -numerosísimas, el mayor coeficiente por hectárea que se pueda imaginar- bodegones, sidrerías, bares, restaurantes, además de las sociedades populares ya antes aludidas; todo género de establecimientos dedicados al culto de la comida y la bedida. Sobre todo de la bebida, del chiquiteo, una especie de rito báquico en el que los grupos de hombres deambulan despacio, de mostrador en mostrador, en libación itinerante en la que quizás no tiene tanta importancia el acto de beber un vaso de vino en cada parada -o de sidra, si es la época- como el hecho de ir a buscar de calle en calle, el establecimiento en el que se sabe que la calidad del caldo es mejor. Esto de la calidad del vino tinto, de Rioja o de la ribera navarra- es fundamental. No importa que el local sea pequeño, oscuro, incómodo; si tiene buen vino, la noticia corre enseguida, y en poco tiempo aquella taberna tiene una clientela asidua y devota. Es más, casi puede decirse en lo que se refiere a estos establecimientos de la parte vieja donostiarra que es una gran verdad aquel refrán de que bajo ruin capa se esconde buen bebedor: las tabernas de buen vino son casi siempre las de aspecto menos flamante.
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