EL SAN SEBASTIÁN DE ANTAÑO




Un paseo por la Historia de la Ciudad

Este libro, en el cual sólo me he propuesto realizar una mera tarea de divulgación de la multisecular historia de nuestra urbe, se presenta dividido en dos volúmenes. El título general -El San Sebastián de Antaño- denota una unidad, aunque en sus dos partes haya sido muy diversa la motivación y el tiempo en que fueron escritas.


La primera -intitulada Paseo histórico donostiarrada- escribí allá por los años cincuenta. Fue un encargo del Centro de Atracción y Turismo donostiarra, que después incumplió su promesa de editarlo. Años más tarde, realicé otra tentativa de publicarlo, que también resultó infructuosa (no detallo sus avatares, porque ahora no es el caso). Y ya el asunto se me había olvidado: más de una vez me dije aquello de que habent sua fata libelli, y al parecer el hado de mi Paseo Histórico era el permanecer inédito; un buen día se me ocurrió enseñarle el original al amigo Tellechea Idigoras, que mostró interés por él e indicó la posibilidad de que lo editara el Grupo Doctor Camino del que es Director. Por indicación suya he hecho una revisión -un original preparado hace tantos años lo requería- y he puesto títulos a los capítulos.


Aquella primera redacción del Paseo Histórico concluía con un capítulo, a modo de epílogo, de media docena de páginas resumen de la historia donostiarra que consideraba justificadas por un escrúpulo de autor: entonces me parecía y lo sigo creyendo que al terminar el lector el

Paseo Histórico pudiera sucederle que al volver la vista atrás tuviera ante sus ojos y en su memoria sólo un centenar de noticias dispersas, numerosos datos desconexos sobre el pasado de San Sebastián, pero no una visión panorámica de la historia que sobre este solar se ha desarrollado en los ocho siglos largos que registran nuestros anales. Aquellas pocas páginas -según explicaba yo entonces tenían el propósito de ser algo así como el cañamazo sobre el cual van cosidas las puntadas del bordado: tras la visión horizontal, geográfica de geografía histórica-, la perspectiva vertical, una síntesis de lo acaecido en este escenario en los largos años de los que tenemos constancia.


Aquel breve epílogo se ha convertido en la segunda parte de este libro La cosa sucedió así: en cierta ocasión, revisando papeles en mi estudio, me llevé la sorpresa de encontrar un paquete de folios en el que yo tenía a medio escribir un resumen de la historia de San Sebastián que era un complemento del Paseo Histórico, mucho más amplio y detallado que el indicado capítulo final. No tengo la más leve idea de cuándo pude empezar a hacerlo. No sé si lo realizaría en un momento en que ví la posibilidad de editarlo o sólo por simple placer personal de anotar datos y reseñar las ideas que ellos me sugieren muchas veces lo hago-, pero el hecho es que ahora he terminado lo entonces iniciado, completando esta segunda parte. Su título -La larga y dramática historia- es el mismo que le dí a una serie de Glosas Euskaras que en el año 1973 empecé a publicar en el diario La Voz de España, que, por razon que no es el caso exponer, quedó interrumpida, pero que conservo porque creo que es la mejor síntesis del devenir temporal donostiarra, como verá el lector al inicio de la segunda parte.


En la revisión final de este El San Sebastián de Antaño he podido comprobar -y confieso que con satisfacción: ¡cabe mayor que haber realizado una obra en cierto modo parangonable a la del que, sin duda, es el más eminente de los cronistas locales!- que su arquitectura se asemeja

a la de un libro de don Ramón de Mesonero Romanos (1), en el cual al hilo de su deambular por la topografía madrileña va reseñando los sucesos históricos que cada paraje le sugiere y, para que le sirva de hilo conductor en el que forzosamente ha de resultar una evocación cronológicamente desordenada, inserta una síntesis de la historia de la villa según la sucesión de los tiempos. Así mismo lo he hecho yo en este libro (2), con el que no pretendo emular al que hace más de cien años hizo otro tanto y a quien me complazco en tributar homenaje de admiración.

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(1) El antiguo Madrid. Paseos histórico-anecdóticos por las calles y casas de esta villa, Madrid


1861 (reimp. facsímil Madrid 1981). (2) He de anotar una diferencia: Mesonero Romanos inserta la que él titula Reseña histórico-topográfica y civil de Madrid al comienzo del volumen, págs. I a LXXX, en forma de introducción; y, a continuación, los Paseos histórico-anecdóticos, etc., que forman el cuerpo de la obra. Yo lo hago al revés: primero los paseos y después la síntesis histórica; quien haya leído las líneas anteriores narrando la génesis de este libro, comprenderá perfectamente el por qué. Aparte de que yo pienso que la primera parte resultará de más fácil lectura que la segunda; así lo espero, encomendándome a la benevolencia de quien me haga la merced de seguirme.


Cap.I - EL ANTIGUO

Cap. II - LA CONCHA

Cap. III - EL PUERTO Y EL CASTILLO

Cap.IV - EL BURGO VIEJO

Cap.V - EL ENSANCHE CORTAZAR

Cap.VI - CRUZANDO EL URUMEA

Cap.VII - LAS ARTIGAS

Cap.VIII - OTRA VEZ EN EL ANTIGUO





Cap.I - EL ANTIGUO

Cuando vamos a hablar de algo de una cosa, de una persona, de una ciudad- lo primero que queremos saber de ella es su nombre, por qué se le llama así y no de otra manera. En este momento estamos a punto de empezar un paseo por San Sebastián, por su geografía actual y paisaje, y por su historia. Y lo primero que nos encontramos es con su nombre; mejor dicho: con dos nombres. Porque nuestra ciudad tiene dos apelaciones toponímicas: una antigua, precristiana -Donostia- y popular, de donde viene el que nos llamemos donostiarras los de aquí; y la otra más moderna, la oficial -San Sebastián- que es al mismo tiempo una advocación religiosa -caso frecuentísimo en la toponimia mundial evocadora de aquel centurión, pretoriano del emperador Maximiano, que, convertido al cristianismo, fue asaeteado por orden del César.


El primero de estos -Donostia- es supervivencia de la denominación que en latín ostentaría el dominus ostianus (algo así como el señor del puerto) que sería quien tuviese bajo su autoridad la statio (o amarradero donde recalaban para pernoctar) las naves que cubrían la ruta de cabotaje desde Somorrostro hasta Burdeos (resulta sugestivo pensar en este dominus ostianus como antecedente lejano de la Capitanía del Puerto que durante tantos siglos existió en el nuestro). Abolengo romano de nuestra urbe -que los antiguos llamaron Izurun- responsable de la disposición reticulada del plano del Burgo viejo, en la que se ve netamente la supervivencia del plano hipodámico -así lo llaman los estudiosos del urbanismo romano- evidentemente pre-cristiano.


Pero este nombre pagano, al llegar a estos pagos la fe cristiana, fue sustituido por el hagiográfico que hoy ostenta la ciudad: ¿que el nombre lo fuera por intermedio de un hipotético Done Sebastianum, como suele decirse? Es posible, pero más importante es preguntarse: ¿Cómo vino hasta aquí, a este rincón de la costa cantábrica, la devoción al mártir romano?


Como tantas veces en la historia española, la explicación está en aquel formidable fenómeno de fe religiosa que puso en marcha hacia Compostela a miles de peregrinos, en demanda de la tumba del Apóstol Santiago. Las rutas de peregrinación es cosa bien sabida de todos fueron el camino por donde viajaron no sólo los devotos romeros que, día tras día y semana tras semana, marchaban hacia el santuario de su devoción. Fueron también la vía a lo largo de la cual se desplazaron formas artísticas, fórmulas jurídicas, medios de vida, etc. Y también, como es natural, la devoción a determinados santos, que aquella gente de fe sencilla y fuerte tenían por especiales abogados en los duros trances en que se veían a lo largo de su incesante caminar.


Y entre estos duros trances contaba el de la enfermedad, sobre todo el tremendo azote que entonces se llamaba genéricamente la peste. Esta a veces causaba verdaderos estragos entre las muchedumbres que se amontonaban en los ocasionales refugios apenas cabe imaginar sus condiciones sanitarias- en que dormían aquellas gentes, cuya fe sería grande, pero no así la higiene. El mártir Sebastián era considerado santo protector contra la peste, merced a una explicación simplista, aunque muy gráfica: «porque había sido martirizado a flechazos y la peste es la flecha de la cólera de Dios», según dice un piadoso autor del siglo XVII.


-una La ruta de peregrinación a Santiago de Compostela de las mil vías secundarias que del árbol principal se desgajaban, para reunirse después otra vez corría a lo largo de la costa cántabra. Dentro de lo que es el límite donostiarra, venía por Alza y la calzada vieja que cruza la Artiga, pasando por el caserío Pelegriñene (esto es: casa del peregrino, nombre evocador posiblemente de aquellos antiguos romeros santiaguistas). Después bajaba a la llamada, todavía no hace mucho tiempo, vega de Santiago, para continuar por el barrio de San Martín otra advocación religiosa de caracterizada vinculación con las vías santiaguistas. Seguía, bordeando la Concha, hasta el monasterio hospedería de San Sebastián el antiguo, de donde los peregrinos irían en dirección al vado de Zubieta, barrio donostiarra de cuya parroquia es Santiago santo titular.


Punto especialmente bien situado era este suave montículo, minúscula península entre las tan frecuentemente alborotadas aguas del mar y las peligrosas ciénagas de Ibaeta. Sin duda allí sería grato el reposo, aunque sólo fuera por una noche, para los peregrinos. No sabemos exactamente cuándo se estableció en este punto un monasterio, pero cabe suponer, con muchos visos de certeza, que existía en la segunda mitad del siglo XI, y ya, al parecer, era el centro de vida religiosa de una amplia zona de población esparcida por las suaves ondulaciones que se extienden desde el mar hacia Hernani. Probablemente, aquella primitiva iglesia es el hito que señala la primera penetración del cristianismo en este apartado rincón. Y por diversos indicios y similitudes podemos imaginar que su función social vendría a ser análoga a la que ha dado lugar a la clásica denominación vizcaina de anteiglesia, palabra con que se denominan aún hoy los municipios rurales de población diseminada, cuyos negocios comunales se decidían en reuniones celebradas por todos los vecinos en el atrio de la parroquia.


Mas esta parroquia rural de la tierra de Hernani entra en la historia, dependiente del gran cenobio navarro de Leyre, como un monasterio de monjes benedictinos, del cual, dicho sea de paso, es poquísimo lo que sabemos: casi solo dónde estaba, más o menos, donde hoy se alza el Palacio de Miramar. Ahora bien, ¿cuándo se fundó? He aquí la explicación tradicional:


Al gran rey navarro Sancho el Mayor, de quien es bien conocida la especial atención que prestó a la buena organización de las rutas santiaguistas que cruzaban su reino, no se le escapó la importancia que este monasterio llamado de San Sebastián, con su parroquia, al borde del mar, en los límites de Hernani tenía como punto de etapa en la ruta litoral de los peregrinos. Y dentro de la general reorganización que hace de las vías de peregrinación, encomendando su atención y cuidado a los monjes de Cluny, pone este monasterio de San Sebastián bajo la dependencia del de Leyre, por una escritura del año 1014, en la cual le hace espléndida donación de terrenos de cultivo y casas de labor.


Una historia muy clara y verosímil. Pero que tiene el gravísimo fallo de que se base en un documento falso: el ya mencionado de 1014, la famosa donación a Leyre. Durante siglos se ha aceptado como auténtico, pero hoy todos los indicios apuntan a situar la autoría de la falsificación en el scriptorium legerense. No fue sino un episodio más en las largas y tenaces disputas sobre posesiones y jurisdicción entre la Mitra de Pamplona y el Monasterio de Leyre; peleas entre curas y frailes, para decirlo lisa y llanamente (no nos escandelicemos: en aquella época era frecuente fabricar documentos falsos cuando era conveniente).


Eliminado por espúreo el documento de 1014, en cambio si nos movemos en terreno seguro cuando en el año 1101 el rey Pedro I de Aragón y Navarra confirma a Leyre la posesión del monasterio de San Sebastián que fundara un rey Sancho de los pamploneses (no dice cuál fuera éste: yo me inclino a creer que fue el IV, el asesinado en Peñalén); cuando, en 1275 pasa este monasterio de San Sebastián del dominio del de Leyre al de Iranzu, y cuando en 1270, el de Iranzu lo traspasa al obispado de Pamplona. A partir de este momento, la historia de San Sebastián el Antiguo es, pura y simplemente, la de una parroquia rural cualquiera, teniendo por feligreses a los moradores de una amplísima zona, fuera del casco urbano. Durante un corto período del siglo XVI -entre los años 1515 y 1539- se estableció allí una comunidad de frailes franciscanos, aunque no sabemos qué importancia pudo tener su convento ni tampoco las obras que llegaron a hacer en la iglesia. Comunidad que debió de abandonar aquellos parajes cuando vinieron a instalarse allí las monjas dominicas regidas por un Padre Vicario de la Comunidad de San Telmo, según fundación hecha por el secretario del Emperador Carlos, Don Alonso de Idiaquez. A tal fin, éste consiguió del Obispo de Pamplona que aplicara al Monasterio de San Telmo, en cuya laboriosa fundación venía trabajando con gran empeño, los bienes y rentas de la Iglesia de San Sebastián el Antiguo.


Esto fue entre los años 1539 y 1546, fecha en que ya se instalan las monjas en aquel convento que, como se ve, era como una hijuela femenina de la comunidad de frailes dominicos del interior.


La vida del convento de dominicas en el Antiguo duró tres siglos. En él, algunos años después de erigido, ingresaron cuatro hermanas llamadas María, Isabel, Jacinta y Catalina Erauso y Pérez de Galarraga. Eran hijas de un bravo capitán que guerreó al lado de Felipe I Miguel Erauso, quien al sentirse herido en Charleroi, hizo voto de que profesarían en el convento las cuatro si salvaba la vida. De las otras tres, la historia no se ocupa, pero en cambio de la cuarta, la menor, mucho lo ha hecho, pues esta Catalina Erauso fue, ni más ni menos, la famosa Monja Alferez, cuyas andanzas y aventuras sobre todo por América- han sido exageradas por la leyenda, pero de todos modos tienen una base real. Por los años finales del siglo XVI, contando sólo cuatro de edad, Catalina entró en el convento de San Sebastián el Antiguo y cuando iba por los quince, una noche, tras un altercado con una monja profesa a la que se le fue la mano, se escapó, vistiendo traje de hombre y haciéndose llamar Francisco de Loyola. Después de servir en Vitoria a un Licenciado, marchó a Valladolid, en donde a la sazón se encontraba la corte, entrando como paje en la casa de Don Juan de Idiaquez -hijo del fundador del convento del que acaba de escapar-. Allí hubiera continuado, pero un día vió cómo su propio padre, el capitán Erauso, iba a visitar a su amo y le contaba cómo la hija se había fugado, y le pedía auxilio para descubrir dónde pudiera esconderse. Catalina de Erauso, sin más, escapó para Bilbao y Estella. Anduvo de un lado para otro, hasta dar en Sevilla, en donde embarcó para las Indias. Venezuela, Panamá, Perú, Chile, Argentina, Méjico, conocieron sus andanzas como soldado y más tarde con grado de alférez, vistiendo siempre como hombre y llevando la vida turbulenta y desgarrada de los soldados de fortuna de aquella época. La edad, la fatiga, el fracaso le traen de nuevo a la Península; después pasa a Italia y al parecer debía de volver hacia Méjico cuando se pierde en la niebla del pasado esta figura singular, en cuya

historia son tantas las incógnitas como lo que de cierto se sabe.


Volviendo al Monasterio de San Sebastián el Antiguo, ya nada notable registran los anales hasta el año 1836, fecha en la cual lo encontramos convertido en el punto extremo, por el ala derecha, de la línea defensiva de la ciudad contra los ataques de los carlistas del guipuzcoano Sagastibelza. Este puso especial empeño en conquistar San Sebastián, y llegó a apretarla fuertemente. Entre los defensores, contaban de manera muy destacada los soldados de la Legión Británica de Sir Lacy Evans, formada por aventureros voluntarios reclutados en los bajos fondos, cuya baja calidad moral no fue óbice para brillar por su valor frío en el ataque y por su tenacidad en la defensa. La línea defensiva de San Sebastián, en este duro trance, corría por la cresta de Miraconcha, desde el alto de San Bartolomé, por Ayete, hasta la colina del Antiguo. Los ataques fueron muy fuertes y en una de las acometidas carlistas resultaron destruidos la iglesia y el convento de dominicas del Antiguo, sin que Sagastibelza lograra su empeño, perdiendo en cambio la vida en el propósito. Por cierto que para mejor servir a la defensa del Antiguo, los ingleses perforaron un túnel bajo la colina, antecedente del que actualmente sirve de entrada a la ciudad, según se viene de Ondarreta.


Después de la guerra, la iglesia del Antiguo fue reconstruida, pero la comunidad de monjas dominicas no volvió a establecerse en aquel lugar, trasladándose a la pequeña iglesia de Ubúa -o Uba- en Ametzagaña, y más tarde a la parte de Ategorrieta, en donde se encuentran aún hoy.


Por allí, entre la carretera y el mar, sobre las rocas, hubo una capilla o santuchu dedicado a la Virgen de Loreto, advocación de donde viene el nombre popular de pico del loro con que se denomina ahora al espolón rocoso que separa las dos playas, y cuyo nombre correcto es, en vascuence, Loretopea, que quiere decir debajo de Loreto. Perdido hasta el recuerdo de la capilla y por tanto el del significado del nombre, la etimología popular ha ido a buscar una explicación por los inesperados caminos de la ornitología.


El aspecto que hoy tiene la colina y península de San Sebastián el Antiguo es completamente distinto del que presentaba en el pasado. Y ello a causa de la construcción de la Real Casa de Campo, o como generalmente se le llama, el Palacio Real de Miramar. Lo hizo construir S. M. la Reina Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, viuda de Alfonso XII y Regente durante la minoría de edad del Rey Alfonso XIII, cuyo nombre está íntimamente ligado con toda una época de esplendor de la ciudad, la que cabría llamar la belle epoque de San Sebastián. La tradición del veraneo regio junto a las aguas del Cantábrico arranca de los años de niñez de Isabel II, la cual vino por primera vez a San Sebastián a tomar baños de mar en el año 1845, acompañándola su madre María Cristina de Nápoles -viuda de Fernando VII- y la Infanta Luisa Fernanda su hermana. Posteriormente, en los años 65 y 68 de la pasada centuria, volvió la familia real a San Sebastián. En este último año, Isabel II de aquí partió para el exilio, pues estando en San Sebastián tuvo noticias de la batalla de Alcolea, perdida por Novaliches, y de la proclamación de la República, saliendo inmediatamente hacia la frontera, en el tren especial, desde la estación del Norte. Después de la restauración se registran distintas visitas reales a San Sebastián. Pero cuando ya se convierte la ciudad en estación veraniega regia, permanente y habitual, es con la Regencia de Doña María Cristina de Habsburgo. Viuda de Alfonso XII, su hijo el que años después ocupará el trono con el nombre de Alfonso XIII- era un niño de débil constitución. Nada tiene de extraño que dados los problemas políticos y dinásticos de la nación, para su madre la Reina Regente, constituyera una grave preocupación la vida de su hijo, el que ya desde el mismo momento de nacer era Rey. Aquí, en la suave humedad del estío donostiarra, la tantas veces atribulada madre del rey niño encontró el clima propicio para su precaria salud, al mismo tiempo que en el marco de una capital pequeña -por entonces San Sebastián no llegaba a los 30.000 habitantes- hallaba el ambiente sedante que le servía de remanso en la agitada existencia que la vida cortesana de la capital le imponía. Desde el año 1887, sin otra interrupción que el año del desastre de Cuba, 1898, la familia real vino todos los veranos a San Sebastián. Al principio se alojaba en el Palacio de Ayete, entonces propiedad de la Duquesa Viuda de Bailén, pero pronto Doña María Cristina, ganada ya por el afecto a la ciudad, fijó su atención en la península donde antaño se alzara el Monasterio de San Sebastián el Antiguo, para construir en él una Real Casa de Campo. De su propio peculio, compró la reina varios lotes de terreno pertenecientes a los herederos del Infante Don Sebastián -el hermano del primer Don Carlos de la dinastía carlista, que después de haber combatido junto a su hermano (él fue el artífice de la victoria de Oriamendi), se reconcilió con Isabel Il y amasó una gran fortuna-, a don Vicente Gutierrez de Terán y al Conde Moriana, varios caseríos para redondear la finca hasta una extensión de unas ocho hectáreas. El proyecto del edificio se le encargó al arquitecto inglés Mr. Selden Wornum, y corrió con la dirección de las obras el que lo era municipal en aquella época, Don José Goicoa; del trazado del parque se ocupó el francés M. Pierre Ducasse. Para ello fue preciso desviar la carretera, perforando el túnel por donde en la actualidad pasa, y también fue trasladada la iglesia parroquial -único vestigio del viejo y venerable Monasterio a la parte baja de la colina, en terrenos cedidos por la propia reina, en donde fue construida, en menos de un año, por el arquitecto Goicoa, -fue inaugurada el 8 de septiembre de 1889- con plano y alzado que recordaba los del templo bastante más modesto que venía a sustituir. Reina Madre ver realizado su


En cuatro años consiguió la propósito -con un costo total de unos tres millones de pesetas- y en julio de 1893 ya se instaló la real familia en su nueva mansión veraniega, que a partir de entonces -y hasta el advenimiento de la II República, en 1931- vino a constituir el centro de la vida oficial de la nación durante la temporada veraniega, que se prolongaba hasta muy avanzado octubre. En los últimos tiempos del reinado de Alfonso XIII la jornada real se veía acortada por la preferencia que tenía por Santander la Reina Victoria Eugenia -que en los salones de este palacio de Miramar hizo la abjuración de la fe anglicana y recibió las aguas del bautismo, cuando, siendo la Princesa Ena de Battenberg, vino a España para casarse con Alfonso XIII-. La realidad es que la Reina Madre -proba blemente por un motivo psicológico de agradecimiento al clima y ambiente que había dado salud a su enfermizo hijo y paz a su acongojado espíritu- se encontraba en San Sebastián como en su casa, si cabe decirlo así. En la memoria de todos los donostiarras que alcanzaron aquella época está la atención con que se ocupaba de los problemas de la ciudad, el gesto atento con que inquiría detalles de todas las cuestiones, la minuciosidad propia de su natural sentido económico y hasta esa curiosidad propia de las mujeres por enterarse de la vida y milagros de sus conciudadanos... y de sus conciudadanas. Todo ello trajo a San Sebastián múltiples beneficios, además del primero y principal, que fue el rango que le daba el ser durante los meses de verano sede de la Corte y centro de la vida política y social de la Nación; y la ciudad agradecida le otorgó el título de Alcaldesa Honoraria, que pocas veces ha podido ser concedido con mayor justicia, ya que realmente poco, muy poco, le faltaba a Doña María Cristina para ser Alcaldesa efectiva de San Sebastián.





Cap. II - LA CONCHA


Entrando en San Sebastián por el túnel perforado bajo la colina de El Antiguo, se alza el telón con que la movida orografía del país hasta ese momento ocultaba a los ojos del viajero la Concha donostiarra. Nombre eminentemente descriptivo éste, define mejor que ninguna otra explicación la forma que tiene la bahía de San Sebastián.


Tras la cadena litoral que corre a lo largo de toda la costa guipuzcoana, desde Fuenterrabía hasta Guetaria, fragmentada desde hace siglos por el embate de las olas y los accidentes geológicos que abrieron amplios boquetes en la barrera de rocas areniscas, el mar penetra en la bahía por las dos bocas que se forman entre los montes Igueldo y Urgull, con la pequeña isla de Santa Clara en medio. Estos dos huecos, mas el formado entre Urgull y Ulia, son los tres agujeros a que hace referencia ese nombre de Iruchulo con que en el siglo pasado una pseudo-culta erudición gustaba designar a San Sebastián, siguiendo una pintoresca -y errónea etimología de Esteban de Garibay.


Si nada tienen que ver tales bocanas de la bahía con el falso nombre antiguo de San Sebastián, sí en cambio son las que han dado origen a la playa que tan importante papel ha desempeñado en el crecimiento y fama de la ciudad. Por ellas penetran las mareas y el oleaje del Cantábrico, no con la violencia propia de este mar -a veces tan bronco- sino suavizadas, en mansas ondulaciones que vienen a morir en la playa de fina arena rubia.


Escenario la Concha de la talasoterapia durante un siglo cumplido, sería muy curioso seguir con detalle la evolución de los baños de mar, en sí y en su ambiente. Hoy no son lo que eran antaño; allá por el año veinte del presente siglo es cuando se efectúa la gran transformación en la playa y en su público. Antes, los baños de mar se consideraban más como terapeútica medicinal, invirtiendo en ellos pocos y controlados minutos, bajo la avizorante mirada del pariente responsable. La tanda de baños debía ser en número impar -siete por lo general- y en la playa se estaba vestido. El traje femenino apropiado para entrar en el agua era un dos piezas, pero no como los de hoy: calzón largo y chaquetón, también bien cumplido en longitud, y lo mismo en anchura. Todo en tela de algodón, gruesa, de color azul marino y ribeteado profusamente con trencilla blanca. Era una vestimenta apropiada para el baño de inmersión, no para la natación, como hoy; porque en realidad, en aquel entonces la gente lo que hacía era meterse en el agua, bien agarrados a las cuerdas, o a las manos del bañero. Cuando llegaban las olas-sin olvidarse nunca eso de que vienen de tres en tres- saltaban para no mojarse demasiado la cabeza en vez de zambuIlirse por debajo de ellas.


Y al salir del agua, lo mismo que al entrar, corriendo a la caseta, porque el sol quema la piel, y por entonces lo más estimado de la belleza femenina era la blancura del cutis. Las primeras casetas aparecen hacia 1843 o 44; de uno o dos compartimentos, pintadas a listas blancas y azules, eran de madera, sobre cuatro ruedas de lo mismo que permitían acercarlas o alejarlas del borde del agua, según la marea.


No por medio de bueyes, como todas las demás, sino gracias a una máquina de vapor y sobre carriles de hierro se desplazaba, arriba y abajo de la playa, la Caseta Real de estilo árabe que en 1894 construyó la Diputación; era el Progreso que se imponía. Antes hubo dos Casetas Reales, también sobre railes, pero la más antigua la desplazaban así mismo yuntas de bueyes.


Terminado el baño, nada de permanecer mojados en la arena, y mucho menos tumbarse a tomar el sol. A vestirse enseguida; después sí, a sentarse a la sombra de los toldos, o bien, a resguardo del sol en los cestos tan típicos de la época: ellas, con vaporosos y emperifollados vestidos y amplios sombreros que protegieran la cara de las agresiones solares; ellos, con cuello almidonado y canotier de paja. Era la hora de las tertulias, de los galanteos, de la chismografía mundana y, también -bajo algunos toldos- de la política, pues no en vano, al par de la Familia Real, a San Sebastián se trasladaba en el verano la plana mayor de los partidos turnantes.


Hoy es otra cosa la vida de la playa. El momento del cambio en el ambiente playero lo marca la construcción de las cabinas bajo el paseo de la Concha. Allá por el año 1910, la Junta de Progreso -que era una entidad no oficial, dedicada a administrar las subvenciones que el Gran Casino destinaba a mejoras en la ciudad- construyó el paseo cubierto o voladizo, de cinco metros y medio de ancho. Para la época fue una gran obra, aunque hoy más bien la veamos como un error, pues estrechó la playa; y más tarde, en 1924 ante el cada vez mayor número de bañistas se aprovechó este espacio cubierto para construir las cabinas, desapareciendo las viejas casetas de madera sobre ruedas. Así se ganó espacio en la arena y los toldos, los deportes y los baños de sol salieron beneficiados en su espacio vital. Este sin embargo ya resulta angosto, y la segunda playa, la de Ondarreta se ha poblado asimismo de bañistas y de instalaciones deportivas; y aún, en la actualidad, la ciudad buscando el alivio de la aglomeración de público en las otras dos, ha habilitado una tercera playa -la de la Zurriola- raquítico sucedáneo de la magnífica que hubo allí.


Las arenas de la Concha, finas de bello tono rubio, proceden de la desagregación de las rocas que formaban la cadena litoral, de la cual, como un testigo geológico, se alza aún en medio de la boca de la bahía la isla de Santa Clara. Pequeño islote de color verde y ocre que parece situado allí por un caprichoso paisajista, hoy está coronado por una linterna de señales marítimas que con sus destellos intermitentes pone la nota graciosa de su pincelada en la noche estival y en las lóbregas de invierno, cuando el ruido de las rompientes atruena la bahía, parece aumentar el temeroso misterio del mar embravecido.


No siempre ha sido la isla de Santa Clara tan pacífica como hoy, pues en varias ocasiones en ella se han alzado baterías y atrincheramientos: para defensa de la ciudad, durante el sitio de 1719, y adversas a ella, en el asedio de 1813. Antaño hubo en esta isla, y de ahí le viene el nombre, un santuario o ermita, bajo la advocación de Santa Clara, dependiente del Convento de San Bartolomé.


Este, al que los historiadores eclesiásticos llaman Insigne Monasterio, es, entre todos los actualmente existentes, el más antiguo convento donostiarra. Se conoce su existencia desde mediados del siglo XIII y en su archivo se conservan documentos demostrativos de su importancia. Los reyes Sancho IV el Bravo, Alfonso XI y Juan I protegieron mucho a su comunidad de Canónigas Regulares. Sujetas a la regla agustiniana, vivieron en él religiosas cuya memoria de santidad se conservó durante siglos, como la venerable Leonor Calvo, Sor María de San Pedro y Amatriain y Doña María Bautista Beinza.


El Monasterio de las monjas agustinas era en el siglo XVIII un hermoso edificio con una iglesia capaz y majestuoso pórtico en estilo dórico, obra del ingeniero Hércules Torrelli y tenía buenos retablos y esculturas. Su privilegiada situación en lo alto del cerro sobre el arenal y barrio de San Martín antiguo -hoy ocupado por el ensanche donostiarra- que se extendía ante las murallas de la ciudad, fue al mismo tiempo causa de numerosas desventuras para el cenobio de las canónigas agustinas. En los diversos avatares guerreros, cuando venían a estrellarse contra las fortificaciones de San Sebastián los ejércitos enemigos, el convento de San Bartolomé servía siempre de punto de apoyo para la gente de guerra, sufriendo las naturales consecuencias de ella. Así es como en la primera guerra carlista resultó completamente destruido, emigrando la comunidad agustina definitivamente, al cabo de seis siglos, a un pequeño convento en Astigarraga en donde lleva una vida de gran estrechez que contrasta con la riqueza que tuviera antaño.


Reconstruidos los edificios de San Bartolomé, hoy es otra comunidad, también de monjas, la de las Religiosas de Santa Juana de Lestonac, la que reside en ella, dedicada a la enseñanza.


Al pie del cerro de San Bartolomé, allí donde el camino que cruzaba el arenal ante las murallas comenzaba a trepar por el monte, desde muy antiguo se formó un barrio de modestas casas, cuyo nombre de San Martín es preciso relacionarlo lo mismo que el de San Sebastián con la ruta de peregrinación santiaguista. Devoción típica entre los romeros era la del santo caballero de Tours, y asimismo lo fue la advocación de San Lázaro que tuvo un hospital que en este barrio hubo.


Con posterioridad y hasta el siglo XIX el Barrio de San Martín fue una modesta agrupación de casas de una o dos plantas, habitada por menestrales, y en la cual algunas posadas daban cobijo a los viajeros que llegaban a San Sebastián después de la hora de queda en que se cerraban las puertas de las murallas. Viejas litografías nos dan la perspectiva de este barrio antaño, en la cual destaca la forma semicircular del cementerio antiguo de San Sebastián, establecido allí después del incendio de 1813. Estaba situado aproximadamente donde ahora se alza el convento de las Madres Reparadores y fue cerrado en 1877.


La urbanización de este barrio, si le ha hecho perder su carácter típico antiguo, en cambio le ha dado prestancia y empaque moderno, destacando en él con su aire monumental, aunque un tanto frío y pesado, la Audiencia Provincial, en la propia calle San Martín, levantado en 1912 sobre planos del arquitecto Gurruchaga.


Mucho más logrado está sin duda el conjunto urbano del paseo de la Concha, sobre todo en su enlace con la Avenida. En este paraje poco más o menos donde hoy está el Mercado de San Martín- se alzó en el siglo pasado la primera Plaza de Toros que hubo en San Sebastián construida a tal fin, que era de planta ovalada; anteriormente las fiestas taurinas se celebraban en la Plaza Nueva, hoy de la Constitución.


Continuando la curva de la Concha, el Parque de Alderdi Eder constituye uno de los aciertos urbanísticos de la ciudad. Es una amplia zona ajardinada que ocupa el espacio comprendido entre el borde del mar y primera fila de casas del


Ensanche de Cortazar. Cuando el derribo de las murallas, allí se estableció el Campo de Maniobras de la guarnición donostiarra, también llamado con nombre muy propio, Erregue soro - Campa del Rey. Más tarde se habilitó nuevo terreno para la instrucción de las tropas en los arenales de Ondarreta; y éste fue convertido en parque, alzándose allí dos montañas rusas, la grande y la pequeña entonces estaban muy de moda- y un disparatado monumento conmemorativo del incendio de 1813, del derribo de las murallas y de la Reina doña María Cristina de Habsburgo, todo al mismo tiempo: una enorme tarta de confitería a la que la ironía donostiarra conocía por el nombre de la domadora y los leones, por la estatua de la Reina Madre y los dos feroces gatos en bronce que formaban su primer término.


Cerrando el parque por el lado Norte se alza el edificio que fue, en la belle epoque, el Gran Casino de San Sebastián. Obra de los arquitectos Luis Aladren y Adolfo Morales de los Ríos, fue abierto al público el 1 de Julio de 1887. Y a partir de entonces se convirtió, por obra de los recreos -como púdicamente se llamaba al juego en el punto focal del ambiente de cosmopolitismo, de ligereza agradable, de vida elegante que caracterizaba al San Sebastián de finales del siglo XIX y primeros lustros del XX. El máximo esplendor del Casino coincide con los años de la Guerra Europea en que, cerrados los de Francia, afluyen a éste ese mundo entremezclado de potentados, aventureros, artistas y demi mondaines que constituye el público propio de los centros de juego y que en la ocasión bélica era un especialmente propicio ambiente para el teje-maneje de los espías, como la desgraciada Mata Hari que de San Sebastián partió hacia la dulce Francia, donde le esperaba ineluctable el pelotón de fusilamiento, como contrapunto trágico de una vida de elegante frivolidad, de la cual es símbolo en piedra y ladrillo este edificio de elegantes líneas, bien movidos volúmenes y discreta policromía.


Largos años estuvo cerrado este edificio, desde la supresión de los recreos, en el año 1921. En dos ocasiones fue Hospital Militar: para recibir a los heridos de la Campaña de Africa primero, y después durante la Guerra de Liberación. Y finalmente, fue habilitado -¿definitivamente?- para sede de la administración municipal. Esta última transformación fue para muchos donostiarras de viejo cuño como un adiós doloroso al San Sebastián más brillante que en su juventud conocieron. Fue como un símbolo: la ciudad polarizada toda en torno a la vida veraniega daba paso a una nueva orientación del quehacer colectivo de la población, con una vida más variada y compleja, de comercio e industria, de servicios, de administración y política, cual corresponde a su acelerado crecimiento demográfico y al cada día más acentuado carácter y funcionamiento como capital de provincia. Convertido en centro de ordenado trabajo administrativo, hoy sólo es un recuerdo aquella brillante etapa en que de este edificio irradiaba por todo el mundo con brillo de espejuelo el nombre de San Sebastián.


Fuerte contraste forma la arquitectura del Casino con la del edificio que a sus espaldas se alza, sede del Gobierno Militar. De sobria arquitectura, al que sólo le faltan los chapiteles de pizarra en las torres para ser un trasunto donostiarra de la arquitectura de los Austria, puede servir también de símbolo de lo que fuera en tiempos más antiguos aún la ciudad: plaza fuerte, pieza maestra en la defensa de la frontera francesa.






Cap. III - EL PUERTO Y EL CASTILLO


Pendiente de viejos pergaminos conservados en distintos archivos se conserva el más antiguo sello de cera del Municipio donostiarra. En el anverso figura una nave mercante; en el reverso, un castillo. Ambos probablemente reproducción muy fidedigna de la fortaleza y las embarcaciones mercantes del San Sebastián del siglo XIII. Aparte el valor documental de ambos grabados, este sello es para el historiador de la Ciudad símbolo parlante de la personalidad de la misma durante largos siglos. Porque San Sebastián ha sido una ciudad bifronte: al mismo tiempo puerto y plaza fuerte; centro de un próspero tráfico comercial marítimo y punto de apoyo para la defensa de la frontera. Funciones ambas derivadas de su situación geográfica, que le hacen ser simultáneamente la salida al mar de una trastierra de rica agricultura Navarra, el valle alto del Ebro- y centro de una comarca que durante siglos ha sido frontera de tensión.


Doble función ésta la comercial y la militar- que hoy la Ciudad no cumple en la misma forma y medida que antaño. Los tiempos han cambiado y es en el siglo XIX cuando puede situarse la transformación. Pero como testimonio visible de los tiempos pasados han quedado el puerto y el castillo: el uno dedicado casi exclusivamente a embarcaciones pesqueras o de recreo; el otro, fuera de servicio y restaurado en parte.


El puerto de San Sebastián: hoy en esta materia hay que hablar en singular; pero durante siglos era preciso emplear el plural: los puertos de San Sebastián. Pues la ciudad tenía, no sólo este actual de la Concha, sino también otro -fluvial- hacia la parte de Santa Catalina, en donde se hacía la carga y descarga de las mercancías sobre todo, el hierro de las ferrerías que se transportaban en chalanas por el Urumea; y también el de Pasajes, que fue puerto donostiarra hasta la época de Godoy.


El puerto de San Sebastián es pequeño, limpio y pintoresco. Hasta no hace muchos años antes de la malhadada construcción del tinglado de hormigón con que nuestros días utilitarios lo ha estropeado el mejor punto de vista sobre él era el paseo que corre sobre la muralla, desde el Gobierno Militar hasta la escalera del Monte Urgull. Desde el mirador de encima de las portaletas, nombre popular de la entrada a la ciudad desde el puerto, se abarcaba de una vez el conjunto de los kais-muelles o malecones: kaipunta, kaierdi, kaimingancho, kaiarriba y las dársenas. De éstas, la más exterior, ocupada por los mercantes; las de dentro, por los pesqueros; y la parte más al Noroeste, por varaderos y talleres de reparación. En la actualidad, los buques mercantes que entran en el puerto donostiarra son muy exiguos, y aún éstos, durante el verano, suspenden su tráfico, cediendo el reducido espacio de fondeo a los alegres y multicolores yates y embarcaciones de recreo. En época que todavía recuerdan los viejos donostiarras, en esta dársena de flotación, cerrada por compuertas, venían a atracar los gallardos bricks escandinavos, cargados de hielo para Kutz, de madera para Urcola, de copra para Lizarriturri y Rezola, los vapores de altura que traían azúcar y cacao de Ultramar, los de cabotaje que burlingueaban de Gijón a Bayona acarreando toda la inmensa variedad de mercancías que hoy se ha desplazado definitivamente a Pasajes.


Las dársenas interiores eran, y siguen siendo, dominio propio de las embarcaciones pesqueras. La diferencia está en el tipo de embarcación, que antes eran las lanchas boniteras movidas a remo y hoy son vaporcitos a motor. La lancha bonitera bogaba a fuerza de remo, y a veces, mar afuera, solía izar una vela latina; pero no era embarcación apropiada para ello y poco recurso podían sacar de la fuerza del viento, que si era flojo apenas servía de ayuda y si tenía rachas fuertes volcaba la embarcación. Y la competencia entre las tripulaciones por llegar antes a puerto para vender la pesca capturada fue el origen de esa magnífica pugna deportiva, que son las regatas de traineras.


Estas, que se celebran todos los años los dos primeros domingos de Septiembre, constituyen sin duda el más popular y colorista de los festejos donostiarras. En tales días, y aún en los anteriores por razón del ambiente peculiar que rodea el teje-maneje de las apuestas, la ciudad entera y toda la costa guipuzcoana, viven pendientes de la pugna entre las distintas tripulaciones participantes, que en los colores de sus camisetas llevan prendido el amor propio localista de los pueblos marineros del Cantábrico.


Al filo del mediodía el anfiteatro de la Concha, el monte Urgull, la isla de Santa Clara, Igueldo, aparecen cuajados de una inmensa multitud que, nerviosa, espera el momento en que un pistoletazo dé la señal de arrancar a las traineras. Momento inicial de una belleza extraordinaria: la champa de salida, en que las tripulaciones inician su remada a ritmo rápido buscando obtener una ventaja desde el primer momento de la contienda.


Después, viene el paso por puntas entre Santa Clara y el Acuarium- y luego el bogar, más pausado por más duro frente a las olas, en mar abierto, hacia las banderolas, que a milla y media de las balizas de salida, marcan el lugar de la ciaboga. Apenas se distinguen desde tierra las traineras cuando llegan allá, pero no obstante la atención está fija en el momento en que cada embarcación empieza a dar la vuelta en torno a su correspondiente baliza y el tiempo que tarda en completar la maniobra, en cuya buena ejecución más que nada cuenta la pericia del patrón que, de pie en la popa de la trainera, empuña el remo que hace las veces de timón.


De la ciaboga a puntas, el regreso suele ser más lento y marca un momento de distensión en el nerviosismo de la muchedumbre. Se realiza a favor del oleaje y cuando el patrón es hábil y la tripulación potente, su gran recurso es aprovechar el momento en que la ola alcanza a la embarcación para mantenerse con unas paladas rápidas sobre la cresta de la onda. Este recurso clásico de las lanzadas cuenta sobre todo al acercarse a puntas de nuevo. Pasadas éstas, en el mar más tranquilo del interior de la bahía, vuelve -si la tripulación tiene aún energías y ánimo para ello- la boga rápida y seguida que culmina en la champa de llegada a las balizas de donde salieron veinte minutos más o menosantes.


Los segundos en que se inscribe la llegada a la meta de las traineras son de un poderoso dramatismo. La tripulación vencedora, aún saca fuerzas de su fatiga para alzar los remos y ponerlos verticales, en fanfarrón gesto triunfador, mientras los vaporcitos pesqueros de su puerto atruenan el espacio con el pitido de las sirenas, a veces largo y grave como un canto de júbilo, a veces corto y agudo como carcajadas burlonas para los vencidos. Mientras la tripulación ganadora boga, con gesto pausado y jactancioso, hacia el viejo puerto pesquero donde le espera la muchedumbre entusiasta, los vencidos se derrumban agotados sobre los bordes de su embargación que parece participar también de la derrota, semivolcada por el peso muerto de los tripulantes que no acertaron a triunfar.


Si es el primer día de regatas, no importa tanto la derrota. Queda la regata del siguiente domingo, en que aún se podrá vencer o al menos aminorar el desastre. Porque lo que cuenta para la clasificación definitiva es la suma de los tiempos registrados en las dos regatas sucesivas. La tripulación que totalice un tiempo menor es la que gana el premio y la bandera de honor, bellamente bordada en seda, que al final de la segunda jornada le será entregada en el Ayuntamiento viejo, mientras la plaza porticada, repleta de una muchedumbre entusiasta, resuena de aplausos y vítores, que llegan a su cénit cuando la tripulación vencedora aparece en el balcón principal y el patrón hace ondear el brillante y bordado símbolo de su victoria. Las regatas de traineras son una pugna deportiva derivada de una concreta actividad profesional; la curva de evolución de una y otra, son paralelas. Y así la etapa de máximo esplendor regateril que va unida a nombres como el de Luis Carril, que simboliza a toda una época de brillantes victorias de la tripulación donostiarra- corresponde a los tiempos en que aún se salía a pescar a fuerza de brazos. El momento de transición del remo a la pesca motorizada de hoy, lo marca, en la historia donostiarra, el nombre de los Mamelenas. Don Ignacio Mercader fue el creador de éstos: comerciante al por mayor con Ultramar y propietario de tres vapores que hacían la carrera de Cuba, en el año 1878 presidía la Sociedad Humanitaria de Salvamento de Náufragos. El 20 de Abril de aquel año, un tremendo temporal barrió el Cantábrico, desapareciendo dos centenares de pescadores. Aquel triste suceso, que llenó de luto los pueblos de la costa, vino a demostrar la indefensión de las lanchas boniteras frente a las cóleras de nuestro mar. Mercader vió la solución, que no fue otra que poner al servicio de los pescadores uno de sus vapores de la línea de Cuba. Con las traineras a remolque y los pescadores a bordo, el Comerciante iba hasta los caladeros y terminada la faena regresaba a puerto en la misma forma. Aquel procedimiento, nacido de un designio altruista, fue el embrión de la gran empresa de Don Ignacio Mercader y el punto de arranque de la propulsión a vapor de las embarcaciones pesqueras. En vista del éxito, Mercader hizo construir en Inglaterra su primer vapor de pesca, al que llamó Mamelena -Mamá Elena, en memoria de su esposa, a la que acababa de perder- y que fue el inicial de una serie que llegó hasta el número doce, todos con el mismo nombre seguido del numeral. Aquel Mamelena número 1 -el primer pesquero a vapor del mundo, según se dice- de alta y delgada chimenea, fue el iniciador de la flota que hoy, sustituida la caldera por el diessel, se cuenta por centenares de unidades en toda la costa cantábrica. Cuando los días de temporal coincidían con una abundancia de pesca en las aguas próximas a San Sebastián, y el viejo puerto donostiarra se llena hasta la saturación de barcos pesqueros en arribada forzosa, parece como si la flota entera de la costa norteña viniera aquí a tributar un homenaje a la memoria de don lgnacio Mercader.


La pesca marítima es una actividad de temporada. Hay épocas en las cuales el viejo puerto donostiarra parece dormido, casi diríamos encantado: silencioso, pulcro, con sus pilas bien ordenadas de cajas vacías, los carros bajo los soportales de las pintorescas casas de los pescadores, las cubas boca abajo. Parece mentira que este escenario sea el mismo que durante la costera de la sardina o la anchoa, del besugo o el chicharro, del bonito, cuando los vaporcitos entran y salen sin pausa, se agita con un tráfago incesante, hecho de mil ruidos distintos que armonizan en una sola sinfonía, y de cien tareas diferentes que concurren a una sola y fundamental: la descarga de las capturas y su envío a los mercados del interior. Son días y noches de tarea apresurada, en que las gentes de la pesca han de aprovechar al máximo la riqueza que está cerca y muy pronto se alejará, obedeciendo esas leyes misteriosas del ciclo biológico de cada especie, de la meteorología o incluso del azar inescrutable. Esta permanente aventura y el riesgo también permanente del trabajo a bordo, son el origen de la especial psicología del pescador: sufridor, abnegado, imprevisor, viviendo con cuatro cuartos en las épocas de penuria, y derrochando el dinero cuando viene una buena costera. No deja de tener su sentido el que en San Sebastián, ciudad burguesa por definición, popularmente se le denomine barrio de la jarana a éste de los pescadores.


Entre dos viejos barracones de tablas, almacenes de redes trabajos de pesca, adosado a un torreón antiguo del castillo, el busto de Mari, José María Zubía, modesto patrón de pesca, que reiteradas veces arriesgó su vida para salvar la de sus semejantes. Hasta que un día de enero de 1866, a la vista de centenares de personas que desde la costa seguían anhelantes su denodada actuación, la perdió al volcar las olas la embarcación, cuando intentaba un nuevo salvamento.


Un poco más adelante nos encontramos con dos edificios, sede de instituciones en las cuales podemos considerar resumida toda la secular historia donostiarra en lo que se refiere al puerto, al tráfico marítimo y a la razón de ser de la población en su faceta civil. Uno de los edificios, de moderna y pesada construcción en piedra y ladrillo, es la Cofradía de Pescadores, sucesora en el tiempo de la secular Cofradía de Santa Catalina de Mareantes y Navegantes. El otro edificio que, con su estructura alargada y su torre campanario, tiene cierto aire y apariencia de iglesia, está hoy dedicado a menesteres burocráticos del Ministerio de Obras Públicas, fue sede de la Ilustre Universidad, Casa de Contratación y Consulado, y también de la Capitanía del Puerto.


La fundación -allá a mediados del siglo XII- de la villa, hoy ciudad, de San Sebastián no tuvo otra finalidad que dotar al reino de Navarra de un puerto marítimo; fue fruto de la clásica tendencia de los estados continentales de obtener una salida al mar. Mientras Guipúzcoa permaneció bajo soberanía navarra y, más tarde, durante toda la Edad Media, en que sus soberanos son ya los de Castilla, San Sebastián cumple, con perfecta continuidad, su función de puerto de Navarra. Y ello por encima de la frontera navarro-castellana, superando estados de guerra entre las dos monarquías, pues la Villa obtiene, lo mismo de Navarra que de Castilla, privilegios que le permiten mantener abierta ruta comercial. Este, por lo que se refiere hacia el interior, que por lo que hace a las relaciones comerciales de San Sebastián hacia el mar abierto, sabemos que su tráfico abarcaba toda la costa atlántica y llegaba al Mar del Norte y al Báltico. Así lo indica el hecho de que la Liga Hanseática -Hamburgo, Lubeck, Bremen, y otras muchas ciudades- tuvo en la villa un consulado o depósito comercial, cuyo recuerdo se conserva en el rótulo de la calle de los esterlines, que es el nombre con el que eran conocidos los comerciantes hanseáticos, cuyas monedas también llamadas esterlines o esterlinas eran de circulación corriente en el mercado donostiarra medieval. La vida del puerto de San Sebastián aparece centrada en torno a la Cofradía de Santa Catalina, cuyo mayordomo desempeñaba al mismo tiempo funciones de gobierno, administrativas y de justicia. Reorganizada la Cofradía de Santa Catalina en la época de los Reyes Católicos, los cuantiosos ingresos que obtenía del llamado derecho de cayaje, la participación en el diezmo viejo, la renta de las lonjas, los impuestos sobre el tráfico de hierro, etc., le permitieron acometer las obras de construcción de muelles, en los puertos de San Sebastián y Pasajes. La pesca de la ballena y del bacalao contribuyeron asimismo en gran medida a la prosperidad comercial de la ciudad.


Las guerras, la casi desaparición de las ballenas en estas aguas, el auge de los puertos de Bilbao y Bayona, los pleitos en torno al de Pasajes, determinaron en el siglo XVI una decadencia en la vida comercial donostiarra. Para hacerle frente, fue fundado en 1682 el Consulado y Casa de Contratación de San Sebastián, a semejanza de los que en Sevilla, Bilbao, Burgos, etc., ya existían. Su actuación sobre todo se concretó en la mejora de los muelles del puerto de San Sebastián, apertura de nuevos caminos, constitución de una Compañía Mercantil de Ballenas -que no dio grandes resultados; y sobre todo, formación de la Compañía de Caracas, que trajo gran prosperidad a la ciudad. Dedicada principalmente al comercio del cacao, hasta entonces monopolizado de hecho por los holandeses, la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, tuvo una importante influencia en el desarrollo económico de Venezuela.


La Compañía de Caracas se fusionó más tarde con la Compañía de Filipinas, trasladó su sede a Madrid, y ya hace muchos lustros no es sino un recuerdo más del pasado histórico de San Sebastián. Pero sin embargo, todavía a fines del siglo XIX la tradición del comercio marítimo con Ultramar estaba viva en el puerto donostiarra y podemos recordar el aroma del cacao flotando aún hace pocos años en las calles próximas al puerto.


La Capitanía del Puerto, la tercera de las instituciones vinculadas a estos edificios de que hablamos, era la autoridad encargada de mantener el orden en los muelles y en los buques surtos en él. Hasta el año mil ochocientos sesenta y tantos, en el recinto del puerto donostiarra no había viviendas. Al caer la noche se cerraban las puertas que lo comunicaban con el interior de la ciudad, y en él sólo quedaban el Capitán del Puerto y los pocos hombres de las tripulaciones que pernoctaban a bordo. Aquella costumbre cayó en desuso cuando, después del derribo de las murallas, gracias al Ministro de la Guerra de la época, general Lersundi, fue autorizada -ya en el siglo XIX- la construcción de las viviendas que hoy dan tan fuerte sabor pintoresco a este barrio. Y con ello, la Capitanía del Puerto perdió su más espectacular prerrogativa.


Veamos ahora el reverso del antiguo sello del Municipio donostiarra: el castillo, cifra y síntesis de su historia militar. Ya hemos indicado antes cómo esta población, ha desempeñado siempre la función de clave o punto central de la defensa en una secular frontera de tensión: la hispano-francesa. En la larga y movida historia militar de San Sebastián fue factor importante la potencia de su castillo en el Monte Urgull y la fortaleza de las murallas en torno a la ciudad. Ambos elementos, castillo y murallas, constituían un conjunto poliorcético, del cual sólo se conserva hoy día la parte correspondiente a la montaña a cuyo amparo se formó la población.


Es un conjunto de construcciones diseminadas por el monte, convertido en parque público, el más hermoso que tiene la ciudad, con frondoso arbolado, paseos y explanadas que proporcionan bellas vistas, lo mismo hacia el mar abierto que al interior: desde la Batería de las Damas, el Puerto y la Concha; desde la Batería de Santa Clara, la costa con el cabo Machichaco al fondo, y el mar abierto; desde el Baluarte del Mirador, la cadena litoral montañosa, con la costa francesa en último término; desde la alta de la Mota, la ciudad extendida como un plano en relieve, y allá, al fondo, las montañas del interior de Guipúzcoa y las primeras estribaciones navarras.


El Castillo del monte Urgull estaba constituido por tres elementos defensivos escalonados en altura: la primera circunvalación, la explanada alta del monte y la fortaleza de la Mota. Sus construcciones son de distintas épocas y en general según se va ascendiendo en altura va siendo más antigua la fortificación.


La primera circunvalación del castillo está constituida, a media altura del monte, por una serie de baterías enlazadas por muros aspillerados y caminos de ronda, todo ello bastante degradado por el tiempo y por reformas poco afortunadas. La batería de las Damas (fines del XVII) y la de Santa Clara (principios del XVIII) tenían por objeto defender el puerto y la boca de la bahía. La batería de Bardocas (primera mitad del S. XVIII), en la ladera Norte del Monte, estaba destinada a proteger el monte contra un eventual ataque y desembarco desde el mar abierto. El baluarte del Mirador (de mediados del siglo XVII) encima de San Telmo tenía por misión cubrir la desembocadura del río y, al mismo tiempo, era la puerta de entrada al recinto militar del monte. El camino principal de acceso al castillo, que comienza entre la Parroquia de Santa María y el convento de Santa Teresa, sube en fuerte pendiente hasta este Baluarte del Mirador. Una pequeña plaza de armas da entrada al paso en túnel, a cuyos lados se abren un cuerpo de guardia a la izquierda y a la derecha el alojamiento de la tropa, con una escalera interior a la plataforma superior, en la cual se conservan bien los merlones, embocaduras de los cañones y banquetas de tiro para la infantería, todo ello haciendo frente al camino de acceso al castillo.


Este, con pendiente más pronunciada y difícil trazado, sigue por la contraescarpa del monte, hacia la explanada superior, pasando por encima del Cementerio de los Ingleses. Este es el rincón romántico por excelencia del Monte Urgull: en una pequeña explanada al pie de los farallones rocosos y las altas murallas de la fortaleza, entre recortados arbustos, se alzan como una docena de tumbas. En la roca, una lápida dedicada a los muertos que sólo Dios conoce puede servir de lema a este poético cementerio. No se sabe exactamente cuándo empezaron a ser inhumados aquí ni quiénes fueron todos los soldados que reposaron en esta tierra militar. Pero la tradición popular enlaza tan bello paraje con los británicos que tomaron parte en el asalto a la ciudad en 1813 y con los de aquella Legión de Voluntarios de Sir Lacy Evans que, durante la primera Guerra Carlista, luchó al lado de los cristinos. De estos últimos fueron los dos Coroneles Tupper y Olivier de Lancey, que eran primos hermanos y murieron en la Batalla de Oriamendi. A la misma época corresponde la tumba de Mistress Callender, esposa de un Inspector General de Hospitales de tal apellido. Y también la del Mariscal de Campo español Don Manuel Gurrea, muerto en el puente de Andoain, sobre el cual y montado a caballo le representa un relieve de su tumba. Inglés también era el célebre Coronal Ricardo Fletcher, autor de las famosas líneas fortificadas de Torres Vedras que contuvieron el asalto napoleónico a Portugal, brazo derecho de Wellington y Graham en el sitio de 1813 y muerto en el asalto a la ciudad el 31 de agosto de triste memoria. Otros nombres, éstos españoles, el de Latasa, Gobernador del Castillo, y el de Don Pedro José de Berasaluce y Elorza van unidos a este paraje evocador, donde reposaron, frente a la inmensidad del mar, soldados que hace ya muchos lustros encontraron la eterna paz.


El camino antiguo al Castillo, de acusada pendiente y difícil trazado, sube desde la puerta del Baluarte del Mirador hasta la explanada alta del monte, en donde entra por una poterna en zig-zag abierta en el espesor de los muros de la batería del Huerto del Gobernador. Esta, cuya fecha de construcción puede situarse entre los años 1719 y 1728, constituye un interesante conjunto de emplazamientos para la artillería, casamatas, parapetos, etc. Ocupa el extremo occidental de la explanada alta del monte, que se extiende por todo el crestón superior del monte Urgull, en forma alargada, con orientación Este-Oeste. En el otro extremo, el oriental, está emplazada la batería de Santiago, de la primera mitad del siglo XVII, constituida por dos planos, uno superior de magníficas vistas sobre la bahía y alta mar, y otro, un poco más abajo, que conserva bastante bien sus obras fortificadas.


En el centro de la explanada cimera del monte Urgull se alza la fortaleza de La Mota. (Este nombre es característico de las obras fuertes cristianas en la Edad Media de la fortificación permanente, en contraposición al de Alcazar, derivado de las voces arábigas Alcazaba, Kasbah). Es un edificio de formidable robustez, construido y reformado a lo largo de siglos. Después de años de abandono, en el segundo tercio de esta centuria se han realizado en él importantes obras: primero para establecer sobre el mismo el Monumento al Sagrado Corazón de Jesús y la Capilla aneja al mismo:.y después otras más acordes con el carácter castrense del lugar de rehabilitación de las fortificaciones y establecimiento de un museo militar.


La fortaleza está formada por un edificio principal -el castillo de Carlos V- y otros menores sobre una plataforma de planta pentagonal apoyada en enormes muros, de impresionante altura. A esta plataforma se puede entrar por dos puertas: una más antigua, en el ángulo sureste, y otra, más moderna, en la cara norte. Ambas tienen el mismo diseño: una escalera que sube hasta un torreón aislado, en el que venía a apoyar el tablero de un puente levadizo- hoy convertido en puente fijo de piedra- por donde se llegaba hasta la puerta abierta a gran altura en el muro. La puerta del sureste probablemente es de la época de los Reyes Católicos, y a pesar de las reformas posteriores aún se adivina la traza que tuvo en tiempos: dos pequeños torreones redondos flanqueando el arco de entrada sobre el cual aún se ven las hendiduras por donde pasaban las cadenas del puente levadizo. Cuando en tiempos de Carlos V se hizo la importante reconstrucción del castillo, ampliándolo hacia el Norte, la puerta sureste perdió importancia, convirtiéndose en simple poterna. Le sustituyó como entrada principal a la fortaleza la Puerta Norte, en la fachada que mira hacia el mar y ante la cual se extiende el rebellin que parece, en lo alto del escarpe del monte, a plomo sobre el Paseo Nuevo, un poderoso tajamar.


Pasada la puerta, tras subir una escalera en ángulo, se entra en la plataforma o Plaza de Armas, en donde se encuentran un hermoso edificio de acuartelamientos de principios del siglo XVIII-, el aljibe con su brocal, la Capilla del Santo Cristo de la Mota y la escalera -exenta de acceso al segundo puente levadizo, por donde se entraba a la planta baja del Castillo propiamente dicho, el de Carlos V. Este es un gran edificio de traza cuadrada y dos plantas. La primera, a cierta altura sobre el suelo de la Plaza de Armas, estaba formada por varias salas abovedadas, de las cuales sólo se conserva intacta una. Las otras fueron destruidas a la dinamita para rebajar el suelo de la capilla moderna que ocupa toda la planta segunda. Esta, en tiempos anteriores, estaba constituida por un patinillo central y una serie de dependencias alrededor; una de ellas, la residencia del gobernador. De allí se salía al Macho, que es de forma semicircular y en parte está constituido por la roca viva cimera del monte, con un parapeto de ladrillo desde el cual se disfruta de una maravillosa vista de la ciudad y de sus montañas circundantes.


Las construcciones que constituyen el conjunto de la fortaleza de la Mota son, en su casi totalidad, fruto de la renovación que se hizo del castillo medieval en el reinado del Emperador Carlos V, con diversos aditamentos que alcanzan hasta principios del siglo XVIII.


El castillo de la época de la dominación navarra, contemporáneo -y quizás incluso anterior a la fundación de la villa de San Sebastián (segunda mitad del siglo XII) consta existía en el año 1200, pues fue uno de los que se entregaron a Alfonso VIII tiempo de la unión de Guipúzcoa a Castilla. De su forma primitiva nada sabemos; de ella es posible sea una imagen gráfica el grabado que figura en el reverso del sello del siglo XIII a que más arriba nos hemos referido, y coincide en sus líneas generales con las descripciones hechas a fines del siglo XV: una torre cuadrada, supervivencia de la obra más primitiva, harto fuerte y alta, de doce pies de hueco y cuatro aposentos uno encima de otro. En torno, dejando una calle descubierta, lienzos de muralla almenada y en los cuatro ángulos sendos torreones redondos, también con almenas, y una puerta orientada al este, defendida por una barbacana sobre canecillos con dos torreones redondos a los lados.


A principios del siglo XVI, al convertirse la raya francoespañola en una permanente frontera de tensión, como consecuencia de las guerras entre el Emperador Carlos y Francisco I, la plaza fuerte de San Sebastián vino a adquirir una importancia de primer orden. Por otra parte, el paso de los años y la importancia que adquiere por esta época la artillería, imponen una renovación total de las fortificaciones de San Sebastián, que habían quedado anticuadas. Por lo que se refiere a las murallas que circundaban la población, ya veremos más adelante en qué consistió la renovación; en la fortaleza de la Mota, ésta fue total. Se realizó entre 1528 y 1552 y desde el primer momento se advierte en cuánta medida interviene en ella el factor nuevo de la artillería. Según parece, la primera traza la hizo el Prior de Barleta, a petición del propio municipio donostiarra que hizo llegar hasta el Rey su inquietud por no haber en ella asiento para la artillería. De 1530 es la aprobación real del proyecto formulado por Sancho Martínez de Leyba, Capitán General de la Provincia de Guipúzcoa, y Pedro del Peso, Contador de la Artillería Real (proyecto que sustancialmente debía ser el mismo del Prior de Barleta) y en los años 1535 a 1548 se suceden los documentos dando cuenta de la marcha de las obras, las cuales, por lo que se deduce de un plano-vista de San Sebastián del año 1552, ya prácticamente estaba terminado para dicha fecha.


La fortaleza hecha en esta época está constituida por el Macho semicircular, en el que se advierten partes de roca viva en la que fue tallado y recrecido el castillo primitivo, y un edificio cuadrado en la parte Norte (lo que se suele llamar Palacio del Gobernador) cimentado también en la roca; unas hermosas salas abovedadas semisubterráneas aprovechando el desnivel del suelo, escalera ante la puerta, puente levadizo (hoy fijo, de piedra, sobre el cual se advierten las ranuras donde jugaban las cadenas y contrapesos del tablero movible) con sobre-puerta sobre canecillos y escalera exenta de acceso al puente. Todo ello está rodeado por una muralla de forma pentagonal, con emplazamientos artilleros, que cierra la Plaza de Armas y en la cual, por una carta del ingeniero Gerónimo de Soto, sabemos que en 1639 se había construido ya un cuartel para soldados. En un plano de 1641 aparece ya la poterna del ángulo Sureste con dos torreones y chapitel; y también el baluarte del ángulo Suroeste, algo más bajo. Y en otro de 1669 se ve el rebellin ante la Puerta Real, al Norte de la Fortaleza, en el cual se repite exactamente la misma fórmula de puerta, puente y escalera exenta que para el recinto interior.


Junto a las escaleras que forman parte del dispositivo defensivo de la entrada a la fortaleza, estaba la capilla del Santo Cristo de la Mota, imagen de pequeñas dimensiones, obra probable del siglo XVII, objeto de gran devoción por parte de los donostiarras durante siglos y a cuya protección la piedad donostiarra atribuyó que no tuviera mayores consecuencias la desastrosa voladura que un rayo provocó en el polvorín en el año 1688. Esta imagen ha retornado a su capilla reconstruida, desde el Hospital Militar «General Mola», en el barrio de Atocha, después de haber estado en los establecimientos de la misma índole que ha habido, primero en la Calle Campanario y luego en el Alto de San Bartolomé.


Las destrucciones causadas por la voladura de 1688 fueron considerables y según una información de 1696, todavía los edificios estaban sin tejado, las cisternas en mal estado y sin enlosar la plaza de Armas. Un plano de 1719 indica que se había restaurado ya la fortaleza y estaba hecho el edificio de dos alas en ángulo recto donde ahora está instalado el Museo Militar.


En resumen, pues, puede decirse que las construcciones de la fortaleza de la Mota existentes hoy, aparte de algún resto insignificante aunque de gran valor histórico, que pueda subsistir de la estructura medieval, se escalonan desde la primera mitad del siglo XVI hasta principios del siglo XVIII.


Aditamento ya del siglo XIX es la espadaña que junto a la poterna del ángulo Sureste se hizo para colocar en octubre de 1875 la campana que existía hace 70 años en el antiguo Consulado con el objeto de advertir al vecindario el fuego de cañón enemigo, según dice un Diario de San Sebastián de aquella época. Por cierto que Pío Baroja dice que esta campana era china; si los recuerdos de infancia del escritor donostiarra fueran veraces, resultaría sugestivo preguntarse por qué caminos llegó hasta aquí, qué capitán o piloto de la carrera de Manila la trajo, quizás tomada en buena lid a algún junco pirata... Pero nos tememos que aquí se le haya disparado la fantasía a nuestro buen don Pío, pues por otro lado tenemos referencias de que aquella campana fue después a parar a la pescadería vieja de la Brecha, donde se empleaba en la subasta, y a nadie le llamó la atención sus características orientales, aunque bien a la vista estarían. El hecho es que no sabemos dónde fue a parar después esta vieja campana del Consulado destinada a usos marciales en el Castillo durante el asedio de la ciudad por los carlistas, que tenían emplazadas unas baterías en el monte Arratsain. Cada vez que disparaba una pieza, al ver el fogonazo, los vigías del Castillo hacían sonar la campana; al oirla, repetían el toque en la torre de Santa María, y la gente corría a refugiarse en los portales. Era la defensa pasiva de la época, contra aquellas bombas que, si no se quedaban cortas y caían en la bahía, la mayor parte de las veces bien poco daño hacían, pues rara vez explotaban. Aún así, no dejaron de causar víctimas, entre ellas el pobre Vilinch -Indalecio Bizcarrondo que vivía en una buhardilla del Teatro Principal, donde era conserje: el día de San San Sebastián, cayó allí una bomba y le destrozó las piernas, muriendo a consecuencia de las heridas.


Vilinch era bersolari, con todo lo que esto significa de agudeza de ingenio y de facilidad de improvisación; y al mismo tiempo era poeta, por sus delicados sentimientos y por la gracia con que sabe manejar los más finos matices de la lengua eúscara. Su muerte causó gran impresión en la ciudad, de cuya alma popular casi pudiéramos decir que fue la más genuina personificación. Aún hoy se cantan canciones suyas, como aquella tan graciosa de


Bein batian Loyolan


erromeriya zan...


(En cierta ocasión, en Loyola había una romería...).


La composición dedicada a Conchesi es deliciosa, y la narración en verso de Juana Vishenta Olabe probablemente narrando un suceso real, acaecido en el día de Santo Tomás es toda una estampa del San Sebastián de mediados del XIX, sobre la cual Ricardo Baroja escribió un precioso cuento en castellano.






Cap.IV - EL BURGO VIEJO

Allá por los lejanos años en que comenzaba el siglo XII, cuando era el prin estado penínsular, Navarra tenía su salida al mar por el puerto de Bayona. Para Bayona, el siglo XII fue un período de gran auge, determinado sobre todo por el factor marítimo. Protegido por Guillermo VII de Aquitania y por los reyes Ricardo Corazón de León y Juan sin tierra, gobernado por una oligarquía de armadores y comerciantes, el puerto bayonés mantenía un tráfico extraordinario, en el cual era capítulo muy importante el comercio con Navarra. Pero Bayona no pertenecía a los reyes navarros y por ello resultaba cosa natural que el Rey Sancho el sabio aspirase, a tener un puerto suyo, en territorio bajo su dependencia. La elección recayó sobre la bahía en forma de concha donde, en una minúscula península, se alzaba aquel monasterio de San Sebastián que sus antecesores tan generosamente protegieron. Y probablemente al escoger la bahía de San Sebastián, para organizar aquí el puerto por donde Navarra se asomaría al mar, Sancho el sabio no hizo sino dar estatuto de villa a una agrupación de gentes -de traficantes marítimos- que venían empleando tan espléndido puerto natural en sus navegaciones.


En aquellos siglos medievales, los reyes navarros se esforzaban por atraer pobladores de fuera de sus reinos que vinieran a llenar el vacío demográfico producido por las guerras de reconquista o por insuficiente poblamiento indígena. El procedimiento para ello era la concesión de los fueros municipales: privilegios a las personas en materia de impuestos, justicia, servicio de armas, comercio- y un sistema de auto-gobierno para la propia villa. Esto es lo que en realidad significó el otorgamiento, por aquel monarca, del Fuero de población de San Sebastián, importante texto jurídico medieval español -como que es el primero de la Península que contiene ordenaciones de índole marítima- cuya fecha se desconoce, aunque queda delimitada entre los años 1150 y 1198. Fue un intento logrado con éxito de atraer a su solar aquella clase de armadores y comerciantes que en aquel momento personificaban el máximo progreso náutico.


Lo que los geólogos llaman el tómbolo donostiarra presentaba condiciones óptimas para la empresa. Comenzando por el emplazamiento: al socaire del monte Urgull que le protege de los temporales del Cantábrico, la lengua de arena entre las dos bahías de la Concha y de la Zurriola prestaba un solar ideal para establecer una población, fácil de defender por el frente de tierra. La ensenada de la Concha ofrecía un excelente puerto de refugio para las embarcaciones y la desembocadura del Urumea marcaba el inicio de la línea de penetración que, remontando su curso y el del Oria, constituye el camino natural hacia Navarra. Excelentes condiciones geográficas que justifican la elección de Sancho el Sabio en favor de San Sebastián y explican el éxito que tuvo en su propósito de trasplantar a este emplazamiento las instituciones mercantiles y de gobierno municipal que habían creado la prosperidad de Bayona.


En el estado actual de los conocimientos históricos sobre esta comarca, no es posible saber con certeza si la fundación de la villa de San Sebastián se hizo sobre un núcleo de población vascongada existente con anterioridad. Es probable, pero de hecho la población indígena resultó pronto sumergida por la afluencia de gentes venidas al amparo del Fuero. Siendo Bayona, en el siglo XII, una villa de población eminentemente gascona y procediendo de allí la mayoría de los nuevos pobladores, nada tiene de extraño que San Sebastián desde sus primeros años históricos se viera marcado por un sello de neto gasconismo. Este se manifestaba en todos los órdenes, desde la lengua hablada -que durante siglos fue el gascón hasta las instituciones mercantiles. Tal sello se advierte incluso en el carácter propio de los donostiarras, que, en contraste con la gravedad vascongada de sus circunvecinos, tienen un aire jovial y despreocupado, por lo que con palabra vascuence se les suele denominar cascariñas, esto es, cabezas ligeras.


El solar de la primitiva villa donostiarra venía determinado por la topografía: un rectángulo en el arenal al pie del monte Urgull. Cuatro lienzos de muralla, de importancia y fortaleza muy distinta, lo circundaban. Los dos lados menores correspondían a los frentes marítimos: la Concha y la Zurriola. Enlazando ambos, por el lado del monte, corría un muro que nunca tuvo mayor importancia. En cambio sí la tuvo siempre, y muy grande, la muralla que corría por el otro lado mayor, la que cubría el llamado frente de tierra. Reforzada y aún reconstruida varias veces, constituyó la defensa principal de la plaza. A través de los planos y mapas antiguos se puede seguir su evolución, hasta llegar al año 1863 en que fue derribada, entre el júbilo unánime de la ciudad que con ella veía caer el cinturón de piedra que impedía su crecimiento. En los últimos tiempos, la cara interior de esta muralla corría aproximadamente por la acera Norte del paseo del Bulevar, la punta más avanzada del glacis venía a quedar, poco más o menos, donde hoy se alza la Iglesia de los Jesuitas.


Dentro de este rectángulo se apiñaba el casco urbano de San Sebastián. Había poco terreno disponible, lo que obligaba a hacer calles estrechas. Además, en la construcción de las casas predominaba la madera, y los pisos y aleros avanzaban sobre la calle, hasta casi tocar con los situados enfrente. Así la población era fácil presa del fuego, ese gran enemigo de las ciudades antiguas. San Sebastián sufrió mucho por este concepto; sólo en los dos siglos y cuarto que corren desde la segunda mitad del siglo XIII hasta finales del XV, los anales registran ocho grandes incendios, de los cuales seis destruyeron totalmente el casco urbano. Pero los donostiarras, con tesón realmente admirable, volvían a reedificar su villa sobre el mismo solar. Tal sucesión ininterrumpida concluye con la quema total de enero de 1489; sus llamas no son -como las veces anteriores- un avatar desgraciado en la vida de la villa. Esta vez significan algo muy distinto y muy importante: alumbran el momento histórico en que San Sebastián sale de la Edad Media y entra en la Moderna.


Arrasado el casco urbano por el fuego, sin duda fue aqueIla una ocasión crítica para la misma existencia de la Villa de San Sebastián. En tal coyuntura, la población tuvo la fortuna de contar con un Cabildo Municipal clarividente y al mismo tiempo con la decidida protección de los Reyes Católicos. En efecto, estos expiden en dos días sucesivos, 20 y 21 de Mayo, una serie de privilegios: casi todos son de carácter económico, y proporcionan al Municipio los recursos para acometer la reconstrucción. Para gestionar esta protección real, gestión coronada por el éxito, los dos alcaldes de San Sebastián cruzaron casi toda España, hasta el campamento de Don Fernando y Doña Isabel en Jaén.


En la memoria de los donostiarras actuales se ha borrado el recuerdo de los beneméritos regidores que en aquella dramática coyuntura replantearon con su actuación decidida y acertada la vida de San Sebastián. Y es digno de perdurar, pues su actuación cabe compararla con los que, en análoga situación, se reunieron en Zubieta para decidir la reconstrucción de la ciudad destruida por los aliados en agosto de 1813.


Sobre todo como fruto del acuerdo de proteger la construcción de casas de piedra y limitar los salientes de los edificios sobre las calles, a partir de aquel momento prácticamente desaparecen de la historia de San Sebastián los grandes incendios: ya sólo se registra uno -en 1630- y éste destruyó nada más que 140 casas; hasta que el 31 de agosto de 1813, las tropas anglo-portuguesas asaltan la ciudad. En ésta se habían hecho fuertes las fuerzas napoleónicas y los soldados de Lord Wellington, con vandalismo del que ya habían dado muestras en otros lugares de la península, saquean e incendian la población. De ella no se salvaron sino 36 casas, la mayoría situadas en el lado más próximo al monte de la calle entonces llamada de la Trinidad y que hoy se denomina con la fecha de aquel triste episodio.


El fuego, el saqueo y las atrocidades cometidas por la soldadesca desenfrenada dejaron totalmente arrasado San Sebastián y arruinada su economía. El día 8 de septiembre. cuando aún estaba ardiendo la ciudad, los alcaldes, síndicos y regidores de ella se reunieron en la casa solar de Aizpurua, en el barrio de Zubieta, junto a Lasarte, para tomar acuerdos sobre la reconstrucción. Difíciles y penosos fueron los primeros pasos, pero también en la presente situación pudo contar San Sebastián con la protección real, aunque la de Fernando VII en este caso no fuera ni tan eficaz ni tan inteligente como la que en el siglo XV otorgaron los Reyes Católicos. De todos modos, en el año 1816, tras largo y cominero expedienteo, arranca potente la empresa de la reconstrucción. El gran artífice de ella fue el arquitecto Don Pedro Manuel de Ugartemendía: durante veintitres años, desde 1813 hasta 1836, trabajó incesantemente, soportando contrariedades, sufrimientos e, incluso, a veces inmerecidos reproches. De su actividad, y también del espíritu emprendedor de los donostiarras de la época, da idea el hecho de que para el año 17 los planos de la ciudad indican que ésta ya tenía ocupados por nuevos edificios más de la mitad de los solares que había dejado arrasados el incendio de 1813.


La ciudad fue reconstruida casi, como quien dice, de una vez; y el casco urbano de aquella época -la hoy llamada parte vieja- se caracteriza por su uniformidad y la regularidad en sus calles y en el alzado de sus casas. Tanto que, cuando Víctor Hugo llega a San Sebastián en 1843, al ver la población desde el alto de Aldapeta, escribe, no sin cierta exageración pero con acierto descriptivo, que semeja una libra de chocolate, con sus diecieseis onzas.


En este casco urbano, de aspecto tan moderno y uniforme, sólo algunos edificios salvados de los repetidos incendios son testimonio de las varias veces secular historia de la ciudad. Prácticamente, están agrupados todos en la calle 31 de agosto y sus inmediatos aledaños los más destacados son las dos parroquias que antaño se denominaban intramurales -Santa María y San Vicente y los dos conventos de Santa Teresa y de San Telmo, con algunas casas mejor o peor conservadas pero de evocador aspecto antañón.


Comenzando el recorrido por el lado del puerto, según se sube una escalera moderna adosada a la muralla, se advierte en ésta un arco apuntado, único resto existente de una antigua puerta entre el interior de la villa y los muelles. Es la salida de un pasadizo con escaleras por debajo de la torre de los Sagramenteros, en la actual calle de la Virgen del Coro. Esta calle casi plazuela- es una auténtica encrucijada de calles antiguas, de viejas casas y de recuerdos históricos.


A ella confluyen, por la derecha, el paseo sobre la muralla del frente del mar, sobre el puerto; la calle Mari, que sube en plano inclinado desde la del Puerto; y la calle del Angel, estrecha y de mucho carácter, que salva el mismo desnivel con unas escaleras. Por el lado de la izquierda se abren los accesos antiguos al Castillo: primero una empinada escalera y luego -pasadas dos casas antiguas, muestra típica de la construcción urbana donostiarra anterior a 1813 una calle en cuesta. Ambas llevan a una poterna, por donde se entra al hoy llamado Paseo de los Curas, y que no es sino el camino de ronda sobre la muralla que Tiburcio Espanochi, el famoso ingeniero de Felipe II, construyó como primer tramo de la circunvalación baja del castillo. Un poco más adelante, entre la antigua Casa de La Torre y la Iglesia de Santa María, la calle en cuesta que luego se convierte en dura pendiente para subir al Baluarte del Mirador, puerta principal de acceso al recinto militar del monte. Casi enfrente de la subida al Castillo, desemboca la calle del Campanario, que, con su pulcritud y su aire silente, sus casas sin tiendas, y el puentecillo que cabalga sobre la calle del Puerto, constituye un remanso de quietud en la siempre atrafagada parte vieja donostiarra. Esta calle del Campanario está en un plano superior a las contiguas porque corre por encima de la muralla medieval. Toma su nombre de la torre de los Sagramenteros que durante siglos existió, aproximadamente, en donde desemboca en la encrucijada de la Virgen del Coro. Los sagramenteros, oficiales de justicia y policía urbana, tenían en ella su cárcel; estaba construida sobre un pasadizo abovedado por donde comunicaba la ciudad con el puerto y lo coronaba una aguda flecha con cuatro chapiteles en los ángulos. La torre sobrevivió al incendio de 1813, siendo derribada después.


Antes hemos hecho alusión al Convento de Santa Teresa. Conviene que antes de continuar adelante, fijemos la vista en él, prestemos un momento atención a su estampa abulense. Visto desde el arranque de la cuesta de subida al Castillo, parece una sabia escenografía construida para sugerir una idea de ascensión espiritual por vía ascética: la larga y tendida escalinata al par del muro conventual de innúmeras ventanitas con gruesos barrotes de hierro, y al final la sólida torre en la cual la estatua de la mística doctora es la única nota de color, que centra y da sentido a aquella armonía de ocres oscurecidos por la humedad. En lo alto, la espadaña, recortándose sobre la masa arbórea del monte, encierra las campanas que regulan la vida de las sacrificadas monjitas carmelitanas y con sus voces de bronce elevan su oración a lo alto.


Fundado el convento en 1661, por manda testamentaria de Doña Simona Lajust, viuda de don Juan de Amezqueta, tuvo comienzos difíciles. La primera comunidad estuvo instalada en la Basílica de Santa Ana, situada aproximadamente donde hoy está la parte baja del convento. Era una aneja de la parroquia de Santa María y su sobrado o piso alto sirvió, en los siglos XIV y XV, como Casa Consistorial donostiarra, pues allí se reunía el Cabildo Municipal y se conservaba su rico archivo de privilegios reales y ejecutorias judiciales. El convento está construido robando terreno al monte, sostenido por enormes muros construidos en el siglo XVII merced a la munificencia de Don Miguel de Aristeguieta. El edificio fue levantado bajo la dirección del carmelita Fray Pedro de Santo Tomás, tracista de la orden, habiendo sido consagrada su iglesia en el año 1686.


En contraste con la vida recoleta y sacrificada de las monjas carmelitanas de Santa Teresa, al pie mismo de su convento, en las calles que forman la encrucijada de la Virgen del Coro, se acumulan las llamadas sociedades populares: Gaztelubide, Aitzaqui, Aitzepe,y Ollagorra, Zubigain, Illumpe e Itzalpe, y Euskal-billera. En el resto de San Sebastián hay otras muchas; y aún en la provincia, pues muchos pueblos las han establecido a su imitación. Es un tipo de entidad que, aunque no muy antigua en la vida de San Sebastián, responde tan bien al carácter jovial y a las aficiones a la buena mesa de los donostiarras que bien puede decirse son instituciones con carta de naturaleza en la ciudad. Todos los donostiarras sabemos lo difícil que resulta explicar al forastero lo que es, en realidad, una sociedad popular de San Sebastián: si la describimos sólo como un restaurant particular, en donde los socios se reúnen para comer y beber, donde los mismos comensales cocinan siempre bien y a veces con perfección exquisita- y se sirven la mesa, en cuyas bodegas hay siempre excelentes vinos, las mejores sidras y los más finos chacolís; todas estas notas no bastarán para pintar el cuadro. Es todo eso, pero al mismo tiempo es un ambiente especial, en donde se codean hombres de profesiones y clases muy distintas predominan la clase media y los artesanos- en un plano de dionisíaca fraternidad. Y, lo que es muy importante, fuera del elemento femenino familiar, siempre vigilante. Este último rasgo es fundamental para explicarse las sociedades populares donostiarras: las mujeres no tienen acceso a sus locales, y el aire de libertad interna con que en ellas se producen los socios quizás tenga su raíz profunda en ese poderoso sentido matriarcal que tiene la familia vascongada, de la cual el donostiarra no olvidemos su raigambre no-vascongada, sino gascona se evade yendo a la sociedad, en alegre camaradería masculina en torno al fogón y unas botellas de sidra bonita.


Mas ya es hora de que abandonemos esta encrucijada de la Virgen del Coro, y bajemos las amplias escaleras que solemnemente conducen al atrio de Santa María. Estamos ante la Iglesia Matriz de la Ciudad, hermoso templo barroco construido en el siglo XVIII para sustituir una iglesia gótica anterior ruinosa, -algunos restos escultóricos de ella se conservan en el Museo de San Telmo- la cual a su vez era una reconstrucción sobre otra anterior que sufrió graves daños en el incendio total de la villa en 1278. En opinión del Marqués de Lozoya es la más bella iglesia barroca de las tres provincias. Comenzaron las obras en 1743, según los planos de Pedro Ignacio Lizardi y Miguel de Salezan; pero la realización de la obra se debe a uno de los más grandes arquitectos vascos: Francisco Ibero. Hijo de Ignacio, arquitecto también, nació en Azpeitia en 1724; se formó junto a su padre, que fue el realizador de los planos de Carlos Fontana para el Santuario de Loyola, y trabajó intensamente en todo el País Vasco, que nunca quiso abandonar. La obra más lograda de Francisco Ibero fue sin duda esta parroquia donostiarra de Santa María, terminada de construir en el año 1764, y que le acredita como gran constructor. A su erección contribuyó en gran medida la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, que por aquel entonces pasaba por un período de gran prosperidad. Es de planta de salón, tradicional en las iglesias vascongadas, de tres naves. Tiene el crucero bien marcado en la planta, aunque no se acuse en el alzado mas que en la cúpula sobre el tramo central. Esta va cubierta por una falsa cúpula que, por caso curioso, es de madera y no semi-esférica, como parece vista desde abajo, sino muy rebajada. Ello se debe a que en el proyecto figuraba en su emplazamiento un cimborrio más elevado, con cuerpo de ventanas y media naranja de piedra; pero las autoridades militares vetaron su construcción, alegando que estorbaría la acción de la artillería del castillo. Los restantes tramos van cubiertos por bóvedas de crucería, de tradición gótica pero que en el Norte de España frecuentemente se emplean para cubrir iglesias barrocas. Las naves van separadas por esbeltas pilastras de planta cruciforme, de rica y delicada ornamentación, lo mismo que la cornisa y decoración interior. Dada la situación del templo, la puerta principal se abre sobre el crucero en la iglesia gótica anterior, estaba situada a los pies de la misma frente a la Calle Mayor, que le presta cierta visualidad. Tiene forma de una gran hornacina, según el diseño de los retablos churriguerescos, con cierta gracia en la decoración, flanqueada por dos torres no muy elevadas, pues estaban destinadas a armonizar con la perspectiva del cimborrio que como hemos indicado no se llegó a construir por oposición del Ramo de Guerra. Corona la fachada un nicho con una estatua de San Sebastian, que es una mediocre copia de uno de los Esclavos de Miguel Angel que hoy están en el Museo del Louvre.


El interior del templo cuenta con algunos buenos retablos e imágenes. El retablo principal, de cuatro columnas pareadas de orden corintio, fue proyectado por Don Diego de Villanueva y resulta grandioso, aunque frío, cual corresponde a obra del que fue Director de la Real Academia de San Fernando en una etapa de furor neoclásico. En el nicho central se cobija la imagen de Nuestra Señora del Coro, patrona de la Ciudad, objeto de gran veneración por parte de los donostiaras. Es una escultura de madera policromada, de unos 40 centímetros de alto. Está colocada en un trono del siglo XVIII, formado por un arco triunfal de plata y la peana, que es un árbol de madera dorada que nace en los hombros del Patriarca Abraham y se abre en cuatro ramas con otros tantos reyes de Judá, todo ello con claro sentido genealógico de la estirpe regia de María. En opinión del Padre Lizarralde, la imagen es de principios del siglo XVII y consta que la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas la veneraba por patrona cuando aún estaba colocada sobre un facistol del coro, viniéndole de ahí el nombre. Asimismo opina que es muy posible que la primitiva imagen de la Virgen venerada en esta Parroquia de Santa María sea una, muy bella, con el manto desplegado y sostenido por dos ángeles, que se conserva hoy en un almacén del Museo de San Telmo, a la cual ésta del Coro vino a sustituir en el lugar de honor del templo como fruto de una devoción más moderna, impulsada por la predilección de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, a cuyas expensas se hizo la reedificación de la Iglesia a mediados del siglo XVIII.


Los demás altares, unos barrocos, otros neoclásicos, tienen algunas estatuas buenas. Destacan una, sedente, de San Pedro, en el altar a él dedicado, y un San José, en el altar de San Pío V, obras de Felipe Arizmendi, escultor donostiarra de mediados del siglo XVII, que bien puede ser considerado como el mejor artista que haya producido Guipúzcoa en los siglos pasados. El altar de la Comunión, dedicado a Santa Catalina por el Consulado y Casa de Contratación, tiene un retablo churrigueresco, de gran tamaño y exhuberante decoración, obra de Tomás de Jáuregui, con la estatua de la Santa y un grupo de la Sagrada Familia, de la gubia de Juan de Mena. De Ventura Rodríguez es la traza de los altares de la Soledad y del Sagrado Corazón, de frío gusto neoclásico. Bajo el coro hay un altar de San Joaquín y Santa Ana, procedente de la antigua basílica de Santa Ana, antes mencionada. A la entrada del tránsito de Santa María, local semisubterráneo abovedado junto a la iglesia, se encuentra el Cristo de Paz y Paciencia, de poco mérito artístico pero que tiene el interés histórico de haber estado durante siglos colocado sobre el pasadizo de entrada a la ciudad, en la Puerta de Tierra, de donde se trajo a la Parroquia al derribar las murallas.


A espaldas de la parroquia de Santa María hoy hay una plaza irregular: es el solar de la antigua iglesia y convento de los jesuitas, fundado allá a principios del siglo XVII por el General Don Antonio de Oquendo y su mujer Doña María de Lazcano. Este don Antonio de Oquendo fue sin duda la figura más notable en una familia de marinos donostiarras que destacó en la historia general en la época de la Casa de Austria. Su padre fue don Miguel de Oquendo, a quien Felipe II otorgó el grado de General de Marina y participó en las jornadas de las Islas Terceras y de la Invencible. De la época de los Felipes III y IV fue Don Antonio de Oquendo, General primero de la Escuadra de Cantabria y después de la del mar Océano. A lo largo de 47 años de servicios en las armadas reales, participó en cientos de combates; sus actuaciones más destacadas fueron la batalla reñida ante la costa brasileña con el holandés Hanspater, cuando iba en socorro de Pernambuco, y la batalla de las Dunas, también en una expedición de socorro a las guarniciones españolas en los Países Bajos. Hijo natural de éste fue otro Miguel de Oquendo, también General de la Escuadra de Cantabria, menos afortunado que su padre en las empresas guerreras, así como sus nietos los Capitanes Miguel Carlos y Josef de Oquendo, lo que no fue óbice para que el primero de éstos recibiera de Carlos II el título de Marqués de San Millán, en retribución de las proezas de sus antepasados.


La fundación de la primera residencia de los jesuitas en San Sebastián fue muy movida. Sus novelescas incidencias son típicas del siglo XVII español, y revelan hasta qué punto podían llegar las rivalidades entre las distintas órdenes religiosas y el empecinamiento con que las corporaciones locales velaban por sus prerrogativas.


La primera idea de establecer una casa de la Compañía de Jesús en San Sebastián fue de Fray Prudencio de Sandoval, obispo de Pamplona, en visita pastoral hecha en 1619. Iniciada la fundación, comenzaron a agitarse los clérigos de la población y sobre todo los dominicos de San Telmo, que se hacían fuertes en una cédula real dada en 1531 por el Emperador Carlos V, en la que éste les prometía que no consentiría en adelante la fundación de otro convento en la villa. Los dominicos debían de tener mucha fuerza en el Ayuntamiento de entonces, pues consiguieron un acuerdo municipal prohibiendo que se detuvieran en San Sebastián los Padres de la Compañía, ni siquiera de paso. Pero los jesuitas se movieron en la Corte y lograron que el Consejo Real informara bien, y el Rey aprobara, la fundación proyectada. Sin embargo, cuando se disponían a llevarla a cabo, se encontraron con que la población era completamente hostil a sus propósitos. En vista de lo cual, consideraron más prudente entrar en ella secretamente, a medianoche, con la complicidad de un capitán juramentado, que les abrió la puerta de las murallas. Con el mayor sigilo se dirigieron a la casa que tenían prevista, adornaron de prisa una capilla y levantaron acta de la fundación ante testigos. El Padre Astrain, historiador de la Compañía, de quien resumimos este relato, dice que no es creíble el enojo que concibieron los enemigos de la Compañía, cuando se encontraron con los jesuitas dentro de San Sebastián y vieron que ya estaba hecha la obra; desde el mes de mayo, en que esto se hizo, hasta noviem. bre de 1626, recurrieron varias veces a las armas y pretendieron arrojar por fuerza a los intrusos, pero como éstos tenían también amigos y protectores, no dieron buen resultado las violencias intentadas. De éstas, la más fuerte fue un asalto nocturno, con arcabuzazos y pedradas, decidido en Consejo reunido en 16 de noviembre, que tampoco salió bien, porque los amigos de los jesuitas apostados en las casas vecinas respondían a ladrillazos. Las cosas ya habían llegado a tal término, que el Consejo Real encomendó el pleito al Virrey de Navarra que, hallándose próximo a San Sebastián y teniendo fuerzas militares para hacerse respetar, podía dar una solución e imponerla manu militari, si fuere necesario. Así lo hizo, fallando a favor de los jesuitas, en presencia de todas las autoridades de la población, y declarando, por si acaso, que si alguien se agitaba más en este negocio, allí estaba él para ahorcar enseguida a una docena de revoltosos. Con esto terminó la agitada historia de la primera fundación de los jesuitas en San Sebastián. Su colegio y residencia estuvo situado, como hemos indicado, entre la Iglesia de Santa María y el Convento de San Telmo. Una descripción de mediados del siglo XVIII dice de él: el Colegio de los Padres de la Compañía es de poca comunidad, pero de buena fábrica, Iglesia, sacristía y tránsitos, buena galería; hay muchas funciones de iglesia, sermones y novenas; aquí se enseña moral, gramática, leer y contar; aunque no muy elegante literiamente, la descripción es concisa y expresiva.


A la expulsión de la Compañía, en tiempos de Carlos III, el edificio fue convertido en hospital, más tarde en cárcel y por último sirvió de dependencias militares, para ser finalmente entregado a la piqueta, convirtiendo su solar en plaza donde adquiere algún desahogo el apiñado barrio viejo donostiarra. Un frontón, una cancha para el juego de bolos, el ábside de la iglesia de San Telmo y los vestigios de dos torreones de la vieja muralla de la villa dan carácter a esta plaza, bautizada recientemente con el nombre de la Trinidad, como recuerdo del que tuvo la calle hoy llamada del 31 de Agosto.


Contiguo al convento de los Jesuitas estaba el de San Telmo, mucho mayor que aquel, más antiguo, más artístico. Y también más afortunado, pues se ha salvado de la destrucción en su mayor parte, aunque hoy no cumpla su primitiva función religiosa, sino que está convertido en Museo Municipal.


Aunque con anterioridad hubo en este mismo solar un beaterio de la Orden Tercera de Santo Domingo y se dice, no sabemos con qué fundamento, que una ermita dedicada a San Erasmo o Sant Elmo; aunque la iniciativa primera de erigir allí un convento de Dominicos no fuera del mismo Alonso de Idiaquez; la realidad es que sin la protección de éste, sus importantes recursos y su gran influencia en la Corte, la fundación de San Telmo no hubiera sido posible. Este Don Alonso de Idiaquez fue secretario, hombre de confianza y compañera de viajes del Emperador Carlos V, a cuyo servicio estuvo durante veintinueve años consecutivos. El palacio de la familia Idiaquez en San Sebastián estaba situado en la calle Mayor. Era enorme: tenía más de cien metros de fechada a la misma y por detrás llegaba hasta la muralla de la calle del Campanario. Sin duda debía ser el más importante palacio de la población, pues en él se alojaban siempre las personas reales a su paso por San Sebastián: Carlos V, en viaje hacia Flandes, y Francisco I de Francia, al regresar de su cautiverio en Madrid, después de la derrota de Pavía; la reina Isabel de la Paz, tercera esposa de Felipe II;! Felipe III y Felipe IV, con ocasión de las entregas reales...


Favorecido por la amistad del Emperador, cargado de puestos de gobierno y honores, Don Alonso de Idiaquez fue la persona que con su influencia consiguió sacar adelante el proyecto de fundar un convento en San Sebastián que desde 1516 intentaban los dominicos, sin gran fortuna, por oposición de los cabildos eclesiástico y municipal de la villa.


De 1531 es la autorización real para construir el convento donde agora esta la casa artilleria. Para remediar la falta de medios económicos, el Obispo de Pamplona aplicó a la fundación las rentas de San Sebastián el Antiguo y obtuvo de los frailes que concedieran el patronato del nuevo convento y enterramiento en su iglesia a don Alonso de Idiaquez, el cual a cambio les proporcionó los recursos para edificar. La traza del edificio la hizo Fray Martín de Santiago (1), dominico, terminando la obra, en 1551, los maestros Martín de Ribacova y Martín de Sagargola.


El convento de San Telmo, pasó por numerosas vicisitudes. En el siglo XIX estuvo dedicado muchos años a cuartel y parque de artillería, y por último fue adquirido por el Ayuntamiento, para dedicarlo a Museo y sede de instituciones de cultura. Restaurado, en general con bastante acierto, tiene hoy su entrada por la plaza de Ignacio Zuloaga, por un ala moderna, agregada al claustro al darle al edificio su nuevo destino. Del zaguan se pasa al claustro, primorosa obra plateresca con doble galería de arcos, en cuyas crujías bajas -lado de la izquierda— figuran empotradas en los muros, piedras armeras, procedentes de distintas casas solares de la provincia. En la antigua portería del convento, se exhibe una curiosa colección de tocados antiguos femeninos vascongados, que corresponden a la primera época del Renacimiento. A ambos lados de la puerta de ingreso al templo están instalados hoy, en túmulos modernos, las estatuas yacentes de don Alonso de Idiaquez y de su mujer Doña Gracia de Olazabal. Son dos hermosas piezas de escultura, en mármol blanco de Italia, posiblemente de mano de Pompeo Leoni o de alguno de sus discípulos, que sin duda formaron parte, lo mismo que los escudos que ahora están empotrados en el muro encima de ellos, de un sepulcro doble situado en el crucero del templo. Ni el sepulcro, ni los restos mortales en él encerrados han tenido suerte; parece como si el constante ajetreo de la vida de Don Alonso de Idiaquez , tuviera como sino el continuiar después de la muerte. Ya ésta le alcanzó en circunstancias dramáticas: a comienzos del año 1547 se encontraba en San Sebastián, atendiendo a sus negocios familiares, cuando le llegó aviso del Emperador para que marchara a Alemania con una misión oficial.


De regreso ya, al pasar en una barca el río Elba, cerca de Torgao, en Sajonia, fue asaltado por unos herejes que le mataron a él y a sus ocho acompañantes. Cuál fuera la razón, es uno de tantos misterios de la historia, pero sí se sabe que hubo gran empeño en encontrar a los malhechores, que fueron ajusticiados. El cadáver de don Alonso fue traído a San Sebastián y sepultado en el convento del que fue gran protector. Y rodando los años, exclaustrados los frailes y convertido el convento en cuartel, cierto día del siglo pasado en que el vino actuó de mal consejero, los sepulcros fueron profanados y dispersados los restos mortales. De éstos sólo se salvó el cráneo del antiguo consejero del Emperador, que en el mismo museo de San Telmo se custodia hoy -aunque no exhibido al público- pudiéndose advertir perfectamente en él las marcas que dejaron en sus huesos dos machetazos. Esto y las dos bellas estatuas yacentes del sepulcro es todo lo que se ha salvado. Ni tan siquiera eso ha llegado hasta hoy del enterramiento del hijo de don Alonso, Don Juan de Idiaquez, Secretario que fue de los Felipes II y III, y de los demás Idiaquez descendientes suyos que fueron sucesivamente sepultados en San Telmo.


La antigua iglesia del convento es una construcción de amplias proporciones y corresponde a aquel momento de perfección que medió entre el gótico y el renacimiento, gracias a los arquitectos del grupo de Rodrigo Gil de Hontañón (dbe). Es de tres naves, separadas con fuertes columnas cilíndricas de estilo toscano, pero hasta el crucero las colaterales están segmentadas por muros de cierre, formando a modo de capillas, por una de las cuales, a la izquierda, estaba la puerta de entrada para los fieles, y por la derecha se comunica con la sala capitular y con la capilla de los Echeverri.(1)(2) El crucero, de la misma altura que la nave mayor, es de grandes dimensiones y se prolonga por otro tramo menor, que enlaza con el presbiterio que es un solo ábside poligonal. Todo ello cubierto con bóvedas de bella nervatura, de trazado gótico flamígero.


En esta iglesia, cuando aún era templo dominicano, se veneraba la llamada Virgen Negra, objeto de gran devoción por los donostiarras antiguos. Esta imagen, cuyo nombre procede del color moreno brillante que tenía su cara y que perdió al ser restaurados los desperfectos sufridos en 1936, no se encuentra hoy en San Sebastián. En 1836, cuando la exclaustración de los frailes, fue sacada del convento por el Padre Larroca y estuvo muchos años en el Noviciado de los dominicos en Corias (Asturias). Hoy preside la Capilla de los Padres en el modernísimo Santuario de Nuestra Señora de la Guía, en León y una copia en el convento de los mismos frailes en Alcobendas (Madrid). Esta efigie de la Virgen procede de Inglaterra -incluso hay una leyenda que refiere fue traída por las olas hasta estas costas- y probablemente sería allí objeto de culto hasta la época de Enrique VIII o la reina Isabel.


Hoy, la antigua iglesia está convertida en auditorium y sala de actos, decorada en 1930 por el pintor catalán José María Sert. Once grandes lienzos(pdf) que simulan estar colgados de la cornisa, a manera de tapices -según una técnica habitual en el autor- que al arrugarse por los bordes muestra su reverso carmesí. En ellos, sobre un fondo luminoso de oro, pintó en color tabaco una serie de grandilocuentes composiciones que constituyen una representación pictórica de la epopeya histórica del pueblo vascongado, concebida por Sert bajo la influencia de la lectura del libro de Mañé y Flaquer El Oasis. Viaje al País de los Fueros.


Según se entra en la antigua Iglesia, la primera composición a la derecha es la titulada Pueblo de ferrones y representa la forja de una gigantesca ancla en la ferrería de Guilisasti. Es una escena en que destaca el vigor y ritmo con que los ferrones golpean el hierro candente cuyo resplandor ilumina la escena.


El siguiente paño lleva por título Pueblo de santos: una procesión avanza portando cirios, hasta depositar en la escalinata un enorme crucifijo. Jesús levantando la cabeza y desclavando la mano, dicta a la figura posternada a sus pies, San Ignacio de Loyola, las Constituciones de la Compañía.


Siguen los lienzos que decoran el lado diestro del crucero. Son tres: uno estrecho y muy alargado, otro de grandes dimensiones y el tercero que forma un ángulo diedro. El primero es una composición muy verticalizada titulada Pueblo de Comerciantes. Simula estar pintada sobre un lienzo colgado con cierto descuido: unos indígenas venezolanos presentan chocolate a dos caballeros que conversan en la pasarela que conduce a los buques de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, cuyos mástiles se ven al fondo.


El gran paño del testero derecho del crucero tiene por título Pueblo de Navegantes: es una composición de acentos épicos en los que intervienen el dolor y el esfuerzo de los hombres, la violencia del mar y la majestad de los navíos maltratados por las olas, en el gesto trágico de levantar las popas hacia el cielo, con todas las velas hinchadas por el viento. Son los buques de Elcano, dando por vez primera la vuelta al mundo. El guetariano, en una lancha en el primer término lanza la sonda y completa la esfera con los datos que recoge, y en una segunda trainera unos tripulantes reman con gran esfuerzo, llevando la carga de canela y pimienta recogida en las Islas de las Especias.(Islas Molucas)


Completando la decoración de este lado del crucero, la composición titulada Pueblo de Pescadores la ha resuelto el autor pintando una sola escena en dos paños altos y estrechos que forman un ángulo recto; y aprovecha con gran habilidad las posibilidades que esta disposición anormal ofrecía al juego de la perspectiva. Representa el esfuerzo de los hombres arrastrando por un plano inclinado la enorme masa de una ballena capturada en las seculares expediciones de pesca de los marinos vascongados, en tanto que otros pescadores descargan desde una lancha una cesta de pescados.


La decoración del presbiterio está resuelta por dos paños menores con los escudos de San Sebastián y Guipúzcoa sobre gruesos libros en pergamino que representan sus fueros respectivos; y una gran composición, que ocupa los tres paños centrales, titulada El altar de la raza. Es una escena de tempestad, en la que el viento y las olas corren en direcciones contrapuestas, azotando el árbol de la raza y el sólido dado de piedra en que se apoya. Entre las ramas, San Sebastián, desnudo y herido por los arqueros que desde los muelles le asaetan, cae, sin fuerzas ya, entre los pliegues de una vela que flamea al viento. Un poco más abajo, San Telmo sujeta con su cayado una barca que la ola levanta y destroza contra la piedra, mientras otras se mueven entre las rompientes, cargadas de marinos que luchan por salvarse, en tanto más náufragos se debaten en las aguas o trepan por los maderos de los muelles.


El lado izquierdo del crucero está resuelto con tres lienzos de dimensiones y disposición simétricos a los del lado derecho. El que ocupa el ángulo, también alarde de perspectiva, se titula Pueblo de fueros. Aunque se dice que representa la jura de los fueros de Guipúzcoa por un Rey de Castilla-Alfonso VIII?- en realidad, la figura del monarca no aparece por lado alguno, sino sólo una larga fila de personajes eclesiásticos que suben por una pina escalera hacia una cruz -pintada en difícil escorzo- hombres de armas y abanderados en lo alto.


El testero izquierdo del crucero lo ocupa otra gran composición, cuyo título es Pueblo de armadores, que evoca la construcción de parte de la Armada Invencible en la bahía de Pasajes. Representa un gigantesco astillero al aire libre, en que los buques en construcción se alinean, en perspectiva muy larga de empinadas popas. En el primer término, un grupo de carpinteros de ribera levantan un mascarón bajo la dirección del maestre, en tanto que un grupo de hombres y bueyes arrastran con gran esfuerzo un enorme cañón.


A continuación, en un paño largo y estrecho, titulado Pueblo legislador, figura el libro de los Fueros al pie de un árbol secular, retorcido y seco, que evoca el roble de Guernica, cuyo peristilo se ve al fondo. Por encima de sus ramas, vuela una figura de la Libertad en medio de un resplandor de rayos gloriosos.


La pintura inmediata, ya en la nave de la iglesia, bajo el título Pueblo de sabios, evoca aquel momento de floración cultural que en la época de Carlos III significaron los Caballeritos de Azcoitia. Bajo la dirección del conde de Peñaflorida, pusieron en contacto la hasta entonces aislada Guipúzcoa y a través de ella España entera, con los sabios extranjeros, la recepción de uno de los cuales bajo la cúpula del observatorio de la docta compañía y en torno de un globo terraqueo representa el lienzo.


El último paño de la izquierda, titulado Pueblo de leyendas, presenta una escena de aquelarre, palabra vascongada cuyo paso al léxico universal indica hasta qué punto las prácticas de la brujería tuvieron arraigo en el País Vasco. En este lienzo, el autor presenta el momento en que una muchacha es arrastrada ante el Diablo, representado en la forma clásica de híbrido de hombre y macho cabrío, sentado bajo un friso de viejas brujas. Otras neófitas esperan aterradas el momento de la iniciación, en tanto que al fondo aparece el exorcista, cruz en alto, que pronto va a terminar con la nefanda escena.


Al lado de la iglesia y en comunicación con ella, están la Sacristía, que es una hermosa sala abovedada, de nobles proporciones, en estilo renacimiento; la capilla de los Echeverri.(1)(2), familia de destacados marinos donostiarras de los siglos XVI y XVII, que en ella tenía sus sepulturas, hoy desaparecidas; y la Sala Capitular, en cuyo pavimento se ven numerosas losas sepulcrales que recuerdan la costumbre de las familias de abolengo de San Sebastián de ser enterradas en este convento con preferencia a las otras iglesias de la población, lo que dio origen a numerosos rozamientos entre la comunidad dominica y los cabildos parroquiales.


En una de las capillas se conservaba durante algún tiempo un buen paso del Descendimiento, obra del escultor Felipe Arizmendi, que desfilaba por las calles de la Ciudad en las procesiones de Semana Santa.


De la Sala Capitular se sale de nuevo al claustro, exhibiéndose en esta crujia una numerosa colección de estelas sepulcrales discoideas, típicas de los cementerios vascongados de carácter más arcaico, en las cuales el concepto cristiano se superpone sobre un ancestral recuerdo del culto solar anterior a la relativamente reciente evangelización del país.


Por esta ala del claustro se llega a la escalera monumental que antaño fue famosa por su alarde constructivo, por desgracia mal restaurada. La caja de la escalera es de bellas proporciones y noble distribución de huecos, y la cubre una cúpula de piedra de casetones.


Al costado de la Plaza de Zuloaga sobre la cual se abre la fachada moderna del Museo de San Telmo se alza la iglesia de San Vicente, una de las dos antiguas parroquias intramurales de la población. Es de estilo gótico, no grande, de tres naves, construida, sobre el emplazamiento de otra anterior, a partir de 1507 según traza del maestro Miguel Santa Celay. Por la forma como está rematada por la parte de los pies, se adivina que no llegó a completarse con arreglo al plan concebido y, según parece, son restos del edificio más antiguo una puerta lateral de medio punto, oculta hoy tras un muro, y la estructura del pórtico, estropeado por unos cerramientos hechos durante una desafortunada restauración del templo. En el interior llaman la atención, además de la altura y esbeltez de las columnas, una imagen del Ecce Homo y un relieve de las Animas, obras ambas de Felipe Arizmendi; y sobre todo el magnífico retablo de finales del siglo XVI, obra de Ambrosio de Bengoechea, notable escultor donostiarra, hombre de carácter pintoresco y turbulento, y Juanes de Iriarte.


Delante de la Parroquia de San Vicente se inicia la calle Narrica, una de las dos -la otra es la de Embeltran, que más correctamente habría que escribir Enbeltran- que en el casco antiguo aún hoy conservan vivo un recuerdo del pasado gascón de San Sebastián. Pues las partículas En y Na no son sino contracciones de las palabras Mossen y Dona que en el gascón antiguo se anteponían al nombre de personas de cierta calidad como expresión de respeto.


La calle de Enbeltran o de Beltran posiblemente lleve este nombre porque en ella tuviera su palacio Don Beltrán de la Cueva, Duque de Alburquerque, que era Capitán General de Guipúzcoa en 1522 cuando ganó la famosa batalla de San Marcial contra franceses y tudescos. Este personaje, durante su Capitanía General, intervino activamente en las obras de fortificación de San Sebastián, tanto que durante mucho tiempo se llamó cubo de Don Beltran uno de los que flanqueaba la muralla en el frente de la Zurriola. 


Si del En Beltran que da nombre a la calle tenemos alguna noticia, en cambio de la Doña Enriqueta, cuya memoria conserva la calle Narrica, no queda otro recuerdo que su nombre: na Rica. Don Serapio Múgica supone que ésta sería alguna dama de la importante familia de los Engomez (en Gomez = Don Gomez), uno de los linajes gascones más destacados de la Edad Media donostiarra. Esta familia tenía su palacio y cárcel en las casas y torre sobre una de las puertas de entrada a la villa, precisamente en donde comienza la calle Narrica. Los Engomez descendían de un Urdinch de Mans, personaje de principios del siglo XII, próximo pariente del donostiarra Domingo de Mans, cuya estatua sepulcral puede verse en el claustro de la catedral de Bayona, como obispo que fue de la misma. Ya al Mans primero conocido le vemos ostentar el cargo de Preboste -algo así como el representante del poder real en la villa- que vino a estar vinculado a sus sucesores los Engomez. Era cargo importante y, entre otros privilegios, tenía el de percibir la mitad de la primera ballena que cada año mataran los de Guetaria.


La entrada desde la calle Narrica a la Plaza Nueva -que es el nombre antiguo, y un tanto paradójico para los donostiarras actuales, de este cuadrilátero porticado que más tarde fue llamado de la Constitución- se efectúa por una bocacalle que ofrece, feliz acierto urbanístico, una larga perspectiva de puentecillos, a la altura de los segundos pisos, que concluye en las portaletas del Muelle. La plaza, una de esas clásicas plazas de soportales españolas, no es ciertamente extraordinaria ni por sus dimensiones ni por lo artístico de las casas que la forman. Y sin embargo tiene una gracia y encanto especiales: lo bien proporcionada que está en largo, ancho y altura de edificios, la regularidad de sus casas, el noble empaque del edificio del antiguo Ayuntamiento que ocupa todo el testero, el mismo carácter de sus antañonas tiendas, y sobre todo esa impalpable carga espiritual y afectiva que los lustros y los siglos van dejando en los parajes donde se ha centrado la vida de un pueblo. Es como si el sedimento de ese quehacer colectivo que es la historia local, hubiera quedado aquí, no como recuerdo frío ―erudita memoria de historiadores- sino como ser vivo: el alma popular. Este cuadrilátero, ha sido escenario de tantas cosas: los afanes administrativos de los regidores del Concejo, los momentos faustos y los de angustia del pueblo, las proclamaciones reales y las grandes conmociones políticas, la bendición cada año del árbol de San Juan, las corridas de toros -para su celebración los balcones tenían esa numeración de palcos que aún se ve encima de cada uno- la entrega de la bandera de honor al vencedor de las regatas de traineras, las ferias de Santo Tomás, las comparsas y las tamborradas...


Entre los tantos recuerdos que entre sus cuatro fachadas porticadas encierra esta plaza, especial mención merece la soka-muturra, el buey ensogado, festejo que hoy nos puede parecer un tanto brutal pero que, hasta comienzos de este siglo, era la gran diversión colectiva -y un poco infantil de los donostiarras. Cada domingo, desde el día de San Sebastián hasta el martes de Carnaval, se corría el toro de cuerda, con gran jolgorio de lidiadores y curiosos. Al grito de emendek, aquí está, entraba por la calle Iñigo, entre carreras y revolcones, hasta el centro de la plaza. Una anilla clavada en el suelo servía para sujetar la larga maroma a cuyo extremo el animal corría de un lado para otro, embistiendo a los cuatro puntos cardinales mientras la música del Iriyarena del Maestro Santesteban servía de fondo sonoro. En tal medida esta fiesta del toro de cuerda estaba arraigada en el alma popular donostiarra que el acuerdo municipal de suprimirlo dio lugar a un verdadero motín en las calles, que las autoridades se vieron y desearon para contenerlo.


Aquel episodio, por fortuna más ruidoso que doloroso, puede considerarse el punto en que el San Sebastián romántico y jovial de cuarenta mil habitantes se despide para dar paso a este otro de hoy, de muchos más miles de vecinos.


El formidable crecimiento de la cifra de población registrado en San Sebastián en los últimos cien años --en 1860 tenía 14.111 habitantes-- con todo lo que ello supone de arduo trabajo administrativo y de dedicación abnegada a los intereses comunales por parte de los regidores de la cosa pública, ha sido presidido y dirigido desde el edificio que con el empaque de sus nobles líneas preside la plaza: el viejo Ayuntamiento. No hace todavía muchos años el desarrollo y amplitud alcanzados por los servicios administrativos de la ciudad hicieron preciso trasladar al edificio del antiguo Gran Casino, la Alcaldía las oficinas; y hoy está dedicado a Biblioteca Municipal la antigua sede del Cabildo Municipal. Ocupa el solar donde ya antes del incendio de 1813 se alzaba el Ayuntamiento, que por aquella época era un edificio de estilo barroco, de recargada decoración churrigueresca, obra de Hércules Torrelli, que fue asimismo quien construyó en 1722 la que entonces fue llamada Plaza Nueva.


Recibió este nombre por contraposición a la Plaza Vieja, que estaba situada ante la Puerta de Tierra --en su interior-- y en la cual con frecuencia durante los mercados y en ocasión de actos públicos se producían incidentes entre paisanos y militares, pues allí había tres cuarteles. La autoridad militar pretendía tener bajo su jurisdicción la Plaza Vieja, dando lugar a constantes conflictos con el Cabildo Municipal. Todo ello, unido a la conveniencia de dar una situación más ventajosa al Ayuntamiento y Consulado, movieron a la corporación municipal a construir la Plaza Nueva, que se hizo comprando y derribando un cierto número de casas. En el solar resultante, el Ayuntamiento construyó su propio edificio y las casas sobre arcos. Este conjunto resultó destruido, como la casi totalidad de la Ciudad, en el incendio de 1813, encargándose de su reconstrucción, con arreglo al plano anterior, el arquitecto Ugartemendía, excepto el frente correspondiente a las Casas Consistoriales. Estas son obra del aragonés Silvestre Pérez, uno de los mejores arquitectos españoles del período neoclásico, quien en esta fachada dejó una buena muestra de su sentido del equilibrio y las proporciones, unido a la finura del dibujo y buen gusto en la ornamentación. Fernando VII puso la primera piedra del nuevo edificio, que resultó muy capaz para alojar no sólo a la Administración Municipal, sino también al Consulado y a otras entidades, como la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de la Ciudad que tuvo sus primeros locales en la planta baja del mismo.


Las tiendas cobijadas bajo los soportales de la plaza tienen un aire característico, muy decimonónico. Entre ellas, por citar alguna, hay que mencionar la ya secular imprenta de los Baroja. Este apellido, íntimamente relacionado con el San Sebastián del siglo pasado, ha alcanzado renombre universal con el novelista Don Pío, sin duda el mejor escritor en lengua castellana que ha dado la región vascongada. Pío Baroja, cuya producción fue copiosísima publicó 101 libros es probablemente el escritor más característico de la llamada generación del 98. La mayor parte de su obra son novelas y a través de ellas desfilan figuras centenares de personajes algunos de los cuales han quedado como retratos arquetípicos: Shanti Andia, Zalacain, el Capitán Chimista. Hombre de carácter pintoresco, de apariencia huraña que encubría una gran bondad fundamental, Don Pío Baroja es sin duda una de las glorias de San Sebastián.


La familia de los Baroja ha sido abundante en tipos originales, comenzando por el bisabuelo del novelista, boticario en Oyarzun y al mismo tiempo impresor de avisos, proclamas y periódicos en la época de la Guerra de la Independencia. Otro personaje pintoresco de esta familia fue don Serafín Baroja, el padre del novelista, ingeniero de Minas y al mismo tiempo fino poeta en vascuence; hombre de humor divertido del que se cuentan mil anécdotas y cuya mayor humorada fue el escribir una ópera titulada Pudente, con música del maestro Santesteban, en la cual mineros de Río Tinto de la época de Trajano cantan en vascuence a Baco y a Venus.


Aunque los donostiarras no lo recuerden hoy, Don Serafín Baroja fue quien escribió la letra de la marcha de San Sebastián, que marca el momento culminante de la tamborrada. Esta, aunque no se desarrolla solo en la Plaza del Ayuntamiento viejo, pues antes recorre distintas calles, sí tiene en este recinto porticado su culminación, en la noche que precede a la fiesta del Santo patrono de la ciudad. Antaño era a la madrugada, ahora es al filo de la media noche cuando, a los acordes de la Marcha de San Sebastián, vigorosamente acompañada por decenas y decenas de tambores y coreada por el gentío que llena la plaza, es izada la bandera de la ciudad en el balcón principal del viejo Ayuntamiento. Este desfile de la tamborrada es un festejo peculiar de San Sebastián, aunque en los últimos tiempos han dado en imitarlo en otros pueblos de la provincia. Es un desfile jocoso, que en su origen quizás fuera un remedo burlesco de las paradas de las tropas napoleónicas acantonadas en la ciudad, que se hacía primitivamente usando como tambores los pequeños barriles de los aguadores. Corriendo los años se le han ido agregando tambores, bandas de música, y hasta carrozas alegóricas, comparsas de cocineros(panaderos), en abigarrado y pintoresco conjunto al que dan carácter los más o menos fantásticos uniformes de granaderos de Napoleón que llevan los tamborreros, a cuyo frente marcha el correspondiente Tambor Mayor de pesado bastón y gigantesco morrión peludo.


Recuerdo vivo y popular la tamborrada de uno de los avatares de la historia militar de San Sebastián, siguiendo sus pasos llegamos al paraje denominado la Brecha, en memoria del lugar por donde las tropas angloportuguesas de Lord Wellington dieron el asalto a la Ciudad el 31 de agosto de 1813. Ocupado San Sebastián desde 1808 por las fuerzas napoleónicas, después de la batalla de Vitoria las tropas aliadas pusieron sitio a la ciudad. Abiertas trincheras en el arenal, comenzó un asedio en toda regla. La escuadra inglesa se encargó de bloquear todo socorro marítimo y desembarcó en el puerto de Pasajes un formidable tren de artillería. Lord Wellington no fue nunca partidario de largos asedios y así que logró que sus cañones derribaran un trozo de la muralla en el ángulo del Frente de Tierra con el de la Zurriola, ordenó el asalto. Este fue terriblemente sangriento. En cabeza de la columna de ataque, iba un grupo de voluntarios llamados The Forlorn-Hope -los desesperados-. Los mandaba el teniente Mac Guire, del 4.° de Línea, que murió al alcanzar la brecha, y su tropa resultó diezmada al vadear el río y trepar por los restos de la muralla arruinada por la artillería. Durante dos horas se combatió sobre la misma brecha, con tal ferocidad que el general Leith tuvo que mandar uno de sus ayudantes con órdenes para retirar los muertos y heridos, a fin de que no taponasen la brecha con sus cuerpos, impidiendo que continuara el asalto. La tenacidad de los ingleses al fin logró forzar la entrada en la Ciudad y rechazar a los franceses del General Rey hacia el Castillo de Monte Urgull. Esta dureza del asalto a las murallas explica -aunque no justifique la barbarie con que las tropas aliadas trataron a la ciudad de San Sebastián, a la que saquearon y destruyeron por medio del fuego y explosivos en términos tales que quedó totalmente arrasada.


Lo curioso del caso es que el asalto de 1813 fue realizado exactamente por el mismo sitio en donde abrió brecha el Mariscal Duque de Berwick, casi un siglo antes, en 1719. San Sebastián, plaza fuerte clave de la defensa de la frontera, había vivido en constante estado de alarma mientras en España reinó la Casa de Austria y se mantuvo la rivalidad con Francia. A lo largo de todas estas guerras jamás fue conquistada por el enemigo. En cambio, a los pocos años de la instauración de los Borbones en el trono español, cayó por primera vez bajo el dominio extranjero. Fue con ocasión de una guerra estúpida, impuesta por las intrigas de Isabel de Farnesio, y en ella las tropas francesas mandadas por el Duque de Berwick primero bloquearon y luego bombardearon San Sebastián. Abierta brecha en la muralla, la guardición se retiró al castillo y al fin capituló. Pero esta vez, la ciudad no fue tratada a sangre y fuego.


Una segunda ocupación francesa tuvo lugar en 1794 durante la guerra contra la Convención dedidida por Godoy. En esta ocasión, a consecuencia de la mala dirección general de las operaciones, la entrada del enemigo se hizo sin lucha. Los convencionales del general Monzey ocuparon la ciudad y como ejército revolucionario de ocupación que era, lo primero que hicieron -según dicen- fue alzar la guillotina en la Plaza Nueva. La ocupación francesa duró hasta la Paz de Basilea, en 1795.


La realidad es que las fortificaciones de San Sebastián habían quedado rebasadas por el progreso de los medios de ataque. Aunque formidables en apariencia, las murallas construidas durante el siglo XVI y XVII resultaban débiles en el siglo XVIII y no digamos en el siglo XIX- frente a la creciente potencia de la artillería. De hecho, lo mismo había pasado con las dos murallas anteriores, pero con la diferencia de que al quedarse anticuadas fueron sustituidas o reformadas a fondo, para acomodarlas al constante progreso de los medios de ataque. Y así pueden señalarse en San Sebastián tres sistemas de murallas: el medieval, el de tiempos de los Reyes Católicos y el de la época de la Casa de Austria.


En la Edad Media, las murallas de San Sebastián ceñían un casco urbano ligeramente menor que la actual parte vieja. Era prácticamente un cuadrilátero, formado por cuatro frentes:


@ - El frente del mar: empezaba en la Basílica de Santa Ana y torre del Campanario, donde estaba la cárcel de los Sagramenteros o municipal; bajo ella había una puerta. Seguía por la calle Campanario -en realidad ésta no era sino el camino de ronda, sobre el muro hasta el Puyuelo. Con este nombre-diminutivo de Puy, que en gascón significa monte se designaba la colina donde termina la calle Fermín Calbetón -antes Puyuelo-. Aquí estaba situada la puerta principal de comunicación entre la villa y el puerto, era un pasadizo en ángulo recto, bajo una gran torre cuadrada, con una imagen de Santiago en el arco. De allí, seguía la muralla en línea recta, hasta un torreón redondo -el Ingente que debía de estar situado, poco más o menos, en el ángulo más interior del Gobierno Militar o donde estuvo la Delegación de Hacienda.


@ - El frente de tierra: comenzaba en la torre del Ingente, pasaba aproximadamente por la calle Villinch y seguía paralela a la calle Enbeltran, hasta la altura de la calle San Jerónimo. En la desembocadura de la Calle Mayor había una puerta, y otra en la salida de San Jerónimo, con una imagen del santo sobre el arco. En el encuentro de la muralla con la calle Narrica se encontraba la casa de los Engomez, residencia de los Prebostes del Rey. Era un sólido edificio, donde estaba la cárcel real y una fuerte torre de defensa de la puerta sobre cuyo arco había una imagen de la Piedad que probablemente era en aquella época el acceso principal a la villa. Desde allí, el último tramo del Frente de tierra seguía una dirección sesgada hacia una torre cuadrada donde comenzaba el frente de la Zurriola y que debía de estar, aproximadamente, en el centro de la plaza entre el Mercado de la Brecha y la Pescadería.


@ - Frente de la Zurriola: bajo la torre cuadrada donde enlazaban los dos frentes, al parecer, había una puerta. La muralla iba en línea recta hasta el ábside de San Vicente, por la calle llamada también de la Zurriola, que estaba entre la de San Juan y la de Aldamar. Este frente de la muralla, según parece, era menos importante que los dos anteriores.


@ - Frente del monte:éste tenía aún menor importancia. Realmente, era poco más que una simple tapia. Su trazado está dibujado por la calle Santa Corda, plaza de la Trinidad y fachada norte de la Iglesia de Santa María junto a ella, unida por un puentecillo, se conserva un torreón- a cuyos pies se abría para dar acceso al castillo, la última de las siete puertas, cuyas catorce llaves tan importantes fueron en la historia donostiarra.


Este asunto de las llaves de las siete puertas de la muralla fue materia de pleitos y disensiones sin cuento, entre la autoridad municipal y la militar. Así como las obras del Castillo de la Mota fueron hechas siempre a costa del erario real, las murallas fueron construidas por la villa. Consecuencia de ello era el derecho que tenía el Ayuntamiento de guardar las llaves de las siete puertas y el uso de abrirlas al amanecer y cerrarlas al caer la noche. De esta función se encargaban los sagramenteros, que eran algo así como los ejecutores de la justicia municipal y encargados de mantener el orden en la villa. Todo fue bien mientras la defensa estuvo confiada a los propios vecinos de la villa; pero la cosa era muy difícilmente sostenible en el momento en que pasó a manos de fuerzas del ejército permanente, mandadas por militares profesionales. El pleito se resolvió poniendo dos cerraduras en cada puerta, y así los militares tenían una llave y los sagramenteros otra. Las cosas como son: la solución le cayó muy mal a la autoridad municipal y a la militar, y durante bastante tiempo siguieron habiendo roces y piques; y hasta hay una cédula real de Felipe II-autorizando a la persona que tenía las llaves en nombre del Ayuntamiento para tocar las cerraduras a cargo del representante del Capitán General, y viceversa. Con el tiempo, fue cayendo en el olvido este privilegio, a medida que se fueron haciendo nuevas fortificaciones, a costa del erario real.


A fines de la Edad Media, la muralla de lienzos sencillos y torreones cuadrados que ceñía a la villa, había venido a resultar inadecuada frente a los nuevos medios de ataque-las armas de fuego-. Hubo un par de alarmas muy vivas procedentes de Francia, y los donostiarras deciden hacer una nueva muralla. Y aprovechan la ocasión para darle un primer ensanche al casco urbano, ya muy apretado dentro de su primer cerco: en el frente del mar se adelanta el espacio que ocupan la calle del Angel y la de Mari, hasta las portaletas; el frente de tierra, desde la calle Embeltran hasta el Bulevar (acera de los números pares). En la nueva muralla se concede especial importancia al frente de tierra, dotándole de bastiones o cubos redondos. Los planos, según parece, los hizo el famoso ingeniero Pedro Navarro. La puerta principal, con dos medios cubos, se sitúa ante la calle Mayor. A los extremos del frente aparecen los cubos del Ingente y Torrano. Esta muralla aún fue hecha a costa de la villa, en la época de los Reyes Católicos, y coincide con un período (más arriba mencionado), de revitalización de la vida municipal.


Pero tales murallas estaban condenadas a quedarse anticuadas rápidamente; no habían pasado tres lustros y ya se ocupaba el Capitán General don Beltrán de la Cueva de hacerlas modernizar. Es que no hay nada que promueva mayor progreso en los elementos de guerra, que la guerra misma; y España había entrado en una etapa de luchas constantes con Francia que ocuparon todo el período de la Casa de Austria. A San Sebastián, clave del arco defensivo de la frontera occidental, el peligro le obligó a mejorar sin cesar su dispositivo de seguridad. Durante dos siglos aproximadamente, se suceden los ingenieros -el prior de Barleta, el capitán Villaturiel, Luis Piçano, Tiburcio Espanoqui, Gandolfo, Soto, el jesuita Padre Richardo, Domingo y Cuevas, Hércules Torrelli- que se afanan en proyectar y construir, en la medida en que había dinero para ello, que no era siempre... nuevas defensas ante la muralla hecha en tiempos de los Reyes Católicos. Así van surgiendo los baluartes poligonales de San Felipe a la derecha y de Santiago a la izquierda, y en el centro, defendiendo la Puerta de Tierra, el Cubo Imperial, llamado así porque Carlos V fue quien ordenó su construcción. Más tarde, para cubrir mejor esta puerta se construyó delante de la muralla un hornabeque, con su correspondiente glacis que ocupaba una gran extensión en el arenal, tanto que su punta venía a estar donde hoy se alza la iglesia de los Jesuitas, en la calle Andía. Estas son las fortificaciones que perdurarán hasta 1863 y cuyo derribo marcó el nacimiento del San Sebastián moderno.


Con la construcción de las nuevas murallas, se redujeron las puertas de la villa a tres: la del monte, la del puerto y la de tierra. La Puerta de Tierra esta situada ante la plaza vieja, que es el ensanche que hay en el Bulevar entre las calles San Jerónimo y Mayor. Al ser la única entrada a la población, era lugar de mucho movimiento. En los relatos de viaje de los escritores de la época romántica tiene siempre un lugar muy destacado. Era un paso en bóveda bajo la muralla, con su correspondiente cuerpo de guardia. Sobre la puerta, por el lado de dentro, había un balcón, con el Cristo de Paz y Paciencia, que hoy está en la iglesia de Santa María y, al entrar y salir, era costumbre pararse ante él y rezar un Padrenuestro. Pasada la puerta se cruzaba el puente levadizo sobre el foso, y seguía el camino por el costado del Cubo Imperaial, para bifucarse después hacia San Martín o hacia Santa Catalina, según se fuera en dirección a Castilla o a Francia.


A la izquierda de la bóveda de la puerta de Tierra -en el siglo XIX- estaba la casa cuartel de guardias, la entrada al teatro y café del Cubo y la fuente donde terminaba la conducción de aguas procedente de Morlans, coronada por un león, que es el que hoy está en el centro de la Plaza de Lasala. El café y teatro estaba en el interior del Cubo Imperial, que era una gran bóveda; eran locales pobres, sin grandes comodidades, pero aún así constituían el centro de la vida social de la época.


Adosado al exterior de la muralla había un hermoso frontón para el juego de pelota, bordeado de frondosos olmos. Y más allá, por la parte interior del hornabeque, un frondoso paseo de tilos y acacias, que era muy apreciado por los donostiarras de entonces, que encerrados dentro de los angostos límites de las murallas encontraban allí el aire y la amplitud de que carecían en el interior de la ciudad.


Después del derribo de las murallas, en 1863, el solar de las murallas se convirtió -no sin enconadas polémicas entre bulevaristas y anti-bulevaristas- en paseo arbolado, que constituye el enlace entre la ciudad antigua y la moderna. Unión y al mismo tiempo frontera entre dos zonas de estilo muy distinto. La parte vieja donostiarra es en su mayoría de población artesana, de pequeñas tiendas de aire anticuado y métodos comerciales consonantes con su aspecto, y de numerosas -numerosísimas, el mayor coeficiente por hectárea que se pueda imaginar- bodegones, sidrerías, bares, restaurantes, además de las sociedades populares ya antes aludidas; todo género de establecimientos dedicados al culto de la comida y la bedida. Sobre todo de la bebida, del chiquiteo, una especie de rito báquico en el que los grupos de hombres deambulan despacio, de mostrador en mostrador, en libación itinerante en la que quizás no tiene tanta importancia el acto de beber un vaso de vino en cada parada -o de sidra, si es la época- como el hecho de ir a buscar de calle en calle, el establecimiento en el que se sabe que la calidad del caldo es mejor. Esto de la calidad del vino tinto, de Rioja o de la ribera navarra- es fundamental. No importa que el local sea pequeño, oscuro, incómodo; si tiene buen vino, la noticia corre enseguida, y en poco tiempo aquella taberna tiene una clientela asidua y devota. Es más, casi puede decirse en lo que se refiere a estos establecimientos de la parte vieja donostiarra que es una gran verdad aquel refrán de que bajo ruin capa se esconde buen bebedor: las tabernas de buen vino son casi siempre las de aspecto menos flamante.

​LOS 11 LIENZOS DE J Mª.SERT

  1. Pueblo de ferrones
  2. Pueblo de Santos
  3. Pueblo de Comerciantes
  4. Pueblo de Navegantes
  5. Pueblo de Pescadores
  6. El altar de la raza
  7. Pueblo de Fueros
  8. Pueblo de armadores
  9. Pueblo legislador
  10. Pueblo de sabios
  11. Pueblo de leyendas

2 ITINERARIO 
  1. PALACIO GOICOA (EL ANTIGUO Y LA CONCHA)
  2. EL PUERTO Y EL CASTILLO
  3. PORTALETAS Y POR CALLE MARI A LA PATIÑA (TORRE DE LOS SAGRAMENTEROS, CALLE VIRGEN DEL CORO)
  4. DESCENDEMOS AL ATRIO DE SANTA MARIA





Cap.V - EL ENSANCHE CORTAZAR

Al salir de la parte vieja y entrar en la nueva, con solo cruzar el ancho y abundantemente arbolado paseo del Bulevar, cambia por completo la fisonomía urbana de San Sebastián. Habiendo en realidad solo cincuenta años de diferencia en su antigüedad -los que pasaron de 1813 a 1863 parecen dos ciudades distintas. Es que en ese medio siglo cambiaron muchas cosas, entre ellas, el modo de concebir las ciudades. En ese medio siglo se abandona la idea antigua de la ciudad, encerrada en sus murallas, para adoptar este otro concepto, más moderno, de la ciudad abierta en constante expansión por los campos circundantes. Buen ejemplo de esta revolución en el planteamiento de las ciudades es el barrio que en Madrid erpet el nombre del Marqués Salamanca, hombre de talento financiero y talante aventurero, que también, aquí, en San Sebastián, acometió una empresa de urbanización -la del Ensanche Oriental, en la Zurriola que no se vió precisamente coronada por el éxito económico.


Fruto inmediato de la nueva concepción de las ciudades liberadas del dogal de las murallas, fue la amplitud del espacio disponible, la posibilidad de hacer calles anchas y mayores manzanas de casas, de establecer paseos y zonas verdes no en las afueras, como hasta entonces, sino en el interior de las poblaciones. A estas posibilidades responde el plan de ensanche que San Sebastián formuló en el año 1863. Gracias a la intervención del General Prim como Ministro de la Guerra, en este año se consigue el abandono de la ciudad como Plaza de guerra, autorizando al Ayuntamiento al derribo de las murallas. Fue extraordinario el entusiasmo de la población, después de largas y porfiadas gestiones, y el día 4 de mayo, con la mayor solemnidad, entre el Gobernador Civil y el Alcalde arrancaron la primera piedra de la muralla El derribo de las fortificaciones no fue empresa rápida ni barata, pero en cambio dio a la ciudad unas posibilidades de expansión extraordinarias. El plano de la nueva zona urbana lo hizo el arquitecto don Antonio Cortazar.


El proyecto de Cortazar tomaba como eje ordenador de la nueva ciudad la prolongación en línea recta de la Calle Mayor, que es la actual calle Hernani, continuada por la de San Ignacio de Loyola. Con respecto a este eje de la calle Hernani, Cortazar trazó-paralelas o perpendiculares- las restantes calles, dejando en el centro una amplia plaza porticada, la Plaza de Guipúzcoa. En el enlace entre la ciudad vieja y la nueva, Cortazar establecía diversos edificios públicos sobre los solares resultantes del derribo de las murallas; pero más tarde se tomó el feliz acuerdo de destinar éstos totalmente a paseo, que es el actual Bulevar. Paralela al Bulevar, atravesando toda la nueva población, Cortazar trazó una amplia vía desde el puente de Santa Catalina hasta la rampa de bajada a la playa. Esta, la actual Avenida, ha venido a convertirse en la principal artería urbana de la ciudad y el centro de su movimiento y tráfico comercial.


El ensanche de la ciudad se realizó con estricta sujeción al plan establecido por el arquitecto Cortázar... menos en una cosa: en lo que significaba perpetuar la tradición mercantil marítima de San Sebastián. Porque ello y no otra cosa significaba el que figurase en la ciudad proyectada la prolongación del Ferrocarril del Norte a lo largo de toda la calle Urbieta, cruzando el Campo de Maniobras hasta el puerto, destinar a almacenes y lonjas el actual Alderdi Eder y situar la Aduana y otros servicios donde después se trazó el Bulevard (en la Segunda Parte hablo de la transcendencia de que no se realizara esta parte del Plan Cortázar).


Lo bien pensado del plan de ensanche de Cortázar, la fidelidad con que fue llevado a la práctica y el relativamente corto plazo en que fue erigido el nuevo casco urbano es lo que da a esta parte de la ciudad la regularidad y empaque moderno que le caracterizan. A ello contribuyó, ciertamente, en gran medida el haber coincidido su construcción con el período de prosperidad y crecimiento demográfico que registró toda Guipúzcoa a partir de mediados del siglo XIX, como fruto de una serie de factores coincidentes: la paz, el crecimiento demográfico, la creación de la industria moderna, la apertura de nuevas vías de comunicación -concretamente, el ferrocarril, que llega a San Sebastián en 1858- y el traslado de las aduanas de la línea del Ebro a la del Bidasoa. En esta serie de hechos que configuran la Guipúzcoa moderna, la actuación de San Sebastián fue muy destacada. Aun teniendo que enfrentarse con el resto de la provincia, mucho más conservadora y apegada a las formas antiguas, el espíritu progresivo de San Sebastián fue decisivo en tal coyuntura histórica. Realmente puede decirse que con esta actuación fue cuando San Sebastián ganó su condición de capital de Guipúzcoa, pues antes lo fue de hecho que de derecho.


Con arreglo a las leyes, San Sebastián es sólo desde hace poco la capital de la provincia. Guipúzcoa, durante siglos, por un curioso atavismo medieval, careció de capital. Hacían la función de tales, por turno, cuatro poblaciones distintas San Sebastián, Tolosa, Azpeitia y Azcoitia- y en ellas residían alternativamente el Corregidor y la Diputación provincial, con arreglo a una reglamentación muy minuciosa establecida por los Fueros. Solo ya en 1800, época en que el régimen foral comenzó a perder su estricta vigencia, el Corregimiento y la Diputación se establecen permanentemente en Tolosa. Pero sólo por pocos años, pues en 1821, al hacerse la nueva división en provincias de toda la nación, la capitalidad de Guipúzcoa se establece en San Sebastián. Durante casi un cuarto de siglo no hubo variación, pero en 1844 Tolosa consiguió a su favor el traslado de la capitalidad, que sin embargo no logró retener sino diez años, retornando la misma definitivamente a San Sebastián en 1854.


Y así vino a tener la corporación provincial su sede permanente en la ciudad que, cuando era aún villa, tuvo parte tan importante en su origen. En efecto, las Juntas forales y la Diputación, que era su órgano permanente, nacieron de la evolución de la Hermandad de los municipios guipuzcoanos. Y esta Hermandad no fue sino la respuesta de las Villas al desorden banderizo de los Parientes Mayores, que asolaban el país con sus desmanes y guerra. San Sebastián, villa rica y bien gobernada, con una burguesía dirigente que muy poco tenía que ver con los clanes del país, vivió libre de la guerra de bandos, al amparo de sus murallas. Pero el desorden civil es enemigo del comercio; los donostiarras que basaban su prosperidad en el tráfico mercantil, no podían ver con ojos indiferentes tal situación. En consecuencia, a lo largo del dilatado período en que Guipuzcoa trata de constituir la Hermandad, San Sebastián toma parte muy activa en los esfuerzos y es tras sus fuertes murallas en donde se reúnen más veces en junta los procuradores de las villas. Fue más de un siglo de intentos, fallidos y reanudados, que poco a poco van cristalizando en un instrumento útil para la represión de los desmanes banderizos. La coronación de este proceso fue la aprobación por Enrique IV del acuerdo de las Juntas de Hermandad de desmochar todas las casas fuertes y desterrar a los Parientes a la frontera de moros-mandar al frente, hubicamos hecho cuando la guerra- a los Parientes Mayores, con lo que se acabó el problema. Esto fue en 1456, año en el que se celebraron dos Juntas de la Hermandad, una de las cuales se reunió en San Sebastián, por lo que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que se adoptara aquí decisión tan transcendental para la provincia: como que de hecho en ella se puede señalar el nacimiento de la Guipúzcoa moderna, foral.


Bien es verdad -todo hay que decirlo- que mientras la Hermandad no estuvo consolidada, el Municipio donostiarra mantuvo al mismo tiempo una postura de celosa guarda de los privilegios de su fuero propio. Al fin y al cabo, a los donostiarras no les faltaban motivos para confiar poco en la solidez de una hermandad que tantas veces había naufragado. Y sólo hizo dejación de sus privilegios cuando se comprobó que ya no fracasaba: en 1459, pactando de poder a poder con las otras villas, por veinte años primero, y después, en prórrogas sucesivas, hasta quedar plenamente integrada en la Hermandad.


La sede de la Diputación es un hermoso edificio que ocupa todo el lado Oeste de la Plaza de Guipúzcoa. Construido en el año 1883 por el arquitecto Goicoa, tiene un cuerpo central decorado con hermosas columnas corintias, y dos alas laterales, en las cuales inicialmente estuvieron el Gobierno Civil y la Delegación de Hacienda. El conjunto es pomposo y solemne, de estilo netamente francés. El vestíbulo, escalera de honor y salones de la planta principal, tienen empaque; el frente de la escalera lo ocupa una gran vidriera representando la jura de los fueros de Guipúzcoa por Alfonso VIII, según composición del pintor Echena. En la capilla de la planta principal, el San Ignacio de Elías Salaverría presenta una interpretación del gran guipuzcoano de lo más España negra que cabe imaginar.


La Plaza de Guipúzcoa, presidida por el Palacio de la Diputación, es de bellas proporciones, bien labrados arcos y fachadas. Su quizás excesiva regularidad queda compensada por los jardines de corte inglés que ocupan su espacio central, con una hermosa veriedad de árboles que van desde el tejo, árbol de abolengo en la región -según la leyenda, con sus frutos se envenenaban los cántabros cuando iban a caer prisioneros, durante la feroz guerra que sostuvieron con los romanos-, hasta el cerezo japonés, de bellísima floración en los inicios de la primavera, recuerdo éste de una visita a San Sebastián del entonces príncipe heredero, después Emperador del Japón, Hiro Hito. Al pie de un gigantesco olmo, está el monumento ,obra de Llimona, al compositor donostiarra José María Usandizaga, inspirado músico que pese a haber muerto muy joven dejó dos obras maestras del teatro lírico: la zarzuela Las golondrinas y la ópera en vascuence Mendi Mendiyan.


Plaza también ajardinada y de hermosas dimensiones, es la del Buen Pastor, en cuyo centro se alza la catedral. Este es un buen edificio, construido a fines del siglo pasado, como parroquia, para atender a las necesidades espirituales de la población del ensanche de la ciudad. Primero estuvo instalada en un bajo de la calle San Marcial; después se construyó una iglesia provisional en donde se halla actualmente el Mercado de San Martín; y en 1888 se puso la primera piedra del actual templo, en terrenos que entonces eran aún marismas -el día de la ceremonia, al subir la marea, el agua cubrió el lugar donde había tenido lugar el acto que quedó totalmente terminado once años después, merced al tesón de su primer párroco Don Martín de Urizar. El proyecto lo hizo el arquitecto Don Manuel Echave, donostiarra, que se ajustó en él al estilo gótico francés más puro. Domina la fachada la alta torre de cerca de noventa metros que cabalga sobre cuatro arcos apoyados en sólidos machones. De planta cuadrada hasta la altura del tejado, continúa con un cuerpo de campanas octogonal para rematar en aguda flecha de piedra calada, formando un ligero conjunto de muy bello efecto ascensional. La planta de la iglesia es de cruz latina muy alargada; la nave mayor y el crucero son de gran altura, teniendo rasgados los muros de cierre por numerosos ventanales de sencilla tracería que dan gran luminosidad al interior del templo.


Aunque pobre en decoración escultórica y con altares de muy mediocre gusto artístico, el conjunto de la iglesia del Buen Pastor resulta grandioso, merced a sus bien ponderadas proporciones y a la excelente labra de la piedra arenisca con que está hecha. La perspectiva, tanto de la fachada como del interior, es grandiosa; asimismo la que ofrece el ábside desde la calle de los Reyes Católicos.


Poco más allá de la zona cuyo centro constituye la Catedral del Buen Pastor, se inicia el nuevo ensanche de Amara, que ocupa los terrenos antaño ocupados por las marismas y vega llamada de Santiago. El plano de urbanización se hizo partiendo de la base del corte dado al bucle que formaba el Urumea en un amplio meandro que se ajustaba a las colinas que en anfiteatro rodean esta zona. La nueva canalización del río fue realizada en 1907, y en 1934 el arquitecto don Pedro Gaiztarro y el ingeniero don Juan Machimbarrena formularon el plan de ensanche. Distintas circunstancias retrasaron considerablemente la puesta en marcha del proyecto, pero actualmente se encuentra ya en curso de realización. El ensanche de Amara es hoy un barrio en pleno período de crecimiento, siendo sus características la amplitud de las calles y la regularidad de la construcción.


A lo largo del río, por la margen izquierda, un largo paseo que sucesivamente ostenta los nombres de Vizcaya, del Arbol de Guernica, de los Fueros, de la República Argentina (antes denominado de la Zurriola)- ofrece una hermosa alineación de frondosos árboles, sobre todo tilos y acacias, que constituye uno de los mayores aciertos urbanísticos de San Sebastián. Las perspectivas que ofrece desde distintos puntos de vista el cauce del Urumea son muy bellas: lo mismo si se sitúa uno en la plaza del Centenario, que si se coloca en el arranque del puente de Santa Catalina en la margen derecha o en la margen izquierda -sobre todo desde éstacon la amplitud del cauce, la sucesión de puentes, las largas enfilaciones del arbolado, la regularidad de la construcción y el fondo de montañas, en escalonada sucesión que va desde las colinas de las Artigas hasta la lejanía del Adarra, todo ello constituye un conjunto de hermosísimo efecto, sobre todo si coinciden el momento de la pleamar que llena de agua el amplio cauce y el viento sur que limpia de brumas la atmósfera.


Los puentes sobre el Urumea, en el casco urbano, son tres de carácter y estilo muy distintos. El primero, según se baja a lo largo del río, es el de María Cristina, que da acceso a la Estación del ferrocarril del Norte (hoy Renfe). Fue construido en el plazo record de nueve meses e inaugurado en 1905 merced a un generoso préstamo de la Caja de Ahorros Municipal. Es de tres arcos, de línea grácil y esbelta, al que dan aire monumental los cuatro templetes erigidos en sus accesos, con abundante decoración, que acusan la influencia del Puente de Alejandro III de París.


El puente del centro es el de Santa Catalina, que con su nombre perpetúa la advocación de una antigua iglesia sanjuanista que dio el suyo a un barrio que existió en aquel paraje. Por un documento en gascón del año 1234 tenemos noticia ya de la existencia de una encomienda de la Orden de San Juan de Jerusalén en este paraje. Este hospital, al cual estaba unido el de Arramel en Tolosa, sin duda fue erigido para atender las necesidades de los peregrinos a Santiago, y más tarde pasó a poder de los templarios. Poco es lo que se sabe de su historia, si no es que continuó habiendo allí un hospital e iglesia hasta el año 1719, en que fue demolido con ocasión del sitio de la ciudad por los franceses del Duque de Berwick. En este paraje había antiguamente astilleros y un importante puerto fluvial, en donde se cargaba en chalanas el mineral de hierro para las ferrerías del Urumea que era desembarcado en el puerto de San Sebastián y transportado en carros a través del arenal. El mismo tráfico seguían, en sentido inverso, los productos forjados en las ferrerías, por lo que nada de extraño tiene que en aquella iglesia tuviera su sede la antigua cofradía de Santa Catalina de mareantes, maestres de navío y mercaderes, que con el tiempo vino a convertirse en el Consulado y Casa de Contratación de San Sebastián. También hubo en este lugar un baluarte, para la defensa del puente que desde tiempo inmemorial existió aquí y que hasta el presente siglo fue el único que tenía la población para ir hacia Pasajes. Era de madera, y fue varias veces quemado en los distintos avatares bélicos de la historia de la ciudad. Su emplazamiento era casi exactamente el mismo que el del actual de piedra. Este fue erigido en 1872, con una anchura de 12 metros, sobre arcos elípticos de hermosa piedra caliza. Inicialmente tenía cinco ojos -hoy solo cuenta con cuatro, el quinto desapareció al urbanizarse la margen derecha del río y está enterrado bajo la plaza y en 1925 fue ensanchado hasta 25 metros. Su línea es muy simple y por su robustez más parece puente de carretera que urbano. No obstante lo escueto de sus líneas, tiene empaque y cierta grandiosidad.


El tercer puente, el del Kursaal, situado exactamente en el punto en que el Urumea desemboca en el mar, es una verdadera audacia técnica. En los días de temporal, sobre todo en las horas de pleamar, cuando las olas desmelenadas por el viento avanzan bramando y penetran en el cauce del río por debajo del puente, parece imposible que su estructura resista, sin saltar hecha pedazos. A veces las olas son tan grandes y vienen con tanta fuerza que no caben enteras por los huecos del puente y los paquetes de agua cruzan la calzada como si ésta fuera la cubierta de un barco sorprendido en alta mar por la tempestad. Este prodigio de la supervivencia del puente tendido en 1921 para enlazar la ciudad con el ensanche de Gros, se debe a la estructura muy simple de su tablero, que apenas ofrece dificultad al paso de las olas; en realidad es sólo una losa de hormigón, apoyada sobre tres sólidas pilas, a las que da un aspecto de mayor estabilidad las seis no muy afortunadas farolas -el 6 de bastos- que se alzan sobre ellas.





Cap.VI - CRUZANDO EL URUMEA

El barrio de Gros, con todo lo que tiene de afortunado y de desafortunado, es hijo de la apertura de las comunicaciones con Francia, a mediados del siglo pasado. Aunque al donostiarra y al viajero de hoy les pueda parecer inverosímil, hasta hace poco más de cien años la principal vía de comunicación de España con el Continente no pasaba por San Sebastián. El Camino Real bordeaba su término, sin entrar en él: viniendo de Andoain y Hernani, pasaba por Astigarraga y Oyarzun, para salir a Irún y cruzar el Bidasoa por Behovia. Era una carretera de trazado duro, con abundantes repechos y fuertes curvas. San Sebastián constituyó en 1776, a medias con Hernani, el camino de Oriamendi para enlazar con el camino real.


Aquella arteria principal del tráfico con la frontera perdió su importancia cuando, en 1847, se hizo el nuevo camino: por Lasarte venía a salir a San Sebastián, cruzaba por fuera de las fortificaciones, pasaba el Urumea por el puente de Santa Catalina y, bordeando los arenales de la margen derecha del río, seguía hacia el Alto de Miracruz, la bahía de Pasajes, Rentería y Ventas de Irún, donde enlazaba con el viejo Camino Real.


La construcción de este camino fue obra del Duque de Mandas, Don Fermín de Lasala y Collado, personaje importante de aquel tiempo que al igual que muchos de la época- dedicó sus actividades simultáneamente a la política y a las finanzas. Menos aventurero que el Marqués de Salamanca y moviéndose en un plano más limitado, tuvo en realidad más suerte que él, pues murió cargado de honores y dejando una sólida fortuna, que distribuyó en minucioso testamento para fines de utilidad pública e índole benéfica. El parque de Cristina Enea, al final del paseo que lleva el nombre de este prócer, es uno de sus legados a la Ciudad. De frondosa vegetación y añosos árboles, con la casa de campo de su antiguo propietario en la cima de la colina, es uno de los parajes más bellos de San Sebastián y conserva todo el aire romántico del siglo XIX. En esta centuria y dentro del marco donostiarra, el Duque de Mandas viene a ser la figura representativa del núcleo más activo de la alta burguesía dirigente de los destinos de la Ciudad: la tertulia de los Collado. El grupo de familiares y amigos que se reunía en la casa que en la calle Esterlines tenía don José Manuel Collado fue el promotor de la política progresista de San Sebastián en el período decisivo de la segunda mitad del siglo XIX. Fruto de esta política fueron entre otros muchos factores del crecimiento y la riqueza de la Ciudad, la apertura del camino real y del ferrocarril por San Sebastián, que son el origen del barrio de Gros.


Este barrio es una auténtica paradoja: en una ciudad, en la cual hasta la parte vieja tiene un trazado moderno, el barrio más moderno -fuera del ensanche de Amara, que aún está en construcción tiene una estructura urbana de ciudad antigua. Lo mismo que éstas, que generalmente han crecido, a la manera de los árboles, por capas concéntricas, el barrio hoy llamado de Gros se ha ido formando por superposición sobre lo que pudiera llamarse el núcleo primitivo: el antiguo convento de franciscanos -después Beneficencia Municipal- y la parte baja de las colinas de Atocha y Concorro, un barrio de población rural dispersa. Las etapas sucesivas de esta superposición urbana han sido, la primera -plan de Goicoa en 1885 hasta la línea del ferrocarril y de la nueva carretera; la segunda -ensanche de don Tomás Gros, a partir de 1894 hasta el Paseo de Colón; y la tercera -concesión a la Sociedad de la Inmobiliaria del Kursaal, a partir de 1919-hasta la actual línea de costa. En las tres, el procedimiento fue siempre el mismo: ganar terreno al mar esta fue una auténtica obsesión donostiarra desde mediados del siglo pasado hasta bien entrado el presentepara parcelarlo, trazando nuevas calles y convirtiendo en solares urbanos lo que hasta entonces era terreno baldío, invadido periódicamente por las mareas.


Realmente resulta difícil imaginarse hoy cómo sería esta parte de San Sebastián antes de que este ganar terreno al mar se iniciara. Lo que sí conocemos por viejos fotografías es cómo era el barrio de Gros antes de comenzar la tercera etapa: la playa que comenzaba aguas arriba del puente de Santa Catalina, bajo cuyo quinto arco-el hoy desaparecido continuaba, en amplia curva, hasta la colina de Manteo. Era una playa muy tendida, que en las bajamares dejaba una gran superficie en seco. El Paseo de Colón limitaba por el interior, en forma similar a la que hoy tiene la playa de Ondarreta, con una fila de chalets. Alguno se conservó hasta hace muy poco, como el Ministerio de Jornada. Por el interior, la principal arteria era, al igual que hoy, la calle Miracruz y, perpendicular a ella, la calle Padre Larroca, proyectada con soportales, marca la enfilación de la Iglesia de San Ignacio de Loyola, inaugurada en 1897. A aquel plan de urbanización vino a superponerse el de la tercera etapa, suprimiendo la playa que por diversas razones, unas fundadas y otras de poco motivo, había ganado fama de peligrosa. Lo que inicialmente había sido pensado como barrio en parte residencial en parte de población concentrada, se ha convertido en una zona de gran densidad de habitantes, hasta el punto que en él habita un tercio del censo donostiarra. El error de la supresión de la playa, hoy que las de la Concha y Ondarreta se revelan ya insuficientes, está en vías de rectificación mediante la formación de una nueva, al par de la Avenida del Kursaal, con retroceso parcial del muro de costa.


El convento de franciscanos al que hemos aludido antes fue fundado en 1606, interviniendo en su establecimiento el Secretario Juan de Idiaquez, hijo del fundador de San Telmo. Se establecieron los frailes en un paraje de hermoso arbolado situado a la orilla del río, frente al puente de Santa Catalina, y fue convento de recoletos. Por estar situado extramuros, sufrió repetidas veces daños en las distintas guerras y finalmente, cuando la expulsión de los frailes, en 1836, fue suprimido. No parece que fuera edificio notable y de él no se conserva nada, pues en su solar se levantó después el primer Hospital construido para tal fin que tuvo la Beneficencia Municipal. El edificio fue después muchos años cuartel de las tropas de Ingenieros y hoy está dedicado a Almacenes municipales. En todos estos avatares, del primitivo convento de Franciscanos, lo único que se ha salvado han sido unos pocos- corpulentos árboles que dan cierta dignidad a la mísera plaza que ha quedado encajonada entre el terraplén del ferrocarril, la rampa del viaducto de Iztueta y las distintas vías de circulación con que enlaza con el resto de la población la populosa barriada de Atocha, cuyo eje principal es el Paseo del Duque de Mandas, que concluye en el Parque de Cristina Enea.


La zona a la derecha del Paseo del Duque de Mandas es de tradición deportiva. Allí fue construido, en 1876, un frontón para sustituir al que hubo adosado a las murallas y que desapareció al ser derribadas éstas. Era un frontón para largo y rebote -las modalidades más antiguas de la pelota- pero con el auge del juego de blé vino a quedar casi abandonado, pues entre tanto se había construido otro nuevo en Ategorrieta, dedicado a la cesta-punta. Era el Jai-Alai de Ategorrieta, un frontón muy bonito, con la novedad de que sus constructores prestaron especial atención a la comodidad de las localidades para los espectadores. Fue inaugurado en 1887, con un partido entre Elicegui y Chiquito de Eibar contra Baltasar y Mardura; en él actuaban al principio puntistas y más tarde remontistas. Para responder a la gran afición que en aquella época había por la pelota, se construyó en 1893 otro magnífico frontón, el Beti Jai, para la especialidad de la cesta-punta, al final de la calle Aldamar, que después fue convertido en Teatro-Circo y más tarde destruido por un incendio. En 1905 se levantó en Atocha, frente al viejo Frontón Municipal, el Jai Alai Moderno, más conocido por el nombre de Frontón Moderno, que fue el primero que se construyó cubierto. Al principio estuvo dedicado al juego de pelota a mano y luego, con el auge de los remontistas, adquirió en esta modalidad tal categoría que le solían llamar la Universidad del Remonte; en 1933 un incendio causó grandes daños en él y hoy está convertido en garaje. El viejo Frontón Municipal que estaba prácticamente abandonado fue reconstruido, cubierto, en 1914, y dedicado a la cesta-punta. Este, lo mismo que los anteriores, también ha desaparecido hoy, después de servir de Cuartel de Artillería largos años; igualmente desapareció la cancha de rebote que posteriormente hubo también en Atocha, al par de las vías del Ferrocarril del Norte, en donde hoy está el Mercado Central de Frutas, que ha venido a ocupar el emplazamiento de ambos frontones. Hoy la afición a la pelota ha bajado mucho y los pelotazales la satisfacen en las canchas de la Ciudad Deportiva de Anoeta.


En tiempos, allá por el año 1900, existió también en Atocha, un velódromo, dedicado al deporte ciclista que tuvo gran boga en San Sebastián en la época anterior al auge del fútbol. En el mismo emplazamiento del velódromo está situado hoy el Campo Municipal de Fútbol, que usufructúa la Real Sociedad. Este equipo, cuyo primer campo de juego estuvo en los arenales de Ondarreta, tuvo días gloriosos en la época en que el fútbol no había sido invadido aún por el actual profesionalismo, que le ha convertido en un espectáculo. Fue especialmente famosa su rivalidad con el Real Unión de Irún, otro equipo glorioso víctima del fútbol profesional.


A continuación del velódromo, después campo de fútbol, estaba situada la Plaza de Toros que fue construida cuando, en 1867, se derribó la de madera que hubo en el barrio de San Martín. De esta plaza de toros de Atocha fue durante muchos años empresario el popular Don José de Arana y por su arena pasaron las más notables figuras del toreo de la época. Sin embargo, allá a principios de siglo, en uno de esos momentos pasionales a que tan dado es el público taurino, se alzó contra Arana una corriente de opinión reprochándole que contrataba siempre a los mismos toreros, privando a la afición de ver a otros no menos notables. Fruto de aquel resentimiento popular contra Arana fue la constitución de una nueva empresa, cuyo promotor era el Doctor Pérez Icazategui. Cubiertas las acciones por suscripción popular, se construyó la Nueva Plaza de Toros -inaugurada en agosto de 1903 en la colina del Chofre, llamada así porque tal era el nombre de un caserío y una fuente, famosa en la población por la pureza de sus aguas, que allí había. Arana intentó resistir la ola popular y durante varias temporadas San Sebastián tuvo dos plazas de toros en funcionamiento; pero a la postre, arruinado, hubo de retirarse, la plaza fue derribada y en su solar se alza hoy la fábrica de Múgica.


Casi enfrente de la Plaza de Toros -la del Chofre- se Casi enfrente de la Plaza de Toros -la del Chofre, hoy desaparecida-se alzaba el Hospital de la Beneficencia Municipal, construido en el último cuarto del siglo pasado en terrenos de la casa de Manteo, para sustituir al de Atocha. Manteo era la casa solar de los Oquendo, familia de ilustres marinos de la que hemos hablado ya anteriormente; tal como se conserva actualmente es un edificio del siglo XVII, un ejemplo discreto de la arquitectura palacial guipuzcoana de la época. Donado por la Marquesa de San Millán a la Ciudad de San Sebastián, tras una cuidada restauración, se ha instalado en él un pequeño Museo de recuerdos históricos, en el que ha presidido la idea de presentar al visitante lo que sería la mansión de una familia de la pequeña nobleza guipuzcoana en la época de los Austrias.


Teniendo como eje la carretera general hacia Francia, el barrio de Ategorrieta presenta una fisonomía completamente distinta de la que tiene el barrio de Gros. Si éste es de población concentrada, la de Ategorrieta es más dispersa. Es un barrio compuesto casi totalmente por villas o casas de vecindad con ordenación de ciudad-jardín, abundante en parques y árboles, con una topografía de colinas cruzada más que por calles, por caminos de aire semi-rural. Todo esto, unido al gran número de conventos y residencias de religiosas que hay allí, hacen de Ategorrieta un remanso de tranquilidad en medio de los dos atrafagados núcleos que son Gros y Pasajes.


Es muy curioso lo que ha pasado con el nombre de este barrio: es un hecho general, en toda el área del vascuence, que este idioma retrocede ante la mayor pujanza de las lenguas romances. Y sin embargo este barrio, que a mediados y fines del siglo pasado todo el mundo le llamaba en castellano Puertas Coloradas, hoy es conocido por el nombre de Ategorrieta que es su traducción al vascuence.


Aquel nombre de Puertas Coloradas antaño correspondía en propiedad a un bello paseo de frondosos árboles que corría paralelo al actual trazado de la carretera general, y del cual aún se conserva algún resto. Y era denominado así por el color rojo de las puertas de alguna o algunas de las casas de campo allí situadas. Fue lugar predilecto de paseo de los donostiarras de la época romántica, y a él va unido asimismo el recuerdo de un episodio muy característico de aquellos tiempos: la Legión Británica de Sir Lacy Evans, que tuvo sus acantonamientos en las casas de campo de aquella zona. Así, por ejemplo, en la casa Baderas -donde hoy está el colegio de Notre Dame- tenía su cuartel el Regimiento de Rifles, y en la fachada de la misma hasta no hace muchos años se podía leer el nombre de Trasfalgar Square con que los voluntarios ingleses llamaban a aquella zona. Por allí también hubo otro letrero que decía Constitución Hill (Colina de la Constitución), nombre muy propio para haber sido puesto por soldados defensores del liberalismo constitucional, pero que los buenos caseros de los alrededores, carlistas en su mayoría y, no precisa decirlo, ignorantes del inglés, creían que decía, en vascuence, Constitución, il, esto es, Constitución, muerta; como diría Curzio Malaparte: Constitución, caput.


Al final del paseo de Puertas Coloradas estableció en 1887 sus cocheras la compañía de tranvías, que en aquella época eran de tracción animal y luego fueron eléctricos. Los primitivos, tranvías de mulas, que eran unas jardineras muy graciosas, los hemos visto en servicio todavía como remolques, en verano, hace ya tiempo.


El llamado Reloj de Ategorrieta puede decirse que es el centro del barrio. Está situado en una plazoleta, en donde se bifurcan la carretera general a Francia y la calzada vieja a Pasajes. Al otro lado de la carretera, tenía su punto de arranque el tranvía hoy desaparecido, a la cima del Ulía. Este fue establecido cuando, a principios de siglo, una compañía explotaba en lo alto del monte un casino, que durante algún tiempo tuvo cierto auge, con restaurante, tiro de pichón, diversas atracciones, un transbordador construido por el entonces famoso ingeniero Torres Quevedo -antecedente inmediato del que después construyó sobre las Cataratas del Niagara-, todo ello en medio de un hermoso parque, que ha venido a ser propiedad municipal, tras muchas vicisitudes, pues la empresa del casino fracasó, ante la concurrencia del establecido en Igueldo en 1912.


La carretera de subida a Ulia, arranca de la general junto a los viveros municipales, cuya verja es la misma que en tiempos cerraba el jardín de la Plaza de Guipúzcoa. Es una carretera cuyo trazado costanero va ganando altura hasta llegar a los 250 mutros de cota que hay en la cima. A cada revuelta presenta nuevas y bellas perspectivas sobre la ciudad, sus montes circundantes y el mar. La vista desde la cumbre es muy hermosa, sobre todo en dirección al mar abierto. Desde lo alto de la llamada peña del Aguila se divisa una gran extensión de costa, desde el cabo Machichaco en Vizcaya, toda la costa guipuzcoana, hasta San Juan de Luz y Biarriz en Francia. Y hacia el interior, con el peldaño montañoso que separa el alto del bajo País Vasco al fondo, el paisaje del valle del río Oarso y el puerto de Pasajes, emporio de riqueza y fuente de innúmeras evocaciones históricas donostiarras.


Porque la bahía de Pasajes, aunque en la acutalidad es un término municipal distinto de San Sebastián, en realidad ha sido parte del donostiarra durante siglos. Estaba incluido dentro del territorio que el Rey Sancho el Sabio concedió como término propio a la Villa de San Sebastián en su fuero de fundación, allá por el siglo XII. Después el valle del río Oarso y la bahía interior que éste forma en su curso bajo, han sido motivo de un sinfin de pleitos entre el municipio donostiarra y sus vecinos por el lado oriental. En el curso alto del Oarso ya desde la época romana se explotaban minas de plomo argentífero; más tarde, en la Edad Media, el valle de Oyarzun tuvo numerosas ferrerías, siendo esta incipiente industria base de la prepotencia económica y política de los jaunchos locales que no podía menos que chocar con la hegemonía comarcal que la villa aspiraba a ejercer, amparada en su fuero. Choque en el cual probablemente también jugaría, además de los factores económicos, un antagonismo de tipo racial entre los vascos indígenas y los inmigrantes gascones. El hecho es que ya desde tiempos muy antiguos įsiglo XIII, siglo XIV?- se separa de San Sebastián el concejo de Oyarzun, es decir, el valle alto del río Oarso. El curso bajo del río, esto es, la bahía de Pasaje, queda bajo la jurisdicción donostiarra. Por si fueran poco complicadas las cosas, está la rivalidad entre los distintos barrios del concejo de Oyarzun, sobre todo desde que uno de ellos consiguió erigirse en capital, con la fundación de la villa que con el tiempo se llamara Rentería, pues allí era donde cobraba el Rey las rentas o impuestos sobre el tráfico marítico del valle. Fueron innumerables los pleitos entre San Sebastián y Oyarzun, y Rentería, y también Fuenterrabía que se mezcla en el negocio, y después el Pasaje de San Juan, cuando en la época de Carlos III, este barrio logra ser municipio por sí y asimismo alega sus pretensiones sobre la bahía. Durante siglos están todos disputando sobre el uso del puerto: los de la parte alta pretenden tránsito libre por la bahía para su tráfico de hierro y de víveres, y el propietario de la parte baja -que es San Sebastián, desde su fundación por Sancho el Sabio- defiende su derecho a cobrar los impuestos sobre las mercancías.


Al margen de los pleitos sin cesar renovados y aún de más de una escaramuza con las armas en la mano -como una muy sonada que hubo en 1475, en las cercanías de la Iglesia de San Marcial de Alza, entre los de Rentería y los de San Sebastián- el hecho es que la bahía de Pasajes ha sido siempre importante centro de actividad comercial y de construcción naval. Hasta hace poco más de siglo y medio –el año 1805, en que consiguió Pasajes ser Ayuntamiento autónomo, en las circunstancias que luego se reseñarán- era de jurisdicción donostiarra todo lo que el agua cubría en las mayores mareas, de modo que el puerto pasaitarra era de hecho y de derecho un puerto donostiarra. El distrito del Pasaje Ancho no existía entonces fue creación del Duque de Mandas, como consecuencia de la construcción de la carretera de San Sebastián a Irún- y el barrio de San Juan era jurisdicción de Fuenterrabía, excepto las casas construidas sobre terreno inundable. De modo que los alcaldes de San Sebastián, cuando hacían la visita de límites, pasaban a la orilla oriental y ejercían actos de autoridad hasta la calle única de aquella barriada, lo que muchas veces daba ocasión a alborotos y hasta peleas armadas. El barrio principal de Pasajes era el hoy llamado de San Pedro, que tenía su iglesia -muy antigua, pues se conserva una portada románica y otra de transición al gótico, restos de ella- a media altura del monte, en donde hoy está el Cementerio. En San Pedro estaba también situada la torre construida en la época de Carlos V para la defensa de la boca del puerto. Era un torreón redondo, emplazado en la plataforma donde ahora hay un embarcadero para pasar a San Juan; desapareció en 1835 a consecuencia de un incendio. En él se alojaba el regidor torrero, que era uno de los cuatro concejales de San Sebastián que se turnaban de tres en tres meses en el cargo de gobernar el puerto y cobrar los impuestos sobre los buques y mercancías que entraban y salían. Era puesto muy codiciado, pues dejaba pingües beneficios a quien lo desempeñaba.


Al otro lado del canal de entrada al puerto y para completar su defensa, en la época de Felipe IV se levantó el Castillo de Santa Isabel, construido lo mismo que la torre del lado de San Pedro, a expensas del municipio donostiarra. Debió ser obra bastante importante, a juzgar por los restos -bastante destrozados, por desgracia- que aún se conservan.


En los montes que dominan la boca de entrada al puerto, a uno y otro lado del canal, en la época de la segunda Guerra Carlista se construyeron dos fuertes, cuyos vestigios todavía pueden verse entre la maleza. El de la orilla izquierda, aunque oficialmente se denominó Fuerte de Sánchez Barcaiztegui, en memoria de un marino muerto de un morterazo disparado desde Motrico, es generalmente conocido por Fuerte de Lord John Hay, nombre convertido pintorescamente por los pasaitarras en Lord Jolin. Este Comodoro era el jefe de la escuadrilla de la Real Marina Británica estacionada en Pasajes como apoyo de la Legión de Sir Lacy Evans, y desempeñó papel de importancia en los sucesos de la época. Artilleros de la escuadra tenían a su cargo aquel fuerte y todavía se pueden apreciar en sus piedras anagramas y nombres de soldados británicos, algunos de los cuales fueron enterrados en el mismo fuerte.


Un episodio de transcendencia en la historia mundial que tuvo su momento culminante en el puerto de Pasajes fue el embarque del marqués de Lafayette y sus compañeros para ir a Estados Unidos de Norteamérica a unirse a Washington en la Guerra de la Independencia. Después de peripecias dignas de una novela de aventuras, el republicano Marqués logró llegar a Pasajes, donde estuvo escondido hasta que el 26 de Abril de 1777 pudo embarcar en el navío de 268 toneladas, La Victoria, para arribar, tras casi dos meses de azarosa navegación a Georgetown, en Carolina del Sur,


Puerto hoy casi exclusivamente comercial y pesquero, el del Pasaje, en su historia ha sido sobre todo el apostadero de las escuadras del Cantábrico en la época de los Austrias y centro de los astilleros donde se construían los navíos de alto bordo. Así no es extraño que en sus anales proliferen los nombres de marinos ilustres, por su ciencia náutica y por sus proezas bélicas. Sin duda el más destacado entre todos es don Blas de Lezo, cuya casa natal se conserva aún en el Pasaje de la banda de San Sebastián. Cojo, manco y tuerto como consecuencia de las heridas recibidas en cien combates, su momento de gloria suprema lo tuvo en la defensa que hizo en 1741 de la plaza de Cartagena de Indias contra los ingleses del Almirante Vernon. Hasta tal punto era importante esta plaza para la hegemonía española en América y los británicos habían montado el ataque con tal lujo de medios que, creyendo poder lograr conquistarla, habían llegado incluso a acuñar medallas conmemorativas de la proyectada victoria. Pero el intento y las medallas no sirvieron de nada, por obra de Don Blas de Lezo que en esta heroica ocasión añadió a su ya abundante colección de heridas, dos más, pero que esta vez fueron mortales, falleciendo en el mismo Cartagena de Indias a consecuencia de ellas y después de alejados los ingleses.


La decadencia de la marina española tuvo reflejo hondo en la suerte del puerto del Pasaje, que a partir del siglo XVII estaba prácticamente semi-inutilizado, sobre todo por falta de dragado. La realidad es que el San Sebastián de entonces no tenía medios económicos para rehabilitarlo, ni aún volcando en la empresa los cuantiosos recursos de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. Asimismo fracasan el Capitán General y la Provincia de Guipúzcoa, que sucesivamente se hacen cargo de la tarea. Entonces interviene Godoy, el primer dictador español moderno, que en su centralismo antifuerista no se paraba en barras. Ayudado por el Capitán de Fragata Vargas Ponce, hizo tabla rasa de los derechos históricos de San Sebastián y decidió en 1805 crear un nuevo municipio, el de Pasajes, con jurisdicción sobre toda la bahía. Pero el flamante Ayuntamiento pasaitarra aún menos pudo levantar la carga de modernizar el puerto; y tampoco la Diputación Provincial ni una empresa privada -francesa- que en distintas etapas lo intentan. Era una tarea cuyo volumen sólo podía ser acometido por el Estado, que a partir de 1927 se hace cargo de ella, con la creación de una Junta de Obras, en la cual son donostiarras los elementos más destacados y las aportaciones económicas más importantes.


Resultado de la labor de la Junta de Obras ha sido la modernización del puerto y el enorme desarrollo que ha tenido en su actividad. Hoy se mueven en sus muelles mercancías por un total de dos millones de toneladas al año. El principal tráfico es el de importación de materias primas y combustibles líquidos para la industria de transformación que constituye la base de la economía de la provincia de Guipúzcoa, articulada sobre un gran número de factorías de pequeño y medio tamaño. Por esta razón puede con toda exactitud decirse que hoy es Pasajes el Puerto de Guipúzcoa y las obras de ampliación que tiene en curso, con arreglo a un plan general trazado por el ingeniero don Luis Marquina, responden al desarrollo económico de la provincia.


Aparte de la actividad comercial, Pasajes ocupa uno de los primeros puestos en la estadística de los puertos pesqueros españoles. En el volumen de capturas mantiene una cerrada rivalidad con el de Vigo, logrando uno u otro el primer lugar según se presenten las mareas de cada año. Con ello no hace Pasajes sino continuar una vieja tradición de pesca marítima que enlaza con las seculares capturas de ballenas y las expediciones hasta Terranova en busca del bacalao. Puerto de invernada de bacaladeros y balleneros, el Pasaje ha conocido los tiempos de esplendor de esta clase de pesca y también los de decadencia, cuando en el siglo XVIII la ballena llegó a desaparecer de las aguas del Cantábrico y el tratado de Utrech cerró las pesquerías de bacalao en Terranova a los marinos españoles. El enorme auge adquirido de nuevo por la pesca de altura a partir de finales del siglo XIX -empresa en cuyos comienzos ya señalamos la importante intervención que tuvo Mercader con sus Mamelenas- fue causa de una importante inmigración de pescadores gallegos, de tal volumen que al barrio -Trincherpe- en donde se asentaron se le ha podido llamar, no sin cierta punta de ironía, la quinta provincia gallega. Es Trincherpe, suburbio mitad del Municipio de San Sebastián y mitad del de Pasajes de su barrio de San Pedro, el que durante siglos fuera el Pasaje de jurisdicción de San Sebastián- cuyo acusado acento marinero, por sus pobladores y por la dársena donde tienen su amarradero y sus tinglados auxiliares la innúmero flotilla de buques de pesca de altura, evoca una de las facetas del pasado que hizo rica a la urbe donostiarra.





Cap.VII - LAS ARTIGAS

Aunque hoy el barrio de Trincherpe sea de acentuada dedicación pescadora, ya su mismo nombre nos pone ante un testimonio vivo del gasconismo de San Sebastián: se denomina así por estar situado al pie de una vieja casa que hubo allí-la de Trenchet- de nombre gascón como tantas otras situadas en toda esta área. En realidad, toda la zona de colinas que circundan San Sebastián desde el mar hasta el arroyo del Antiguo está sembrada de casas de nombre gascón. A juzgar por este dato, y por otros que no es del caso exponer aquí, puede decirse que todos los caseríos antiguos de esta área que comprende los montes de Ulia, Alza y las Artigas, fueron fundados por los gascones atraidos a San Sebastián por el fuero de Sancho el Sabio; o lo que es lo mismo, que la explotación agrícola de la periferia donostiarra fue labor gascona.


En el centro de esta área de colonización gascona, el barrio de Alza con su pequeña plaza formada entre la Iglesia, el Ayuntamiento y el frontón, presentaba una fisonomía de lo más grato, aunque hoy se vea ya degradada por un crecimiento demográfico de tipo suburbial. El camino antiguo que partiendo de la plaza, atraviesa las Artigas de Alza para ir a parar a la vega de Loyola por detrás de los cuarteles constituía un delicioso paseo, que no es sino la vieja ruta por donde en plena Edad Media transitaban los peregrinos de Santiago, según lo testimonia aún hoy el nombre del caserío Pelegriñene, situado aproximadamente a mitad del recorrido.


En la bajada hacia Loyola encuentra el paseante la capilla de la Virgen de Hua -hoy se suele escribir Uba- y la residencia del Coronel del Regimiento de Ingenieros que está construida en el emplazamiento del viejo caserío Urdincho. Allí estaba la casa solar de los Mans, que luego fueron Engomez y después Oquendo, Marqueses de San Millán, la familia gascona arraigada en San Sebastián, en la cual estuvo durante siglos vinculado el importante cargo de Preboste del Rey y que sin duda ha sido el más prominente entre todos los linajes gasco-donostiarras.


Cruzando el río por el puente de los cuarteles, casi enfrente arranca la carretera por donde se sube a la colina de Zorroaga, en donde el grupo de edificios que eran de la Beneficencia Municipal, con su iglesia de corte gótico inglés, en medio de un bello parque, iniciaba lo que pudiera llamarse ciudad asistencial donostiarra. A continuación de la Beneficencia viene el terreno de Miramon, donde desde hace muchos años está proyectado el Hospital Militar, provisionalmente instalado en las antiguas escuelas de Atocha; y después el grupo de magníficos edificios hospitalarios construidos en estos últimos años: los dos Sanatorios de la Lucha anti-tuberculosa, el Hospital del Seguro de Enfermedad, el Hospital Provincial y el Dispensario Psiquiátrico, conjunto de instalaciones de primer orden que constituyen un motivo de orgullo para la ciudad.


Desde los nuevos hospitales, una carretera de pintoresco trazado sigue por la cresta de los montes hasta enlazar con la que va de San Sebastián a Hernani pasando al pie del monte Oriamendi. Aunque en sí no pasa de una modesta altura de 195 metros sobre el nivel del mar, apenas una colina sobre el zócalo de terreno ondulado que separa a San Sebastián de Hernani, su fama y resonancia en la historia de España han sido grandes, pues ha dado nombre a una sonada batalla de la primera Guerra Carlista y al Himno -mejor dicho, Marcha- oficial del tradicionalismo español.


Ya antes de que la batalla entre los carlistas del Infante don Sebastián y los liberales de Sir Lacy Evans viniera a darle tal renombre, el monte Oriamendi tenía importancia en el cuadro de las relaciones entre los dos pueblos vecinos. El camino antiguo entre ambos, pasaba a su pie, por el lado de la izquierda. Allí mismo, en la divisoria, al par del camino, había una ermita y una venta, en donde se reunían los representantes de los dos pueblos para dirimir sus cuestiones litigosas, que siempre fueron muchas, y revisar las cuentas de la explotación de los montes francos de la Urumea que eran propiedad indivisa de ambos municipios.


La batalla de Oriamendi fue importante en la marcha general de la primera guerra carlista. A principios de 1837, los liberales decidieron hacer un esfuerzo extraordinario para liquidar la resistencia carlista, cuyos asuntos habían ido bastante mal bajo el mando de Eguía y Villarreal, sucesores de Zumalacarregui en el supremo mando de las tropas de don Carlos. Para intentar levantar la situación fue nombrado General en jefe de los carlistas el Infante don Sebastián, que al principio militó en las filas tradicionalistas y después, cuando los carlistas perdieron la guerra, se reconcilió con su sobrina Isabel II, hizo una gran fortuna y formó una extraordniaria colección de pintura antigua española, dispersada después en dos subastas en el extranjero. Era hombre de talento militar, como lo demostró en la apretada coyuntura de 1837: la idea básica del mando liberal era lanzar tres fuertes ejércitos simultáneamente -Espartero desde Bilbao, Sarsfield desde Pamplona y Evans desde San Sebastián- pero el temporal de nieve y granizo hizo fracasar la ofensiva simultánea y los dos primeros tuvieron que retroceder a sus bases de partida. En cambio, el tercero, Sir Lacy Evans, con unos 15.000 hombres, en su mayoría pertenecientes a la Legión Británica, se disponía a seguir adelante. Su objetivo primero era la toma de Hernani y realmente los ocho batallones de la División Guipuzcoana de Guibelalde poco podían hacer para evitarlo.


Planteado así el problema estratégico, tuvo su culminación en la batalla de Oriamendi, que se desarrolló en tres fases sucesivas:


La primera, el día 10 de Marzo, tuvo por escenario las colinas entre Alza y Astigarraga y fue favorable a Evans, aunque no llegó a decidir la victoria. Es probable que no fuera sino una finta del general inglés para engañar al adversario sobre sus intenciones verdaderas, que desarrolla en la segunda fase.


Esta, en los días 11 a 14 de marzo, en medio de un temporal de lluvia y nieve comprende una serie de combates menores que le van dando posesión de la serie de alturas que se alinean desde Loyola hasta Oriamendi. El día 15, Evans inicia la maniobra para rodear Hernani, haciendo bajar su ala derecha desde Oriamendi al valle, hasta las faldas del Monte Santa Bárbara; la mandaba el General Jáuregui, apoyado por la artillería británica y de marina, con el batallón inglés de ésta, bajo el mando de Lord John Hay. A la caída de la tarde, el despliegue de Evans venía a tener la forma de un ángulo recto, con el vértice en Oriamendi, encerrando dentro el pueblo de Hernani.


El entusiasmo de aquella noche en San Sebastián fue indescriptible. Se esperaba con ansiedad la mañana siguiente, para presenciar la entrada en Hernani. Según cuentan, Santesteban, organista de Santa María, compuso una marcha, que la banda ensayó, para celebrar el triunfo. Entre tanto, en Hernani la población civil evacuaba el pueblo, aterrorizada ante la inminencia del asalto de los ingleses.


Así amaneció el día 16 de Marzo, en el que se desarrolla la tercera fase de la batalla. Un enorme gentío de donostiarras acudió a los montes de Oriamendi, para contemplar el despliegue de las fuerzas que se disponían a entrar en Hernani. Evans dio orden de bajar al llano a su ala derecha, compuesta por las brigadas de Chichester y Fitzgerald y, según cuentan, con las casacas rojas de los ingleses parecía la vega un campo de amapolas. La operación iba desarrollándose perfectamente para los ingleses; pero súbitamente, hacia mediodía, cambia bruscamente la situación: empiezan a llegar refuerzos carlistas por la carretera de Tolosa. Son los ocho batallones, tres escuadrones y una batería de montaña del Infante Don Sebastián que, en una marcha fabulosa, llega en auxilio de Guibelalde. Durante la jornada del día 15 -el mismo día en que Evans toma Oriamendi- esta columna hace el trayecto de Irurzun a Tolosa; a las cinco de la mañana del 16 estaba sobre el puente de Tolosa; al mediodía llegaban a Hernani, ante cuyas primeras casas estaban ya los soldados de Evans.


El infante don Sebastián reorganiza rápidamente los catorce batallones con que contaba (ocho que traía y seis de Guibelalde): el ala izquierda (frente a la derecha de Evans) la manda el aragonés Quilez; el centro Villarreal; y el ala derecha, el elgoibarrés Pedro José Iturriza y el alavés Sopelana. Ante el empuje de los carlistas que habían recobrado la superioridad numérica, la línea liberal se repliega hacia las alturas de donde había partido. En este momento es cuando se produce la crisis: el extremo del ala izquierda de Evans, dos batallones, se ve cogido entre dos fuegos, por el ataque simultáneo del 6.° de Guipúzcoa y el 4.° de Alava. Desconcertados por la maniobra, los ingleses comienzan a retroceder y ante el avance de los carlistas por la vaguada de los Aleguis, el repliegue se hace en desorden y pronto todo el frente se hunde. La retirada inglesa a lo largo de los Aleguis fue muy penosa, complicada además por los miles de curiosos que por allí había y que no hacían sino estorbar el movimiento de tropas. Mientras el ala derecha carlista realiza este movimiento envolvente, Villarreal avanza de frente por el centro, en dirección a Oriamendi. La tenaza vino a cerrarse sobre la pradera del caserío Arizmendi, en donde fue mayor la resistencia y la carnicería. Esta debió ser tal que, según cuentan, no pudiendo dar tierra a tantos muertos como allí había, amontonaron los cadáveres y les pegaron fuego. La desbandada en las filas liberales fue general. Los carlistas dejaban de lado a las tropas españolas y perseguían encarnizadamente a las inglesas.


A las cinco de la tarde había concluido la batalla que, iniciada bajo el signo de la victoria para Evans, se había transformado en derrota por la llegada oportlna del Infante don Sebastián, que al caer la tarde pudo recorrer con su Estado Mayor el escenario de la lucha. Los soldados victoriosos despojaban de sus casacas rojas a los muertos ingleses. Según una tradición donostiarra, entre el botín, con los instrumentos de una banda de música, estaban las partituras de la marcha que Cantesteban había compuesto para celebrar la que parecía inminente victoria liberal: estas partituras son las del Himno de Oriamendi que el vencedor se apropió y que desde entonces fue el más popular canto de guerra carlista.


El avance victorioso carlista no pudo ser contenido hasta la altura de Ayete, por un batallón inglés de marina que hacía fuego por descargas cerradas. Este caserío estaba situado hacia la mitad del camino que va por la cresta de colinas desde Oriamendi al Antiguo. En su emplazamiento construyeron un magnífico palacio los Duques de Bailén, con espléndido parque abundante en frondoso arbolado. El Duque de Bailén fue el Embajador que en Viena pidió al Emperador Francisco José y para el Rey Alfonso XII la mano de la entonces Archiduquesa María Cristina. Desde entonces, ésta conservó muy buena amistad con los de Bailén y más tarde, viudas ya ambas, la Duquesa le ofreció a la Reina su palacio de Ayete como residencia estival. Así se inició la costumbre de la jornada de verano en San Sebastián de los Reyes. Doña María Cristina construyó después la Real Casa de Campo de Miramar; el Palacio de Ayete, pasando el tiempo, fue comprado por el Ayuntamiento de San Sebastián y restaurado para residencia de verano del Jefe del Estado. Hoy está cerrado, pero su parque -magnífico- está abierto al público.





Cap.VIII - OTRA VEZ EN EL ANTIGUO

La zona de alturas medias que rodea San Sebastián, desde Ulía hasta Ayete, termina bruscamente en la alineación de colinas que desde Oriamendi baja perpendicularmente a la costa para morir en la península donde antaño estuviera el Monasterio de San Sebastián el Antiguo y hoy se alza el Palacio de Miramar. Basta cruzar la carretera vieja a Hernani que marca el límite de las Artigas y el terreno empieza a descender rápidamente hacia el valle por donde hoy entra en San Sebastián la carretera general Madrid-Irún. Por el fondo de este valle corre el arroyo Gorga, pequeño curso de agua que baja del alto de Teresategui, y desemboca hoy en la Concha. El arroyo Gorga -cuyo nombre de abolengo gascón describe bien el aspecto de garganta montañosa que aún hoy es el tramo entre Añorga y El Infierno- es el límite hasta donde alcanzó la colonización rural de los gascones en el área de San Sebastián. Indudablemente el aspecto salvaje y temeroso que presentaría esta garganta allá por los siglos XII y XIII contuvo la expansión agraria de los nuevos pobladores de la villa, cuya predilección por los campos de media altura sobre el nivel del mar tuvo en Ulía, Alza y las Artigas suficiente ámbito de expansión. Una vez atravesado el Gorga, desaparecen totalmente los topónimos gascones; los caseríos y los parajes ostentan ya de nuevo denominaciones netamente vascongadas.


Resulta curioso observar cómo el actual barrio de El Antiguo, con ser moderno y formar parte de una ciudad grande, presenta una fisonomía muy característica de pueblo del interior de la provincia. Sobre todo la plaza de la Iglesia, con sus árboles en el atrio, el pequeño frontón y el mercado, las tiendas y tabernas que la rodean, tiene un aire de pequeño municipio rural que podría engañar a cualquier visitante al que se le colocara allí sin decirle que se trata de un barrio donostiarra. Hasta tal punto es realmente así, que los mismos antiguotarras, cuando van al centro de la ciudad, suelen decir voy a San Sebastián, como si fueran a otra población. Se trata sin duda de un curioso caso de supervivencia de la vida social del primitivo núcleo de población organizado, en torno a la Parroquia rural o Monasterio de San Sebastián el Antiguo, con anterioridad, como sabemos, a la fundación de la Villa y la venida de los nuevos pobladores gascones.


Sobre la normal vida del barrio de el Antiguo, centro comercial y urbano de una extensa zona de economía rural organizada sobre la tradicional estructura de los caseríos, viene a superponerse en la temporada estival la característica masa flotante de los veraneantes. La playa y barrio de Ondarreta constituyen su centro, y lo que hoy es una zona de urbanización cuidada, uno de los parajes más acertados del San Sebastián moderno, apenas puede dar idea de lo que fue hasta un pasado aún reciente.


La desembocadura de los arroyos de el Antiguo en La Concha daba lugar a la formación de marismas y juncales que periódicamente se veían invadidas por las aguas. Ya en 1675 se registra el primer intento de desecación de aquellos terrenos para dedicarlos a pastos y huertas; pero no dio resultado. Tentativa más importante fue la que en 1773 hizo don Simón de Aragorri, Marqués de Iranda. Este fue uno de aquellos hombres emprendedores que, en la primera época de los Amigos del País, intentaron tantas obras interesantes para la transformación de la economía guipuzcoana. Fundación suya fue la famosa Fandería que para la fabricación de planchas de hierro se estableció en Rentería, con gran admiración de los industriales de la época. El propósito del Marqués de Iranda al iniciar la desecación de las marismas de el Antiguo parece que no fue sino obtener una zona portuaria, proyecto en relación con el que por entonces tuvo el Consulado y Casa de Contratación de establecer el puerto al amparo de la isla de Santa Clara, cerrando la boca que queda entre ésta y el monte Igueldo (proyecto iniciado, pudiéndose aún ver durante la bajamar los restos de la escollera entonces comenzada).


La empresa del Marqués de Iranda no prosperó, al abandonarse el proyecto de puerto en lo que hoy es Ondarreta.

Y lo que fue peor: lo defectuoso del sistema de desagüe de las marismas y la falta de atención en los trabajos de limpieza de los canales de drenaje, dieron lugar a una grave endemia palúdica que causaba constantes bajas en la población del barrio. La situación llegó a ser grave durante el primer tercio del siglo XIX. Sobre todo, cada vez que los temporales provocaban derrumbamientos en el talud del monte Igueldo o movían la situación de las dunas de la costa, se cegaban las bocas de salida y se inundaban los terrenos de nuevo,


Sólo comenzó a solucionarse el problema sanitario de las marismas de el Antiguo cuando se constituyó, en 1842, la llamada Empresa de los Juncales, especie de cooperativa de los propietarios de aquellos terrenos para realizar las obras de desagüe y saneamiento. En realidad, el problema de esta zona de el Antiguo ha sido siempre la manera de conseguir dar salida a las aguas, problema que nunca se había logrado resolver por completo y que ahora está solucionado, dando una nueva desembocadura al río por un túnel bajo el monte. La realización de esta obra estaba relacionada con un importante proyecto de urbanización de toda el área comprendida entre la actual barriada de villas de Ondarreta y el camino antiguo a Usúrbil y que ha quedado a medio hacer.


Este camino es continuación del que baja de Ayete y después de cruzar la carretera de Madrid continúa hacia el barrio de Ibaeta por el paraje antaño denominado Lauchimeneta por una casa en cuya silueta eran características las cuatro chimeneas que sobresalían del tejado. El primer trozo de este camino atraviesa un barrio de un aire suburbial muy desgraciado, pero después de pasar el grupo de casas de Ibaeta, se convierte en un delicioso paseo que se adentra por el fondo de un valle de encantador aire campesino. La carretera asfaltada llega hasta el límite del término municipal de San Sebastián y después se convierte en camino rural, que progresivamente va ascendiendo hasta trasponer los montes al otro lado de los cuales se encuentra Usúrbil. Como dato curioso señalaremos que en este cerrado valle de tan poético paisaje se proyectó, allá por el año 1940, establecer un nuevo Comenterio de San Sebastián, para sustituir al de Polloe que hoy ha venido a quedar rodeado de zonas habitadas.


En la parte que hoy son jardines de Ondarreta estuvo situado el Campo de Maniobras de la guarnición. A raíz del derribo las murallas, el Ayuntamiento se comprometió a proporcionar al Ramo de Guerra un terreno para la instrucción de las tropas, a cambio de las que había en las fortificaciones exteriores que se le cedían. A este fin se destinó inicialmente la zona que hoy es el parque de Alderdi-eder, llamado por sta razón, en aquella época, Errege soro (Campo del Rey). Al decidir la construcción del Casino, el Campo de Maniobras de Errege soro fue trasladado a otro en Ondarreta, que más tarde desapareció también por permuta, cuando se construyeron los nuevos Cuarteles en Loyola.


Este campo de maniobras de Ondarreta, además del uso en los fines propios de terreno de instrucción de las tropas, fue empleado frecuentemente en manifestaciones deportivas. Fueron famosos los concursos hípicos allí celebrados a principio de siglo. Y por entonces también inició en aquel terreno su historia futbolística la Real Sociedad, con un partido con otro equipo formado por la tripulación de un buque de guerra inglés surto en Pasajes. De la misma época aproximadamente son los primeros alardes de aviación entonces naciente, en uno de los cuales el piloto francés Le Blond, cayó a la Concha y se ahogó. En terrenos próximos al del Campo de Maniobras estableció el San Sebastián Recreation Club sus campos de tennis, que en época reciente han sido ampliados con la construcción de una piscina y otras instalaciones deportivas, en parte del solar de la cárcel celular que a finales del siglo pasado se construyó allí y afortunadamente ha sido trasladada a Martutene.


Detrás del tennis está situada la estación del funicular al casino de Igueldo, construido en la época del auge del juego. Está emplazado en la cima donde antaño estuvo situado el Faro de Monte Frío, cuyo torreón restaurado es una atalaya desde donde se divisa una bellísima vista sobre la bahía y la ciudad. El casino de Igueldo, con su restaurant y parque de atracciones, es lugar de visita popular entre los turistas, sobre todo por el hermoso panorama que desde allí se disfruta.


Por la cresta del monte corre la carretera que por un ramal a la izquierda lleva hasta el Tiro de Pichón de Gudamendi (su nombre auténtico es Gulamendi) con modernas instalaciones, donde se desarrollan cada año competiciones internacionales, emplazado en un maravilloso mirador sobre la vega de El Antiguo.


La carretera por la cima del monte continúa hasta el pueblo de Igueldo, barrio donostiarra que conserva un grato ambiente rural. Pasa por delante del Observatorio Meteorológico, que fue fundado por un sacerdote, Don Juan Miguel Orcolaga, popularmente conocido por el Vicario de Zarauz, pues siendo párroco de esta villa se acreditó como eminente meteorólogo práctico que acertaba a prever las temidas galernas, salvando así muchas vidas de pescadores. Siguiendo la carretera, se llega al pie de la del monte Mendizorroz, en cuya cima las ruinas de un fortín recuerdan los tiempos del asedio de la ciudad por los carlistas que en este punto tenían el extremo de su línea de circunvalación de San Sebastián, a la que bombardeaban desde el monte Arratsain que allí al lado se alza.


Abajo, por la vaguada entra la autopista procedente de Bilbao y desde ella, al remontar un breve repecho, se ofrece a nuestros ojos una bellísima panorámica de San Sebastián: podemos abarcar en una sola mirada este mismo paisaje cuyas evocaciones del pasado hemos desgranado al hilo de este Paseo Histórico.


La panorámica de San Sebastián que se divisaba desde esta línea carlista Mendizorroz-Arratsain es la misma de gran belleza que, como un telón que se levanta, se ve cuando llega a San Sebastián la moderna autopista procedente del Oeste: corre por el fondo de la vaguada entre ambos montes, perpendicular a la vieja línea bélica, y presenta de una sola mirada toda la geografía que acabamos de recorrer, desgranando las evocaciones del pasado que nos ha ido surgiendo al paso, este Paseo Histórico.







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La larga y dramática Historia de San Sebastián

Al inicio de esta segunda parte considero conveniente exponer cuáles son los motivos por los cuales le doy el título que va al frente: La larga y dramática historia donostiarra.


Vayamos primero con lo de larga. Esta Vasconia nuestra, es muchas cosas, una pura paradoja, y uno de sus contrastes más acentuados es ser al mismo tiempo tradicionalista y ahistórica. Muchas cosas parecen aquí mucho más antiguas de lo que son en realidad; tal, por ejemplo, la boina -la boina vasca como en el mundo entero se la llama- y ésta sólo pertenece al atuendo regional desde el siglo pasado. Y por modo contrapuesto, pasan por modernas otras que son de antigüedad notable: así, la ciudad de San Sebastián.


Para el común sentir de la gente, San Sebastián es una ciudad moderna. Su urbanización, su fisonomía, el aire y aspecto que tienen sus calles y plazas, todo contribuye a darle un aire muy de ahora (entendiendo por este de ahora el tiempo corrido desde los comienzos del XIX hasta el presente). Y sin embargo, San Sebastián es el municipio más antiguo de todo el bajo País Vasco.


Para un viajero que recorra la región y visite Oñate y Vergara, Elorrio y Durango, Fuenterrabía, Marquina o Valmaseda, no le quedará ninguna duda de lo antiguas que son estas poblaciones. Sus Casas Consistoriales, sus iglesias, las mansiones blasonadas, la misma topografía urbana, le darán la sensación de que pasea por escenarios de siglos pasados; cosa que en cambio aquí apenas en algún momento lo podrá percibir; y eso que San Sebastián tiene sobre todas ellas la primacía en el tiempo (esto pudiera parecer una pequeña vanidad historicista de erudito local; si así fuere, antes de seguir me apresuro a pedir perdón a oñatiarras y vergareses, elorrianos, marquineses, etc., a quienes no les quisiera disminuir en el legítimo orgullo de su chica). Y aún es más fuerte el contraste si comparamos la parte vieja donostiarra con el casco antiguo de Vitoria o con las 7 calles de Bilbao: ¿quién diría que la capital alavesa es más o menos coetánea de la guipuzcoana? ¿y que la villa del Nervión fue fundada casi siglo y medio después que la del Urumea?


Es que del San Sebastián antiguo apenas si queda nada. La última destrucción -cuando los ingleses arrasaron la ciudad en 1813- fue total, pero para entonces ya cinco veces había resultado su casco urbano arrasado por el fuego. Y tan repetidas quemas totales no sólo destruyeron la materialidad de la urbe, sino que, con la conciencia de tener que empezar de nuevo a erigirla, se llevaba consigo cada vez una parcela de la conciencia histórica de la población, del saber -y estar orgullosos que el suyo es el municipio más antiguo y glorioso de Guipúzcoa.


En 1950, el Ayuntamiento de San Sebastián conmemoró oficialmente el VIII Centenario de su fundación. 30 años después, la Sociedad de Estudios Vascos volvió a celebrar la efemérides, teniendo lugar un Congreso con numerosas comunicaciones, alguna de calidad, la mayoría muy deleznables. Esta ridícula doble rememoración del mismo Centenario con seis lustros de diferencia era completamente gratuita, aunque tuviera una apariencia de justificación: la Carta Puebla donostiarra nos ha llegado sin que figure en ella la fecha de promulgación. Tradicionalmente se le venía asignando la de 1150 que es la del comienzo del reinado del rey otorgante -el navarro Sancho el Sabio- aunque a mí me parece poco probable que lo hiciera nada más subir al trono. Esta fecha no era aceptada por todos, y numerosos autores han propuesto otras; entre los discrepantes, el último ha sido el Profesor Lacarra que manifestaba su inclinación a señalarle una fecha aproximada al año 1180, aduciendo unos argumentos a mi juicio muy poco convincentes. Mas sea cuál fuere la fecha del Fuero de San Sebastián -más adelante se verá las que a mí me parecen más probables- el hecho es que nuestro municipio fue fundado en la segunda mitad del siglo XI: que cuenta ya más de ocho centurias de existencia. La verdad es que los donostiarras son gentes de memoria corta; se acuerdan del ayer inmediato: de los tiempos de la Reina Madre y del Casino, del siglo XIX; los que más, de la destrucción de 1813. Pero no de los tantos años de vida de la población los más de ocho siglos de su historia en los cuales el barco de su escudo ha debido cambiar de rumbo varias veces y muchas más se ha visto zarandeado por fuertes temporales que hacen que su historia sea una sucesión de momentos dramáticos.


Porque la historia de San Sebastián es un drama pleno de avatares. La línea ideal con que se podrían representar sus más de ocho siglos de existencia habría de ser una curva sinuosa que tan pronto asciende como bruscamente interrumpe su marcha, para caer en una sima de la que trabajosamente vuelve a remontarse. Veamos los puntos en los cuales pse produce esa inflexión en la línea vital donostiarra con los que yo llamo momentos dramáticos de su historia.


El primero de ellos se registra ya en el mismo momento de nacer como municipio: cuando recibe la Carta Puebla, cuando el monarca navarro Sancho el sabio le otorga su famoso Fuero. Lo que inicialmente estaba llamado a ser una simple anteiglesia rural cristalizada en torno a un monasterio que atiende al servicio eclesiástico de una población dispersa, súbitamente se convierte en un municipio dotado de todas las características: murallas, cabildo municipal, burguesía dirigente, etc.


Y el segundo momento dramático se le plantea antes de que transcurra medio siglo de su vida municipal, cuando aún la regían los hijos de aquellos que habían conseguido del rey navarro la Carta Puebla: el propósito de Sancho el sabio al fundar San Sebastián nuestra villa, fue dar a sus dominios una salida al mar por territorio de su soberanía, como lo era en aquel momento el área de San Sebastián. Pero lo fue por muy poco tiempo, porque en el año 1200 el monarca castellano Alfonso VIII incorpora a su corona los territorios alaveses y guipuzcoanos. El motivo de esta incorporación no era otro que el de disponer de paso franco en dirección al sur de Francia para poder tomar posesión de los territorios que constituían la dote de su mujer Leonor de Aquitania, duquesa propietaria de Gascuña y Poitiers, hija del rey de Inglaterra y hermana por tanto de sus dos sucesivos herederos-Ricardo corazón de león y Juan sin tierra- monarcas de cuya soberanía eran aquellos ducados. El sucesor del rey sabio el fundador de San Sebastián- reaccionó ante la pérdida de los territorios alaveses y guipuzcoanos aliándose con el soberano británico y así vemos que Sancho el fuerte y Juan sin tierra firman dos tratados -Chinon a. 1201 y Angulema a. 1204- de paz y amistad perpetuas y también de perpetua confederación. En lo que afecta a San Sebastián, hay que señalar que ambos tratados el rey navarro se los comunica a la villa de Bayona con el propósito de atraérsela y restaurar su antañona función de puerto de Navarra, lo que hubiera sido en detrimento de la principal función del donostiarra, nacido para cumplir tal cometido; pero tal maniobra resultó estéril, pues Bayona en aquel momento, estaba profundamente dividida: por un lado el obispo Bernardo de Legarda y por otro los burgueses de la villa. El hecho es que Sancho el fuerte debió de reconciliarse con el castellano Alfonso VIII y resignarse a la pérdida de sus dominios alaveses y guipuzcoanos, pues le vemos a su lado en la alta ocasión de las Navas de Tolosa (1212) cuando gana las cadenas para el escudo de Navarra.


San Sebastián superó este avatar -el alzarse una frontera barreando su principal línea de tráfico- merced a la maravillosa elasticidad de la Edad Media que sabía diferenciar los motivos políticos-militares (las soberanías distintas, muchas veces hostiles) de los intereses civiles del tráfico comercial; y así en todo el medievo son numerosas las cartas reales de los monarcas castellanos y de los soberanos navarros- privilegiando el tráfico de Navarra con los puertos de Guipúzcoa, que sin embargo ya no es el principal para San Sebastián: paulatinamente va siendo sustituido por el procedente de la Castilla del Duero, pasando por el centro distribuidor de Vitoria. Esta centuria y media-s. XIII y primera mitad del XIV; reinado de los tres Alfonsos (el VIII, el X y el XI) y del rey Sancho (el IV)- es el inicio de la que yo me atrevería a llamar la Edad de Oro de la villa donostiarra: es el momento de su máximo esplendor como emporio comercial marítimo, fruto de la plenitud del factor naval: las escuadras de la Corona de Castilla, día a día, jornada gloriosa tras jornada gloriosa, van acrecentando su prepotencia y al final ganarán la hegemonía en el mar entre las costas cantábricas y las británicas (es casi supérfluo subrayar la gran participación de los marinos vascos en este auge naval y el papel preponderante de los puertos guipuzcoanos a los cuales cada vez más los reyes canalizan el tráfico castellano, principales los de San Sebastián, cuya función de plaza mercantil cada vez se afirma más).


Este período de esplendor lo pondrá en peligro -un nuevo avatar dramático en la vida de San Sebastián- la guerra civil entre los hermanastros que se disputan el solio real de Castilla: Pedro el cruel y Enrique el de las mercedes. En ella, San Sebastián es pedrista y los jaunchos y las villas de Guipúzcoa son enriqueños; la tragedia de Montiel da la corona al bastardo, y San Sebastián es víctima de la venganza del vencedor: su famosa sentencia de 1476 abre la primera brecha en la que es su más preciada posesión, la piedra angular de su esplendor comercial-marítimo: el puerto del Pasaje. Mas esto, con ser grave, no fue lo peor; lo que verdaderamente tuvo transcendencia en el plano general y para San Sebastián- es el vuelco en la política internacional que significa la revolución Trastámara: la política de hábil balancín entre franceses y británicos que caracteriza el siglo y medio de los tres Alfonsos y Sancho es abandonada; en lo sucesivo la Corona de Castilla basa su política internacional en la amistad con Francia.


El contragolpe de la revolución trastámara -la nueva orientación exterior castellana que pudiera haber sido tan dañosa para San Sebastián en su función de emporio mercantil -San Sebastián lo salvó merced a algo que ya llevaba decenios preparándose: la hegemonía naval en estas aguas (a la larga, muy a la larga -en 1813- los ingleses se vengaron arrasando San Sebastián que su tenaz memoria no podía olvidar que fue la base de aquella hegemonía que hubiron de soportar).


En esta coyuntura se le presentan a San Sebastián no uno sino dos nuevos avatares en su devenir histórico tan lleno de momentos dramáticos: el primero es si se quiere decir así uno más; el segundo, en cambio, tiene tal transcendencia que significa que San Sebastián que, hasta entonces ha sido esto, a partir de ese momento será estotro. Veamos por separado cada uno de estos momentos dramáticos.


El incendio de 1489, uno más en la larga serie de las quemas que durante toda la Edad Media destruyen totalmente la villa y tras los cuales los burgueses de la misma -con estoicismo ancestral- la reconstruyen, que aparentemente no era sino otro de los fuegos que arrasan la San Sebastián, en realidad es el último incendio medieval. Marca un hito: sus llamas iluminan el San Sebastián de la Edad Media que fenece, el San Sebastián de la Edad Moderna que nace. El cabildo municipal que acomete la reconstrucción lo mismo que los de Zubieta en 1813- no sólo toma disposiciones para evitar que el siniestro pueda repetirse, sino que consigue de los Reyes Católicos la ayuda y protección para reorganizar la vida y administración del municipio lo que pudiera llamarse Nueva Planta de San Sebastián- en forma tan bien estructurada que parecía que se abría ante los destinos de la población una era en la cual habría de ganar florecimiento y provecho, cumpliendo el que hasta entonces, durante decenios, había sido su síno: emporio comercial y marítimo. Pero súbitamente, el destino le iba a transtocar su función esencial; va a comenzar la segunda fase de su historia municipal: San Sebastián fortaleza.


La causa determinante de este vuelco en el ser de la urbe donostiarra es el cambio geopolítico que caracteriza a la Edad Moderna: la aparición de los Estados nacionales y, como consecuencia de la eclosión de España y Francia como naciones, el que la raya franco-española devenga una frontera de tensión, y San Sebastián sea la principal fortaleza española en ésta, tras siglos de ser una linde más bien permeable, y San Sebastián es su principal defensa, con Fuenterrabía en su vanguardia y Pamplona cubriéndole la retaguardia.


Y en consecuencia, la historia de San Sebastián es una reiterada sucesión de momentos cargados de dramatismo; es la etapa heroica de la urbe. Los anales donostiarras registran reiteradamente -casi monótonamente las manifestaciones de su nuevo destino bélico: ejércitos franceses rechazados, apresurados aprestos militares ante noticias que llegan anunciando nuevas ofensivas, ejércitos de socorro a Fuenterrabía y entradas en el vecino Labort, escuadras que se aprestan en el donostiarra puerto del Pasaje... y fortificaciones, nuevas fortificaciones. Las viejas murallas medievales son pronto reconstruidas en la época de los Reyes Católicos, pronto quedan anticuadas, porque no hay nada que modifique tanto la efectividad de los elementos bélicos como la propia guerra, y en el constante batallar de España contra la vecina nación bajo los reyes de la Casa de Austria, San Sebastián fue a la vez escudo y punta de lanza. En función de tal es lógico que primara sobre toda otra preocupación la de mejorar sus obras de defensa. Constantemente leemos en la documentación antigua de San Sebastián las incitaciones reales para que las fortificaciones sean mejoradas, para que prosigan las obras, para que les sean dados al Cabildo Municipal estos o los otros medios para continuarlas o, lo que es más frecuente -dada la permanente penuria de medios económicos de que adolecía el Estado entonces, para que el propio Municipio donostiarra anticipe los dineros necesarios para tal o cual proyecto o incluso para fundir la artillería necesaria para la defensa: anticipos dinerarios que todo hay que decirlo- la mayor parte de las veces se quedaba sin cobrar con la consiguiente repercusión en su economía. Las primeras alarmas bélicas ponen de relieve, por un lado, la importancia de San Sebastián como plaza de armas, y por otro lo anticuado de su sistema defensivo. Bajo tales premisas se inició la construcción de una nueva muralla, paralela a la anterior (prácticamente es la que se derribó en 1863). Elemento principal en ella era el Cubo Imperial, enorme construcción en forma de punta de diamante, en cuyo costado se abría la puerta principal de acceso a la población. A derecha e izquierda, dos frentes de muralla, en todo lo que ahora es el Bulevar, desde el Casino hasta la Brecha. En los dos extremos se proyectaron -y tras muchos avatares, se construyeron al fin- sendos baluartes: sobre el Urumea el de Santiago, sobre la Concha el Ingente, llamado también de San Felipe.


Realmente, las nuevas murallas de San Sebastián -por lo menos las del frente de tierra- debían de ser formidables para su época; eran los tiempos de Carlos I y Felipe II: España tenía todavía medios y, sobre todo, técnicos -los mejores del mundo, sin duda alguna- que levantaron en toda la geografía del orbe esas fortificaciones que aún hoy causan asombro por la perfección y solidez con que fueron construidas.


Los años del reinado del tercer Felipe, en que en general hubo paz en la frontera hispano-francesa, transcurrieron sin apreciables variaciones en el sistema poliorcético donostiarra. No así cuando subió al trono su sucesor. La megalomanía de Felipe IV, sus insensatas guerras con Francia, también se reflejó a lo grande en las fortificaciones de San Sebastián. De su época es una fabulosa ampliación de las murallas: la construcción del hornabeque, obra avanzada ante el Cubo Imperial y que pretendía cubrir todo el frente de tierra. El proyecto era de unas dimensiones descomunales, pero tenía el defecto-aparte de la lentitud con que se llevó a cabo y los malos materiales empleados de que respondía a una concepción anticuada (en esto, como en todo, los tiempos del cuarto Felipe no eran los del segundo). Como se demostraría en el asedio de 1719.


Lo que no sucedió en cinco siglos largos, pasó en uno solo; y no una vez, sino cinco: San Sebastián, cuyo suelo jamás lo habían pisado soldados extranjeros en plan de conquista, vio dentro de sus murallas ejércitos de ocupación.


Ya hacía tiempo que los técnicos militares venían insistiendo en la conveniencia de abandonar -en lo que se refiere a San Sebastián- el concepto de plaza fuerte y concentrar la organización defensiva en el castillo de Monte Urgull. Y en este San Sebastián tan dado a las discusiones ardientes, las econadas polémicas entre murallistas y castillistas son su fruto. La realidad es que durante 40 años -ios veinte últimos de los Austrias y los veinte primeros de los Borbones todo el esfuerzo se gastó en discusiones. El resultado fue que el siglo XVIII encuentra a San Sebastián en una situación que resultaría trágica: la Ciudad seguía siendo plaza fuerte pero sus fortificaciones están anticuadas; había en ella lo suficiente para mantener una resistencia, pero no lo bastante para que fuera eficaz; había motivo para que sobre la misma se centrara la atención del enemigo, pero no medios para contenerlo. Esta, y no otra, fue la causa real de los acontecimientos de 1719 y 1794, de 1808 y 1813, y 1823 (asedio y conquista por el duque de Berwick, ocupación por las tropas de la Convención Francesa, idem de la de Napoleón, las anglo-portuguesas de Wellington, los Cien Mil hijos de San Luis de Angulema).


Entre estos eventos militares hay que anotar dos hechos relevantes que se suman a los innúmeros que vienen dibujando la ondulante línea curva de la multisecular historia de San Sebastián.


El primero de esos avatares bélicos (Berwick) vino a insertarse en medio de una rama ascendente: en las últimas décadas del siglo XVII se registra una reviviscencia de nuestra urbe como emporio comercial -y toda Guipúzcoa se beneficia de ella- que no fue cortada por la ocupación francesa y se prolonga a lo largo del siglo XVIII. La prosperidad del San Sebastián dieciochesco es un nuevo cenit en la curva tan ondulada de su historia. Es el último y todo parecía prometerle un nuevo florecer, cuando tan esperanzador porvenir se ve brutalmente abortado por los sucesos que llenan el final de aquella centuria, y comienzos del XIX: en España, la dictadura de Godoy y su insensata y titubeante política exterior; y en el mundo: la Revolución Francesa, las guerras del megalómano Napoleón, la reacción inglesa y su intervención en la Guerra de la Independencia, con la destrucción de la ciudad en 1813.


El otro hecho-cronológicamente se sitúa entre la segunda y la tercera ocupación francesa- es quizás el más transcendental avatar acaecido a San Sebastián en su historia. Es un suceso dramático que cambia totalmente el rumbo de la nao donostiarra y cuyas nefastas consecuencias todavía hoy y cada vez más las está pagando la ciudad y la provincia entera: es el despojo, por un acto distatorial de Godoy en 1806, del puerto del Pasaje, de secular jurisdicción donostiarra, que deja amputada a la ciudad de su puerto principal. Este se había degradado en términos increibles; como consecuencia de la condición de San Sebastián fortaleza que obligaba al municipio a gastar sumas ingentes en la conservación y ampliación de su conjunto poliorcético: las mermadas arcas municipales no podían subvenir a la conservación y equipamiento del puerto del Pasaje. Tal circunstancia fue aprovechada para una auténtica conspiración anti-donostiarra, promovida por la villa de Rentería-cuyas pretensiones en la bahía eran seculares- que tuvo la habilidad de sumar a tal liga y monipodio (empleo deliberadamente esta expresión bajo medieval) a los jaunchos que dominaban los principales municipios guipuzcoanos, de cuyas celotipias respecto a San Sebastián tantas muestras registra la historia, y lograron que la provincia se sumase a ella, mostrando un abominable desagradecimiento a la villa que tanta parte tuvo en el nacimiento de la hermandad si no es que fue su cuna, como es muy probable que derrotó a los Parientes Mayores, cuyos descendientes los jaunchos ahora se vengaron de quien tanto pesó antaño en su vencimiento.


Lo trágico para San Sebastián -ya no hay que hablar de momentos dramáticos sino de tragedias- es que en el XIX ha sonado la hora de las venganzas: a la de Guipúzcoa -el despojo del Pasaje de raíz racista (várdulos contra gascones) sucede la de Inglaterra contra la base naval donostiarra, pieza clave del poderío náutico hispano que tantas veces le humilló y durante siglos se le enfrentó (más adelante explayaré esta idea). Ambos eventos trágicos marcan el nadir en la curva vital de la historia de San Sebastián.


El despojo del Pasaje tuvo lugar en los años caóticos que preceden a la Guerra de la Independencia y ya era un hecho consumado cuando los ingleses arrasan la ciudad. El drama de la quema de 1813 está muy presente en la memoria de los donostiarras; la reconstrucción fue una gran empresa, pero los patricios de Zubieta, que la deciden con un estoicismo ancestral, cometen un grave error: desaprovechan la ocasión de volver al San Sebastián emporio -que antaño le diera tanta prosperidad- y recaen en el concepto de San Sabestián fortaleza -que a la postre le había traído la ruinaconservando las murallas que pronto serán el dogal que coartará el crecimiento de la población que a lo largo del ajetreado siglo XIX, durante el cual su marcado signo progresista se esfuerza por ser la cabeza rectora de una Guipúzcoa retrógrada pero en pleno auge económico, cuya capitalidad ostenta desde 1821.


La eclosión de la Guipúzcoa moderna se verifica bajo el signo de la industrialización, pero San Sebastián no puede sumarse a ella porque el acto arbitrario de Godoy en 1805 le había amputado la que hubiera podido ser su zona industrial. Aún hubo un momento en el que San Sebastián pudo recobrar su antiguo cometido de emporio mercantil portuario -cuando Cortazar traza su plan de ensanche, tras el derribo de las murallas pero la irracional agitación de los bulevaristas frustran el intento; y San Sebastián queda relegada a la función de proveer de servicios -el sector terciario, el más caro en una colectividad- a una provincia pletórica que no paga suficientemente tan importante cometido.


Aún hubo un momento de aparente esplendor: la llamada belle epoque donostiarra -si me atreviera, diría que San Sebastián entonces fue la cocotte de España- por tantos añorada; pero aquello fue solo aparencia momentánea.


En suma, la ajetreada vida histórica donostiarra podemos considerarla dividida en tres fases:


Primera fase: San Sebastián, emporio.


Segunda fase: San Sebastián, fortaleza.


Tercera fase: San Sebastián, capital pobre de una provincia rica.


Cap.I - EMPORIO COMERCIAL

Cap.II - SAN SEBASTIÁN, FORTALEZA

Cap.III - CAPITAL POBRE DE UNA PROVINCIA RICA





Cap.I - EMPORIO COMERCIAL


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Comprende tres siglos y medio, desde la segunda mitad del siglo XII hasta finales del siglo XV. O si se quiere si preferimos referirnos a la historia de San Sebastián y no a la del municipio debemos sumar casi otros cien años, de finales del siglo XI a la segunda mitad del XI, porque hay un período pre-municipal que se desarrolla en esos tiempos.


Como tantas veces ha sucedido, el origen de un municipio está en una iglesia. Las primeras noticias de San Sebastián escritas -este es, históricas- que tenemos, se refieren a un monasterio situado al borde del mar en el barrio que hoy aún se llama San Sebastián el antiguo, precisamente por eso. Aquel monasterio proveía a la atención espiritual de la población dispersa en la zona de Hernani, gentes de economía mitad pastoril mitad agrícola, seles y caseríos. No sabemos cuándo fue fundado: el primer dato nos lo da un falso documento de Sancho el mayor de Navarra, supuestamente fechado en el año 1014 la famosa donación a Leyre: probablemente no fue él quien lo fundó, sino tu tercer sucesor: Sancho Ramirez. Y también es probable que éste fuera quien lo erigiera como dependencia de la rica abadía de San Salvador de Leyre y le donara un extenso coto redondo de tierras en su mayor parte de pastoreo y algo de labrantío destinado a proveer a las necesidades materiales de su clero. Casi cabe afirmar con seguridad que su clérigo -la denominación monasterio, en aquel momento significa que era uno solo- fue el primer evangelizador, en el siglo XI, de los todavía paganos habitantes de la zona. Después se le sumarían otros, y el monasterio ad litus maris ya se convertiría en lo que hoy entendemos por tal: una casa religiosa de clérigos regidos por una regla monástica. Y más tarde llegarían a la nueva villa de San Sebastián los sacerdotes gascones que -según el fuero eran los únicos que podían prestar su asistencia espiritual a los ruanos y ya estaban puestos los cimientos de la rivalidad entre dos cleros el uno dependiente de Pamplona y el otro de Bayona que es la base y fundamento de por qué se elaboró la escritura de fundación de el antiguo y se antedató en el 1014.

La iglesia de San Sebastián el antiguo, allá en los siglos XI y XII tal como era regla general en todo el país vasco al mismo tiempo que centro espiritual, lo sería de la naciente vida social y administrativa de la población de esta comarca. Con el tiempo aquella anteiglesia, hubiera llegado a cristalizar en un municipio contando, como contaba con el favor real, testimoniado por nuevas donaciones de Pedro I y García Ramirez. Y el centro de la población hubiera estado allí, en la colina donde se alza hoy el Palacio Real de Miramar.

Pero el síno de San Sebastián es dar quiebros a su devenir histórico: esta vez, el aldabonazo del destino se llama el fuero. El núcleo urbano, que estaba en vías de formación enel antiguo se desplaza al pie del monte Urgull, por obra del rey Sancho el sabio de Navarra, cuando otorga la carta-puebla o Fuero de población de la Villa de San Sebastián.

El Fuero de nuestro municipio tiene dos progenitores: el reino de Navarra y la villa de Bayona. Veámoslo:

Ante todo hay que señalar que es el fruto de la aplicación al reino de Navarra de una ley geopolítica de carácter universal y permanente: la que impone a todo Estado continental, interior, el buscar una salida al mar, un puerto por donde efectuar su tráfico con el resto del mundo.

El siglo XII es para la historia navarra uno de esos períodos que se dan en la vida de todo Estado en que -en breve plazo se opera un cambio importante en la estructura política. Navarra había conocido ya los días gloriosos, pero estériles, de Sancho el mayor; los tiempos calamitosos de García, el muerto de Atapuerca, y los trágicos de Sancho, el asesinado en Peñalén. La corona de Navarra había venido a recaer en el aragonés Alfonso el batallador, y éste, no obstante sus interminables querellas con su esposa, la liviana doña Urraca, y sus cuñados, los intrigantes borgoñones, pese a las guerras derivadas de las malditas e descomulgadas bodas, tuvo tiempo para desarrollar una fértil política de creación de municipios.

Política municipalista que, continuada durante cosa de 90 años por el batallador, por su sucesor García el restaurador y por el hijo de éste, Sancho el Sabio, se traduce en la concesión de 75 cartas pueblas o fueros municipales.

Realmente fue un período más bien corto, pero espléndido. Un momento de intensa reorganización interna. El reino había ganado amplias extensiones de terreno bajando de la montaña a la ribera, en las merindades tan ricas de Estella y Tafalla, liberadas del dominio musulmán. En esta coyuntura los reyes, que necesitan revalorizar aquellas tierras, ponerlas en cultivo y darles una administración local, recurren al sistema de los Fueros o Cartas Pueblas. Estas son, en esencia el documento mediante el cual se ordena jurídicamente el autogobierno de una colectividad de ámbito local, acompañado de exenciones económicas que permitan desenvolverse a sus ciudadanos en condiciones favorables y de concesiones, de tipo también económico, al propio cabildo municipal, para que pueda acometer con holgura la tarea administrativa propia.

En la enorme obra de reorganizar la vida social de las tierras recuperadas del poder musulmán, destaca, sobre todos, el Rey Sancho, cuya labor legislativa le valió el apelativo de el sabio, con que le denominaron los historiadores antiguos. Figura más bien gris la de este monarca, no suena sobremanera en la historia grandilocuente de las guerras y las altas hazañas. Y, sin embargo, en los 44 años de su reinado se sitúan cincuenta Fueros municipales. Motivo más que suficiente para tener una mayor nombradía en la historia: y para nosotros más poderoso, pues fue quien otorgó la Carta Puebla de San Sebastián.

La razón por la cual, en este siglo XII, en Navarra se desarrolla esa actividad foral organizadora de municipios es, como he apuntado antes, la expansión que tuvo el reino hacia el Sur, ganando tierras a los moros y la convivencia de dar nuevo orden y asentar nuevos vecinos en las tierras yermas e despobladas. Ahora bien, éste no era el caso de San Sebastián. Aquí no habían llegado los moros, ni las tierras debían de estar yermas e despobladas, pues ya hemos visto cómo había una parroquia rural que vivía de los diezmos y primicias que percibía de los caseríos circundantes. ¿Por qué razón el Rey sabio funda una Villa aquí, en la costa del mar, al otro lado de la divisoria orográfica, al Norte del Reino, tan lejos de la parte meridional, donde se ubican la mayoría de municipios que él promociona? La explicación es clara: la ley geopolítica, antes aludida, de que todo Estado interior busca una salida al mar.

Este es un fenómeno ineluctable: para los terrícolas, la atracción del mar es extraordinaria; es el camino por donde mejor circulan las mercancías, la vía que anuda los tratos comerciales y

por donde viajan las influencias culturales. Hoy apenas podemos darnos cuenta de lo que el mar ha significado para los pueblos antiguos: aun ahora, en que se han facilitado y abaratado las comunicaciones terrestres e incluso aéreas, todavía el transporte marítimo es el más cómodo y económico. Imagínese lo que sucedería en la Edad Media, cuando apenas había caminos carreteros; ello explica la aspiración del reino de Navarra de contar con un puerto propio en el Cantábrico.

La Navarra de aquella época carecía de puertos, y su salida al mar la buscó primero por Bayona. Bayona ha sido muy importante para la historia del Golfo de Vizcaya y por su conducto en la época de la dominación británica en Aquitania recibieron los vascos de los ingleses el arte de la navegación y éstos de los vikingos.

Con la llegada de los ingleses a Bayona, aquella villa gascona ve abrirse ante ella un período de gran prosperidad. Bajo el impulso de los nuevos dominadores, se forma allí una burguesía de armadores y de comerciantes, que pone a punto una moderna técnica comercial. Una de las direcciones naturales de su fructífera expansión mercantil, lógicamente, apunta desde muy pronto en dirección a Navarra: remontando el Nive, por la merindad de Ultra-Puertos, la vieja Vía romana llevaba por Valcarlos y Roncesvalles hasta la cuenca de Pamplona.

Bayona nos consta que, efectivamente, funcionó durante mucho tiempo como puerto de Navarra. Pero allá en el siglo XI, se le planteó un problema, para el cual la técnica de entonces no tenía solución: las arenas de las Landas comenzaron a cerrar la bocana del puerto. Esto sucede exactamente en aquel momento en que alrededor de la parroquia rural de San Sebastián el Antiguo empieza a organizarse la vida de los campesinos y pastores de la tierra de Hernani. Yo no sé si en aquel entonces había en uso, en el área de San Sebastián algo que semejara un puerto, pero sospecho que la frase illam villam quam antiqui dicebant Izurun de la donación a Leire posiblemente aluda a que al pie de Urgull estuviera situado uno de aquellos atracaderos de etapa que forzosamente hubieron de establecer los romanos en su línea de cabotaje de Flaviobriga a Lapurdum y Burdigala -de Castro Urdiales a Bayona y Burdeos-; y si esto fuera así, nada tendría de extraño tampoco que los armadores bayoneses, ante el grave problema de la barra de arena que les cerraba su puerto, comenzaran a utilizar los viejos muelles romanos donostiarras. Así se iniciaría la inmigración gascona que luego tan fuertemente fue protegida por el monarca navarro a través de la Carta Puebla donostiarra. Y este fue el rasgo verdaderamente genial de Sancho el Sabio: aplicar a la promoción de un puerto en el Cantábrico el mismo método-la concesión de un Fuero Municipal que se venía empleando desde hacía casi un siglo en el resto de Navarra para organizar las tierras ganadas a los moros, pero incorporando a sus prescripciones esencialmente terrícolas la experiencia náutica y comercial de aquellos mareantes bayoneses que -expulsados por las arenas de la barra del Adur- sin duda ya habían empezado a utilizar el viejo atracadero romano de Izurun. 

Al estudiar internamente los 40 artículos del Fuero de San Sebastián, vemos que se pueden establecer dos grupos perfectamente diferenciados, por razón de su contenido y procedencia: por un lado, los que están tomados literalmente del Fuero de Estella, o inspirados en él, en el de Jaca o en otros fueros municipales navarros, que son los que se refieren a aquellas materias -administración municipal y de justicia, derecho familiar, etc- que son iguales para una

villa costera y otra del interior del país; y por otro lado, los artículos que no tienen nada que ver con la legislación navarra de tierra adentro, están dedicados a regular las cuestiones marítimo-mercantiles, peculiares de la villa portuaria que nacía y que fueron la razón del éxito que tuvo este código municipal, ya que fue aplicado a todos los municipios costeros guipuzcoanos y aún al cántabro de San Vicente de la Barquera, probablemente estos artículos originales - parte, al menos- habrían sido tomados de una Colección bayonesa de Usos y Costumbres anteriores. Es de suponer que tal recopilación estaba formada por las normas de índole consuetudinaria aplicadas por los mareantes bayoneses que habían comenzado a asentarse en el área donostiarra.

No sabemos el año exacto en que el monarca navarro sancionó con su firma el código municipal donostiarra; Lacarra y yo hemos señalado hipotéticamente unas fechas, y aunque no coincidimos ambos, los dos estamos conformes en señalar la segunda mitad del siglo XII. Como digo, para esta época, sabemos positivamente que la arena había cerrado del todo la bocana del Adur; tal que, según mi teoría, la causa determinante, primero, de un traslado masivo de mareantes gascones al área donostiarra, y después, de que se decidieran a solicitar del monarca navarro la fundación de una villa en la misma zona. Para ello, encargaron a un desconocido jurista que preparara un proyecto de código municipal, lo que hizo más o menos al cincuenta por ciento: una mitad la tomó de la legislación navarra de tierra adentro, y la otra mitad de los Usos y Costumbres de los mareantes bayoneses. Tal proyecto de código es el que obtuvo la sanción regia; y así es como creo yo- nació el Fuero de San Sebastián.

He de confesar que esto la paulatina instalación de los gascones mareantes bayoneses a la romana estación naval (statio) de Izurun antes del otorgamiento de la Carta Puebla- no es más que una hipótesis; pero que lo creo que tiene muchos visos de verosimilitud. Aceptándola como tal -como mera hipótesis de trabajo- hay que preguntarse en qué estado encontraron a su llegada el viejo burgo romano. Parto de la base del enorme conservadurismo de las plantas de

las poblaciones antiguas -las urbes se destruyen (San Sebastián muchas veces, por el fuego) pero la propiedad de los solares se perpetúa- y el análisis de los topónimos locales y de otros datos nos permiten localizar la instalación de los gascones en el viejo Izurun: en su mitad oriental, de la calle de San Jerónimo para allá. Los nombres de las calles de Narrica, y las dos de Esterlines (la vieja, hoy de Juan de Bilbao, y la actual); el barrio gascón parece que estaba en torno a la calle de Narrica, desde la parroquia de San Vicente hasta la casa fuerte de los Engomez, una destacada familia gascona que antes tenía el apellido Mans (un miembro de ella fue obispo de Bayona y en su testamento dejó alguna manda en San Sebastián). La parroquia de San Vicente debió de ser erigida sobre el ángulo noreste de la muralla que rodeaba el burgo romano (prácticamente extramuros, según es usual en las poblaciones romanas al implantarse el cristianismo).

Ahora bien resulta obligada la pregunta-, ¿por qué estos mareantes gascones se instalaron en la mitad del Izurun romano más distante del puerto? No lo podemos saber, pero cabe adivinarlo: por la poderosa razón de que allí encontraron solares vacíos; o lo que es lo mismo: que la mitad occidental, la que quedaba junto al puerto, estaba habitada. ¿Por quiénes? Imposible saberlo: yo pienso que era una población superstite de los tiempos en que hubo allí un burgo romano -de cuya decadencia y semidespoblación es indicio el vacío antes señalado de su mitad oriental de cuya composición no me atrevo a decir nada: probablemente eran gentes mez -cladas, como suelen ser las de los puertos; lo que puede darse por seguro es que no eran várdulos, como los de la tierra de Hernani a cuya inicial evangelización proveyó el monasterio de San Sebastián el antiguo, pues las gens vascongadas no fueron ab initio de vocación marinera, sino ganadera y luego agricultora. Estos -¿me atreveré a llamarlos indígenas donostiarras?- como es natural se habían quedado a vivir en la zona más próxima al puerto, que había sido el motivo de su permanencia y habían erigido una iglesia también extramuros -la primitiva parroquia de Santa María en el ángulo noroeste.

El límite entre los núcleos indígena y gascón debía de estar aproximadamente en la calle de San Jerónimo, que siempre fue menos importante que las de Narrica y Santa María (hoy ejes de los dos dichos barrios). Esta dualidad de origen de los donostiarras antes de la concesión del Fuero por Sancho el sabio -que como digo es una mera hipótesis-parece que es confirmada por las palabras con que comienza nuestra Carta Puebla: el rey navarro la otorga a quienes sean pobladores (los gascones) y antes poblaban (los indígenes) San Sebastián.

De todos modos, yo pienso que éstos que he llamado por comodidad indígenas donostiarras no serían numerosos -ni aún podían llenar la mitad de la hoy Parte vieja sin sus primeros ensanches- y quizás porque su corto número y falta de organización social no merecía la atención real; bien porque razones políticas movieran al rey fundador a proteger a los gascones; tal vez porque estos demostraran mayor dinamismo al encargar el proyecto de la Carta Puebla y gestionar su concesión posiblemente las tres causas coadyuvaronel hecho es que ante esa dualidad inicial aborígenes-inmigrantes, el fuero donostiarra es notoriamente pro-gascón, e incluso llega a prohibir que se establezcan en la villa los del entorno guipuzcoano -nuestro código fundacional los llama navarros, porque entonces eran súbditos del rey de Pamplona. En realidad, ese resto de la población aborigen quedó pronto anegada por los inmigrantes gascones, que eran quienes regían la villa, de hecho en mano de la clase dirigente de los mareantes importados de Bayona, hasta tal punto que son nombres característicos suyos todos los que aparecen en las listas de miembros del cabildo municipal (sólo desde principios del siglo XV vemos apellidos no gascones).

Esta inmigración gascona, pronto ocupó y rigió la totalidad del solar de la vieja Izurun romana, que ya se llamaba villa de San Sebastián, al amparo de las murallas que es de suponer que desde el Bajo Imperio se habrían degradado considerablemente; esta verosímil primera restauración del recinto fortificado romano es el inicio de una de las constantes de la historia donostiarra. Según concepto feliz del gran historiador belga Pyrenne, el Municipio medieval se constituye en comunidad al amparo de un recinto fortificado. La muralla para la ciudad medieval es al mismo tiempo fortificación y símbolo legal: defensa contra el peligro exterior y al mismo tiempo expresión en piedra del diferente estatuto jurídico de que disfrutan los burgueses (los habitantes en el burgo) con respecto a los habitantes de fuera (los foraneos). Base fundamental del Municipio medieval es que el poblador de la villa, por el mero hecho de serlo, goza de un estatuto jurídico privilegiado, del cual no disfruta el poblador del campo. Este concepto de burguesía, de habitantes del burgo, en San Sebastián lo vemos perfectamente: la Villa se dedica a una actividad comercial de tráfico marítimo y de transporte hacia el interior, hacia Navarra, desentendiendose prácticamente del campo que la circunda. Del enorme término municipal recibido del Rey Sabio, los burgueses de San Sebastián no aprovechan ni explotan más que esa área que queda delimitada hacia el interior, hoy los montes de Alza y de las artigas de Miramón (donde hoy se alza la ciudad sanitaria de San Sebastián) y en el otro sentido-diríamos el transversal desde el arroyo que desemboca en la Concha por las marismas de el antiguo (que antaño tenía el nombre muy significativo de Gorga = garganta, en gascón; el topónimo Añorga deriva de Gain Gorga = encima del Gorga) hasta el Pasaje de aquende, cuya intensa gasconización nos está indicando que los mareantes inmigrados desde muy pronto no se limitaron a utilizar la vieja estación naval romana en la Concha sino que emplearon la magnífica bahía del río Oarso (a este respecto hay que preguntarse por qué los mareantes donostiarras no utilizaron el atracadero que t vieron los romanos en Beraun -hoy Rentería- probablemente es que para entonces ya no era practicable, porque los aterramientos lo habían colmatado; exactamente lo mismo que en la bahía del Bidasoa, con el otro Beraun -el de Irún- forzando de fundar Fuenterrabía también junto a la bocana). 

Más allá de estos términos, ni un solo topónimo gascón testimonia que la burguesía donostiarra estableciera allí sus casas de campo. Esto quiere decir que si bien el monarca navarro le había concedido a San Sebastián por término desde el río Bidasoa hasta el Oria y desde el mar hasta los montes de Arano y Goizueta (algo así como unos 390 kilómetros cuadrados, la quinta parte de Guipúzcoa) no por ello los burgueses gascones de San Sebastián desarrollaron una acción hacia el interior.

La villa de San Sebastián nace para ser el puerto de Navarra; e inicialmente cumple su misión de tal. Pero no habían transcurrido muchos años menos de medio siglo cuando se plantea una crisis: entre San Sebastián y Navarra se alza una frontera. Es que Guipúzcoa ha cambiado de soberano y desde el año 1200 su rey es el castellano Alfonso VIII, enemigo del navarro Sancho el fuerte. ¿Qué va a pasar con San Sebastián? ¿Se cortará su línea de comunicación con el vecino reino y morirá? La contestación es negativa, y esto es lo admirable de la Edad Media: que por encima de las fronteras y pese a las guerras, el comercio - esto es, la vida civil- continúa de facto (aún tardará algo en que se haga de iure: en tiempos de Alfonso X el sabio, en 1281).

Más importante para el futuro del San Sebastián emporio marítimo-comercial es la iniciación por Alfonso VIII de una directriz que le compensara ampliamente de lo que con el cambio de soberanía corre el riesgo de perder: si bien se mira, para los comerciantes donostiarras es de mayor provecho que ser el puerto de un pequeño estado -Navarra- en baja, abocado a caer bajo dinastías extranjeras (francesas); el servir de salida al mar de una monarquía -Castilla mucho mayor y más rica, en pleno auge, que se dispone a su gran expansión (ha conquistado ya Castilla la Nueva y va a comenzar la de la Castilla la Novísima = Andalucía; no se olvide que el Alfonso VIII que adquirió Guipúzcoa es el mismo de las Navas de Tolosa, que abrió las puertas de este grandioso auge). El reino castellano, que hasta entonces había encaminado su tráfico exterior por vía marítima, atravesando la Montaña burgalesa, hacia los puertos cántabros; a partir de la incorporación de Guipúzcoa, busca su salida al mar por la costa nuestra, lo que significa que al principio es San Sebastián quien cumple tal cometido (en el 1200 era el único puerto que había en este tramo marítimo), Isi bien hay que indicar que Alfonso VIII el primer rey castellano que tuvo visión marítima- se apresuró a fundar las villas de Fuenterrabía, Guetaria y Motrico, dotando así a la costa guipuzcoana de una infraestructura portuaria de que carecía.

Con este rey se inicia la larga serie de mercedes otorgadas a San Sebastián, en las cuales pueden distinguirse dos clases: por una parte, las tendentes a mantener vivo el tráfico navarro-cruzando una frontera no siempre tan permeable como fuera de desear- y, por otra, las encaminadas a mantener una situación privilegiada de los comerciantes donostiarras en el mercado castellano.

Propiamente no forman parte de esta serie de mercedes regias a San Sebastián un paquete de cuatro documentos que en el mismo año -1256- firma Alfonso X el sabio: son las de fundación de otras tantas villas; aunque tales cartas-puebla no son dirigidos a San Sebastián, tienen relación directa con nuestra villa: es evidente que tales villazgos tienen por finalidad garantizar la seguridad y dotar de una que pudiéramos llamar infraestructura municipal al camino que desde La Llanada alavesa pasa por el túnel de San Adrián. La que yo he llamado antes de ahora- la ruta del Oria, lleva derechamente a San Sebastián: estas villas son Salvatierra, Segura, Villafranca y Tolosa, y sus villazgos son evidentemente hijos de la preocupación del rey sabio castellano de salvaguardar la prosperidad de San Sebastián que fundara cosa de un siglo antes el rey navarro del mismo cognomento.

Este tráfico comercial -viniera de Navarra, procediera de Castilla fue la base de la prosperidad donostiarra. Gracias a él, la villa tenía recursos y vitalidad para renacer de sus cenizas cada vez que el azote del fuego -ese gran enemigo de las urbes medievales- se abatía sobre ella: en dos siglos y cuarto, ardió entera seis veces; una larga lista de incendios que se inicia en el año 1266.

El primero de los incendios generales ocurrió en tiempos del Rey Sancho IV el bravo, cuyo nombre justo es recordar, porque fue uno de los grandes protectores de la Villa. Aquí residió varias veces y, probablemente movido por el contacto directo que tuvo con sus clases dirigentes, le dispensó grandes privilegios comerciales.

Y llegan los tiempos de Alfonso XI, quizás el mayor favorecedor de San Sebastián en la Edad Media: le concede a la Villa hasta diez privilegios, de los cuales cinco se refieren a asuntos marítimos: señala dónde deben anclar los buques, concede exenciones de numerosos impuestos, garantiza que los víveres que se conduzcan a San Sebastián no serán detenidos, exime a la villa de contribuir con navíos a las armadas reales, etc.

Este rey es el tercero de este nombre que completa la fase que antes he señalado -el período de los tres Alfonsos y el rey Sancho: Alfonso VIII el de las Navas, su biznieto Alfonso X el sabio, el también biznieto de éste, Alfonso XI el justiciero y Sancho IV el bravo, hijo del segundo- centuria y media, durante la cual los mencionados monarcas castellanos organizan la salida al mar de la Castilla del Duero por Guipúzcoa, dotando a nuestra provincia de una estructura municipal y portuaria cuyo centro es San Sebastián, auténtica base de la hegemonía naval de la Corona de Castilla en esta área del Atlántico. El hecho del predominio de nuestras flotas en el seno cantábrico -por igual al tantas veces recordado de la Corona de Aragón en el Mediterráneo es un hecho glorioso frecuentemente silenciado (y en una historia de San Sebastián debe ser especialmente recordado, porque nuestra villa fue la principal protagonista). La culpa de tal omisión y olvido es de los cronistas castellanos: en ellos todo se vuelve a hablarnos de la Reconquista y de la toma de Granada, del sin fin de las guerras internas peninsulares, y no nos dicen nada de que desde el siglo XIII al XIV la Corona de Castilla fue una gran potencia naval y dictó su ley en el Atlántico -concretamente y sobre todo, en el seno cantábrico, en las aguas comprendidas entre la Península Ibérica, las Islas Británicas y la fachada continental francesa-, cometiendo con tal silencio una falta imperdonable.


Lo cierto es que tal hegemonía naval fue el fruto de una continuada empresa nacional, rica en glorias, en la cual nuestros antepasados tuvieron buena parte. Su comienzo se sitúa en los tiempos de Alfonso VIII, el primer rey castellano que demuestra haber tenido una visión clara del factor marítimo y consecuentemente desarrolla una política sistemática de organización de la costa, a base de municipios dotados de fuero. Comienza por la parte de Santander y luego la completa -salvo el tramo vizcaino, que depende de un señorío particularcuando la fachada marítima completa queda bajo su soberanía el anexionarse Guipúzcoa, momento en que descubre el valor jurídico del Fuero de San Sebastián que desde entonces lo aplicará a todas las villas marítimas que funda: Fuenterrabía, Guetarla, Motrico y San Vicente de la Barquera, con lo que dota de una estructura municipal a toda la fachada cantábrica de su reino.

También son cuatro -ya lo dije antes- las villas fundadas por Alfonso X-Salvatierra, Segura, Villafranca y Tolosa con el fin de asegurar las comunicaciones con su hinterland del puerto de San Sebastián.

Los frutos de la siembra hecha por los dos Alfonsos -el VIII y el X-los recoge -en el plano internacional - su homónimo el onceno, otro rey castellano que tuvo una idea clara de lo que significa la potencia marítima. Entre los Alfonsos-VIII y XI- corre siglo y medio que en la costa cántabra y su hinterland fue un plazo bien aprovechado, tanto en el plano técnico como en el comercial:

- En el plano de la construcción naval, estos son los años en que nuestros astilleros dan forma y perfección a la costa cantábrica, un barco de carga de gran capacidad y fuerte como para afrontar el duro mar Atlántico, de nuestros puertos a los del Norte y el Báltico, y que cuando cruzan el Estrecho y se presentan en el Mediterráneo provocan una auténtica revolución en el arte de la construcción naval cata lana, genovesa y veneciana.

- Y en el orden comercial, dentro de este lapso se inscribe la constitución de la Hermandad de las Marismas -Año 1296- cuya finalidad no es sino proveer a la paz y seguridad del tráfico de los puertos entre sí y hacia el interior, razón por la cual forma parte de ella-junto a tres villas guipuzcoanas (San Sebastián, Fuenterrabía y Guetaria), una vizcaína (Bermeo) y tres cántabras (Castro Urdiales, Laredo y Santander)- la villa de Vitoria, que viene así a ser el punto focal en donde convergen las rutas comerciales hacia la costa y en el cual se articulan las procedentes del Sur mediante otra Hermandad paralela -la de Vitoria con las villas del Ebro- con lo que queda salvaguardada la que será vital línea de transporte de las lanas castellanas hacia los países del Norte de Europa.

Esta potente infraestructura marítimo-mercantil -en la cual la villa y puerto de San Sebastián era la pieza más importante es el cimiento sobre el cual Castilla basa su política internacional, entrando en el juego de la política continental europea: el antagonismo anglo-francés; cuya expresión será la Guerra de los 100 años. Desde muy pronto, las dos potencias rivales trataron de conseguir la alianza castellana, mirando sobre todo a su potencia naval que podía intervenir decisivamente en las comunicaciones marítimas entre la Aquitania inglesa y las Islas Británicas. Alfonso XI se inclinó abiertamente del lado francés -tratado de 1336 y luego los tres de 1345 pero al mismo tiempo hubo de desarrollar un fino juego diplomático para no romper completamente con el inglés. Y la razón por la cual no le convenía la guerra abierta con éste era su inmediata vecindad y las tradicionales buenas relaciones comerciales de Aquitania con Guipúzcoa. Tal es la explicación de esa sucesión ininterrumpida que entonces se registra de actos de hostilidad y amistad en el seno cantábrico: en 1338 naves de la Corona de Castilla actúan a sueldo del francés, y en 1344 y 1346 firman nuestros puertos un tratado de treguas y amistad con Bayona y Biarritz, -de soberanía británica-; en 1350 nuestros buques traban furiosa batalla con los ingleses en el puerto de Rye (en la costa meridional británica) y en 1351 y 1353 conciertan nuevas treguas...

Los mareantes donostiarras se encuentran a gusto -y  sacan provecho de esta secular política de Castilla respecto a Inglaterra, una hábil alternancia de amistades y enemistades, en suma una neutralidad activa en la permanente rivalidad franco-británica, determinada primordialmente por los dos que tenía el rey británico en el sur de Francia, dado que durante toda la Edad Media Inglaterra no era, como hoy un país puramente insular, sino que tenía extensas posesiones en las regiones costeras francesas (concretamente, eran  ingleses todos los puertos del sur de Francia). Y así vemos los burgueses donostiarras -comerciantes y armadores de origen gascón- aprovechan los momentos favorables para convenios con los puertos franceses entonces de soberanía inglesa.

La astuta política de balancín respecto a Inglaterra de Alfonso XI la corta su legítimo heredero, Pedro 1 -al que dan el mote de el cruel, otros el de el justiciero, quizas exacto sería llamarlo el de las crueles justicias; en reali era un esquizofrénico- que en los veinte años de su reinado implicó a Castilla en el avispero de la guerra de los 100 ai unas veces al lado del francés, otras al del inglés. En medio de los avatares de la atroz guerra civil que llenaron los cuatro lustros de su soberanía, concedió numerosos privilegios a la Villa de Guipúzcoa -sería interesante dilucidar hasta qué punto cada uno de ellos respondió a motivaciones momentáneas de su personalista política- lo que no fue óbice para que la provincia le abandonara al final de su reinado. No así San Sebastián -otra ocasión más de posiciones antitéticas guipuzcoano-donostiarras- y Guetaria. La razón es obvia: Guipúzcoa estaba dominada por los Parientes Mayores, versión indígena de la oligarquía de magnates que era el nervio del partido enriqueño; en cambio San Sebastián, población burguesa limpia de linajes oligárquicos, ya desde fechas tan tempranas adopta una postura activa contra quienes venían dominando la provincia desde la alta Edad Media. Esta motivación socio-política fue la que determinó que fuera pedrista San Sebastián; hubo también una causa estratégica: mientras Enrique dominaba el escenario terrestre de la contienda, Pedro tenía superioridad en el mar: y así vemos que en 1366 embarca en Sevilla y después de hacer escala en la Coruña, llega a Guetaria y San Sebastián. Su presencia fue suficiente para sumar a su bando estas dos villas; en la nuestra se demoró algún tiempo -le concede varios privilegios- en espera de poder pasar a Bayona y obtener la ayuda del Príncipe de Gales Eduardo -el príncipe negro- cuya alianza de poco le valió a don Pedro, que poco después -1369- moría miserablemente asesinado en Montiel por su hermanastro Enrique de Trastámara, a su vez apoyado por los franceses!.

Cuando sube al trono el bastardo Enrique, San Sebastián tuvo que pagar la factura de su lealtad a Pedro I. Y será en su más preciada posesión: el puerto del Pasaje. Enrique II es conocido en la historia por el sobrenombre de el de las mercedes, y efectivamente el mote está bien puesto: las mercedes enriqueñas, una expresión estereotipada, fue el precio que tuvo que pagar a la nobleza por su apoyo en la lucha; un precio exorbitante, (por ejemplo, en la vecina Alava, desgajó del señorío real -el realengo- las cuatro quintas partes del territorio). En Guipúzcoa no se produjo tal señorialización: sólo hay un caso, y para desgracia de San Sebastián fue a su costa. La famosa Sentencia de Enrique II-dictada en Sevilla en 1376 y ratificada en Palencia al año siguiente en torno a cuya interpretación y aplicación se desarrollarán todos los encarnizados y numerosos litigios subsiguientes. Tiene dos frentes anti-donostiarras, indicio de cuáles fueron los principales sectores pro-enriqueños en la guerra civil en la cual San Sebastián mantuvo una postura de lealtad a Pedro I:

- los jaunchos ferroneros del valle del Oarso obtienen el libre tránsito, sin impuestos, de su hierro por la bahía del Pasaje;

- la villa de Rentería consigue que se le legalice la servidumbre de paso que por uso ancestral venía disfrutando a través de las aguas jurisdiccionales de San Sebastián; esto es, el derecho a cruzar las aguas de la bahía, pero sin Jurisdicción sobre ella: Enrique II no se atrevió a despojar a San Sebastián lo que era de su término municipal desde la Carta Puebla-tendrán que pasar siglos hasta que Carlos IV lo ose- y en consecuencia nuestra villa siguió disfrutando del libre uso de la misma, del privilegio de la media descarga y de las pingües rentas que producían los impuestos sobre el tráfico marítimo, que eran cobrados por el llamado regidor torrero que residía en el torreón circular que hasta mediados del siglo pasado subsisitió en el barrio de San Pedro.

La frase que la leyenda atribuye a Beltrán du Guesclin cuando prestaba auxilio a Enrique de Trastámara en el atroz drama de Montiel -ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor- a poco que se considere el devenir general de la historia del Occidente europeo, se nos presenta como muy cierta, pero no en el sentido que generalmente se le atribuye: pues de hecho, con su Intervención ocasional a favor de su señor momentáneo -el bastardo castellano- a quien en verdad el condotiero galo estaba ayudando era a su señor natural, el rey francés. Aquel fue un tremendo avatar que ha quedado fuertemente impreso en nuestra memoria colectiva, precisamente por lo excepcional que resulta en toda la historia española, en contraste con la de otros países (por ejemplo la de las Islas Británicas, cuya monarquía en las Edades Media y Moderna es una impresionante cadena ininterrumpida de regicidios, asesinatos y ejecuciones más o menos legales: no es ningún exceso retórico llamarla the bloody crown = la corona sangrienta).

La violenta accesión al solio regio del bastardo Enrique fue un auténtico vuelco en la monarquía castellana; lo suelo denominar la revolución Trastámara y realmente lo fue tanto en política Interior como en la Internacional. Hoy sólo me referiré a ésta, por el reflejo que tuvo en el devenir vital de San Sebastián: significó para nuestra villa un nuevo quiebro en su línea histórica, el cual le pudo resultar fatal -la nueva alianza con Francia pone en peligro las tradicionales relaciones comerciales donostiarras con Aquitania- y a la postre le fue grandemente beneficioso: el factor determinante de tan favorable giro de las cosas no fue otro sino la potencia marítima -barcos y marinos- de la Corona de Castilla, para la que ya se acercaba el culmen, la hora de la hegemonía en las aguas del seno Cantábrico.

Desde Enrique II, la Corona de Castilla se entrega a una decidida alianza con el monarca francés. La coyuntura no podía ser más aventurada: la Guerra de los 100 años se había reanudado otra vez, Aquitania era dominio Inglés y una fuerte flota aseguraba las comunicaciones entre ambas partes del reino, las Islas y el continente, y el rey francés carecía prácticamente de barcos... Con tales planteamientos, el que la Corona de Castilla volcara sobre la balanza su potencia náutica -los barcos más modernos, la coca cantábrica, y los mejores marinos, los nuestros- fue decisivo; realmente puede decirse que la Guerra de los 100 años cambió de signo desde que Corona de Castilla arrebató a la de Inglaterra el dominio de aquellas aguas. Al chauvinismo francés no le resultará fácil reconocer -ni aún le será grato el que se diga que la Guerra de los 100 años quién realmente la ganó fue Castilla, la flota castellana, con base en San Sebastián que con su hegemonía en las aguas entre la Gran Bretaña y Aquitania cortó el Indispensable enlace entre la base insular y el teatro de operaciones de ultramar (esto-y muchas cosas más- lo recordarán los británicos en 1813). La primera gran acción naval fue la batalla de la Rochela, plaza Inglesa en el extremo Norte de Aquitania que asediaba el rey francés; la numerosa escuadra de socorro británica -hombres y dinero- fue Interceptada por la nuestra: la totalidad de los barcos enemigos resultaron apresados o hundidos; el buque del tesoro, a pique, y todos los mandos -con el conde de Pembroke, su jefe principal y yerno del rey- prisioneros.

En torno a esta plaza de la Rochela se registraron varias batallas navales anglo-castellanas, que poco a poco fueron extendiéndose por todo el seno canthábrico. Estaba en juego la hegemonía sobre sus aguas, y puede servir de índice de cómo paulatinamente era conquistada ésta por las escuadras de la Corona de Castilla el hecho de que los combates se van dando cada vez más al Norte y en 1380 -cuenta Gorosábel- habiendo entrado por el río Támesis hasta cerca de Londres, donde barcos enemigos nunca llegaron, hicieron gran daño a los ingleses.

Realmente resultaría fatigoso traer aquí la relación de los continuados encuentros navales de ambas potencias marítimas a lo largo de los siglos XIV y XV; baste con indicar el resultado final: para cuando suben al poder los Reyes Católicos, la primera potencia marítima mundial era España; y a nuestros marinos norteños -guipuzcoanos, vizcaínos y cántabros correspondió el papel más difícil: contrapesar y dar la réplica a la flota -la británica- que le era segunda.

Y esto no se consiguió sin una sólida infraestructura en tierra: hombres de mar, puertos, astilleros. Infraestructura que los reyes trastámaras construyen a golpe de privilegios y mercedes; y San Sebastián, por cierto, no fue de las villas! menos favorecidas en tal sentido. Más bien todo lo contrario: es impresionante la lista de concesiones reales que reseñan los índices antiguos del archivo municipal destruido. Los Enriques II, III y IV, los Juanes I y II, finalmente los Reyes Católicos merecen, en verdad, el recuerdo agradecido de los donostiarras por la constante protección que prestaron a sus intereses. El resultado fue la prosperidad de la villa en grado notable: ciertamente, yo pienso que la Edad de Oro donostiarra fueron aquellos tiempos de la Baja Edad Media, los de la dinastía trastámara. Aquel fue, en los ocho siglos de su historia, el momento en que registró mayor auge económico -mercantil y de autogobierno municipal- 

Sin duda, San Sebastián fue en los siglos XIV y XV no sólo el más importante municipio guipuzcoano -así lo declaró Enrique II: en atención a ser la villa de San Sebastián la mejor que el rey tiene en la provincia…-, sino, además, una isla de paz en la Guipúzcoa terriblemente convulsionada en aquel entonces por los desmanes de los Parientes Mayores y sus luchas contra el nuevo orden municipal. Por una ironía del destino -que a veces parece complacerse en gastar pequeñas bromas a los mortales- las dos únicas villas petristas en una Guipúzcoa completamente enriqueña fueron Guetaria y San Sebastián: la primera fue donde se constituyó la Hermandad General de Guipúzcoa -año 1397- que fue el instrumento eficaz para que la burguesía de las villas desjarretara la oligarquía de los Parientes Mayores, los magnates que habían arrastrado a la provincia al bando del bastardo trastámara, cuyo principal sostén fueron sus pariguales en toda la monarquía; y la segunda -San Sebastián, la villa burguesa por excelencia que yo no me atrevo a decir que fuera la promotora del movimiento hermandino guipuzcoano, pero sí que tuvo en él especial protagonismo: en efecto, desde hacía ya más de un siglo ios burgueses donostiarras venían participando en ligas de diversa índola -en 1282 la Hermandad de las Marismas con Vitoria, en 1295 la Hermandad de la extremadura castellana con Toledo, en 1329 Hermandad de la frontera con Navarra, en 1339 Hermandad con Guetaria y Motrico- y no cabe duda de que la experiencia que tenía en los negocios hermandinos hubo de ser muy valiosa a la hora de iniciar la Hermandad General de Guipúzcoa. A la cual, sin embargo y muy prudentemente -sabiendo cómo se desarrollaban los asuntos en estas confederaciones no se sumó más que haciendo expresa salvaguarda de su status particular garantizado por el Fuero fundacional; posición peculiar dentro de la Hermandad general a la que renunció en forma solemne, en un convenio celebrado en 1459, siglo y medio después de las Juntas de Guetaria. Por cierto que se suele decir que fue por este convenio como entró San Sebastián en la Hermandad, aserto totalmente falso -una muestra más del antidonostiarrismo guipuzcoano- si se considera que de las 18 juntas generales o particulares celebradas desde la de Guetaria, cinco tuvieron lugar en nuestra villa (solo tres en Tolosa, dos en Villafranca y las restantes en diversos puntos) y que cuando se reconstituye la Hermandad en tiempos de Juan II es al amparo de nuestros muros donde se adoptan los más importantes acuerdos, entre ellos no es seguro, pero sí muy probable el que resultó definitivo para la pacificación de Guipúzcoa: que en las condenas por curso de Hermandad no cabe recurso al rey. Esta reiterada asistencia de los procuradores donostiarras -que en Guetaria son los primeros en firmar y su presencia en los momentos más transcendentales de la Hermandad acreditan la preeminencia de San Sebastián sobre todos los demás municipios.

Su tradición burguesa había logrado mantener a distancia a los banderizos -las más próximas casas-torre de Parientes Mayores estaban en Oyarzun, en Murguía (Astigarraga) y Hernani, y en Usúrbil, es decir, en una periferia distante y hacen perfectamente verosímil el que su ejemplo fuera la causa determinante de que las otras villas adoptaran la actitud hermandina antiseñorial.

El éxito final de la Hermandad guipuzcoana -San Sebastián, insistimos, a la cabeza- no fue cosa de un día. El período de los Trastámaras que es, para Guipúzcoa el de máximo desorden de los banderizos, la etapa en que oñacinos y gamboinos se entregan con mayor violencia a sus trágicas rivalidades, para los donostiarras esto significa dificultades para el comercio en su frente interior, terrestre.

Súmese a ello la inversión de alianza que trae aparejado el advenimiento de los Trastámaras -Castilla juega decididamente la carta de la amistad con Francia- tiene una consecuencia inevitable: que la raya entre con la Aquitania inglesa -el suroeste galo- deviene una frontera de tensión. Y San Sebastián paga las consecuencias: sus tradicionales líneas de tráfico marítimo con aquella área se ven cortadas, o por lo menos fuertemente afectadas por la tirantez de relaciones.

Y por si fuera poco, Navarra parte principal y rica de la trastierra del puerto donostiarra- evoluciona en una dirección francesa. Los reyes que se suceden en el trono de Pamplona desde mediados del siglo XIII son franceses y dan a los negocios del país una orientación más dinástica que nacional.

Estas tres causas trajeron para San Sebastián en la segunda mitad del siglo XIV una consecuencia grave: las líneas principales de tráfico se desplazan hacia el Oeste. Bilbao -que había sido fundado más de un siglo después- sustituye a San Sebastián como centro de gravedad -como punto focal del Bajo País Vascongado.

Durante este período en que la provincia entera está ensangrentada con las guerras de los bandos, y en que las villas intentan coaligarse para hacerles frente, San Sebastián fue una de las pocas islas de paz en Guipúzcoa. Dentro de sus murallas, los burgueses donostiarras podían vivir tranquilos; pero fuera de ellas y de los contornos más inmediatos, los banderizos extienden su dominio. La prepotencia dinástica y económica de los parientes mayores, oligarquía que obtenía su poder de la naciente industria ferronera, va mordiendo la periferia donostiarra, y así, por estos siglos, vemos cómo paulatinamente se va reduciendo, como la piel de onagro del relato de Balzac, el término municipal de San Sebastián.

Primero fue Fuenterrabía, luego Oyarzun, después Hernani, Andoain, Orio, Usurbil, etc., los municipios que sucesivamente se separan de San Sebastián. Escisiones que no se producen sin numerosos pleitos e incidencias legales, así como violencias entre vecinos de unas y otras villas. Tema especialmente de agrias discusiones fue el de la posesión y uso del puerto del Pasaje: la interpretación y aplicación de la Sentencia de Enrique II.

Estos pleitos sobre Pasajes y otros no menos importantes sobre el comercio de abastecimientos, llenan toda la última etapa de la Edad Media donostiarra.

La debilidad de la Corona, por un lado, y por otro el interés de los reyes en proteger a las villas frente a los banderizos explican el que la Baja Edad Media sea para San Sebastián una magnífica sucesión de privilegios reales. Generalmente exenciones de impuestos que gravaban al tráfico comercial del puerto con el interior de la península. 

De Enrique II, de Juan 1, de Enrique III, de Juan II, de Enrique IV son numerosas las mercedes que obtiene la Villa que poco a poco va obteniendo en Guipúzcoa una situación cada vez más privilegiada como plaza mercantil.

La prosperidad, el ritmo creciente de San Sebastián, que había sufrido varios golpes serios a través de los sucesivos incendios que sufrió, ya cuando estaba finalizando el siglo XV, padece, una vez más, grave quebranto: la destrucción total por el fuego de la población, de la cual (como más tarde en 1813) la clarividencia de sus regidores y la decidida protección del poder real le sacará, recobrándose no sólo a su estado anterior, sino iniciando una nueva etapa en la historia de la Villa.

Impresiona pensar hasta qué punto el fuego era un azote para las ciudades antiguas y concretamente para San Sebastián: en dos siglos y cuarto esta población ardió totalmente seis veces.

Estos siniestros totales eran debidos sobre todo a la estrechez de las calles, a la construcción en gran parte de madera, a las voladizos de los pisos sobre las calles y a los grandes aleros que tenían las casas; también a la falta de un servicio suficiente de defensa contra incendios, y también el régimen de vientos que al borde del mar azotan a la población.

Hasta el incendio de 1489, los donostiarras cada vez que se encontraban ante la coyuntura dramática de la destrucción de su Villa, se limitaban estoicamente a reconstruirla. Mas ahora, en este momento, por fortuna contaron con un cabildo municipal que supo enfrentarse con el problema. Y supo también recurrir a la protección del Estado, del poder real, entonces en uno de sus mejores momentos españoles (reinado de los Reyes Católicos) en solicitud de una serie de medidas que permitieran no sólo la reconstrucción, sino también prevenir en el futuro tal riesgo.

El municipio de San Sebastián, en aquel momento gravísimo, envía sus dos alcaldes a gestionar la reconstrucción de la villa arrasada. Van a marchas forzadas hacia el campamento de Jaén, donde se encuentran los Reyes Católicos; son los momentos del máximo ajetreo de la Guerra de Granada y obtienen una serie de disposiciones, siete en total, tan perfectamente articuladas que bien puede llamarse a este conjunto legislativo la Nueva Planta donostiarra. Yo no sé de quién fue el mérito de tales medidas; probablemente, haya que compartirlo entre los regidores municipales que en la hora aciaga supieron ver claro y pedir largo, y los Reyes Católicos que atinaron a dar con generosidad y acierto.

El bloque de las disposiciones que configuran la Nueva Planta Municipal, puede dividirse en dos series:

A. Disposiciones destinadas a reconstruir el casco urbano:

- Nuevas ordenanzas de construcción, con exención de impuestos a las casas que se hagan en piedra y plazo de un año para que vuelvan a intramuros quienes se establecieron en los arrabales o los arenales.

 -Concesión de medios económicos para la empresa: se otorgan a la villa, por veinte años, los impuestos que se pagaban a la Corona (complementariamente, se condonan ciertos atrasos) y se le concede, por veinticinco años, la organización de un mercado semanal, libre de impuestos.

B. Nuevo régimen municipal, mediante la compilación y aprobación real de unos cuadernos de ordenanzas de la villa y de la Cofradía de Mareantes de Santa Catalina, en los cuales se recogen parcialmente las disposiciones que regían la villa anteriormente y se dictan otras nuevas complementarias. Estas, primordialmente están orientadas a cortar incluso por procedimientos drásticos- la intervención en la vida municipal de lo que los documentos de la época llaman ligas e monipodios: tumultuaria, de auténticos grupos de presión sobre todo los armadores y comerciantes marítimos agrupados en la Cofradía de Santa Catalina- que son dentro de la villa el equivalente de los banderizos de la provincia, azote del cual San Sebastián se había visto libre merced a sus peculiares condiciones sociales y económicas. Indudablemente, este conjunto de disposiciones modificaba el régimen municipal donostiarra, creaba la plataforma para un nuevo desarrollo de su vida urbana. Y es evidente que resultó eficaz tanto en lo que se refiere a la reconstrucción como en lo que hace a la administración pública. A partir de la Nueva Planta, se puede hablar ya de una vida municipal donostiarra moderna: la administración pública y las sesiones del Cabildo Municipal se desarrollan en un ambiente de tranquilidad y eficacia completamente nuevos, y el azote del fuego desaparece. Así pues, San Sebastián parece tener asegurado un porvenir próspero y pacífico.

El de 1489 es el último incendio medieval de San Sebastián; ya no habrá una quema total, hasta 1813 (esta será por la fría saña británica que venga así viejos rencores y humillaciones: más ésta, como decía Kipling, es otra historia, de la que hablaré luego. Con las nuevas ordenanzas y privilegios, San Sebastián entra en la Edad Moderna; pero paradójicamente -en la hora de la paz interior guipuzcoana restaurada por la Hermandad,en cuya forja tanta parte tuvo San Sebastián, y de la Nueva Planta, garantía de prosperidad para la villa que ya es la principal de la provincia- no es así: van a comenzar las jornadas bélicas. Es que le ha llegado a San Sebastián uno -otro más de los momentos críticos en los que la nao de su historia cambia de rumbo. Y parece como si, el incendio de 1489 fuera la gran luminaria que despide la era que se va, la del San Sebastián emporio, alumbra la nueva fase que empieza: la de San Sebastián fortaleza.






Cap.II - SAN SEBASTIÁN, FORTALEZA


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Cap.III - CAPITAL POBRE DE UNA PROVINCIA RICA


Se inicia en la mitad del siglo XIX y dura aún; por tanto, casi siglo y medio en los tiempos presentes. Es mucho más breve -menos de la mitad- que cada una de las anteriores.


El nuevo rumbo que toma la vida de San Sebastián -lo mismo que los anteriores cambios, ya reseñados- no fue adoptado de una manera súbita y consciente. En una comunidad humana tan compleja como es una ciudad de historia multisecular, estas variaciones se efectúan de una forma paulatina: hay un período más o menos largo, durante el cual se superponen características que pertenecen a la fase que termina y otras que ya entran de lleno en la que está comenzando. Por esta razón, si la historia de San Sebastián ciudad-fortaleza se prolonga en cierto modo hasta el año 1863 en que se derriban las murallas, ya hacía cuarenta años que la población iba adquiriendo perfiles de capital de la provincia. De esta provincia de Guipúzcoa que justamente por esta época cambia también de fisonomía, de modo de ser y de vivir, en una transformación que, en gran medida, está determinada por el espíritu progresista donostiarra.

En el asunto de la capitalidad de Guipúzcoa, San Sebastián, hay que decirlo claramente, no ha gozado de grandes simpatías en la provincia. Durante cien años, casi, parecía como si la Corporación provincial estuviera radicada en San Sebastián, poco menos que por fuerza mayor, más que por propia satisfacción. Incluso habitualmente a otra villa guipuzcoana, se le denomina la capital foral de Guipúzcoa lo que casi suena como si San Sebastián fuese la capital anti-foral de la provincia. Cuando la realidad es que en Guipúzcoa no hay cosa más falta de sentido que esa expresión de capital foral. Al contrario de lo que sucede en Vizcaya y en Alava, en Guipúzcoa fue característico del régimen foral la ausencia de capital, por el sistema de turnar las reuniones de las juntas entre 18 poblaciones y que la Diputación residiera con el Corregidor (el representante del rey en la provincia) por turno en San Sebastián, Tolosa, Azpeitia y Azcoitia, primero por períodos de 3 meses, luego de 6 meses, a fines del siglo XVII por un año y a mediados del XVIII en plazos de tres años. La realidad es que esta capitalidad trashumante, evidentemente absurda, llena de inconvenientes y sin ninguna ventaja, basada en celotipias entre las cuatro principales villas, ya tiene en tiempos aún plenamente forales, tendencia a fijarse geográficamente, aunque la rivalidad entre unas y otras poblaciones no le permite; hasta que en pleno trienio constitucional la nueva división del reino en 52 provincias establece la capital de la provincia en San Sebastián. Es más, la misma provincia, por el dogmatismo uniformista de que cada provincia ostente el nombre de su capital, ni tan siquiera se llamaría Guipúzcoa, sino Provincia de San Sebastián.

A lo largo de la historia, cuantas veces hubo ocasión, San Sebastián fue por un lado y Guipúzcoa por otro: en la guerra de Pedro I y el Trastámara, los donostiarras por el primero, los guipuzcoanos por el segundo; en las comunidades, Guipúzcoa comunera, San Sebastián imperial; en las guerras civiles del siglo pasado, liberales los unos, carlistas los otros... en el pleito de las aduanas, en la cuestión fuerista, en la pugna entre proteccionistas y librecambistas... et sic de coeteris. Yo pienso muchas veces si esto no vendrá desde los tiempos de la carta puebla, desde aquello de que ni los clérigos ni los navarros no pudieran venir a vivir a San Sebastián sin permiso de los donostiarras; de cuando San Sebastián era una villa gascona, una auténtica isla de inmigrados en medio de un mar indígena -los que el fuero llama navarros, refiriéndose a los guipuzcoanos súbditos del rey navarro desde antaño, desde antes de la llegada de los nuevos ruanos o kaletarras- que incluso tenían el derecho a preferir sus propios clérigos de procedencia, y aún obediencia, bayonesa. La antítesis tierra-villa, San Sebastián la vivió directa -y hasta dramáticamente durante siglos, y fue perdiendo en la pugna girones de su amplísimo término municipal -era más que la quinta parte de Guipúzcoa- del que salieron los municipios que después se llamaron Fuenterrabía e Irún; Oyarzun y Rentería; Lezo y Pasajes, Alza, Astigarraga y Hernani; Urnieta, Andoain y Aduna; y Usurbil y Orio, que a todos estos incluía en su primitiva jurisdicción el municipio donostiarra. Una diferencia caracteriológica y unas seculares pugnas jurisdiccionales, ya serían motivo suficiente para crear la raíz de este permanente malentendido guipuzcoano-donostiarra. Pero aún hay más: San Sebastián fue desde su fundación un cuerpo político que casi podríamos definir como una comuna libre, insertada en la Guipúzcoa feudal de los clanes banderizos, de los parientes mayores dedicados a la atroz pugna de quien valía más -como dijo aquel tremendo bárbaro que fue Lope García de Salazar- de esos parientes mayores que, cuando ha pasado su hora y llega la de los municipios y la hermandad y el denominado por antonomasia régimen foral, se convierten en los jaunchos que siguen teniendo preponderante papel en la vida pública de la provincia. Y no puedo sustraerme la tentación de relacionar el mal ambiente de que disfrutó San Sebastián en la provincia durante mucho tiempo con el hecho, de que fue precisamente San Sebastián quien mayor parte tuvo en la formación de la hermandad de Guipúzcoa. La hermandad que fue la que desjarretó a los parientes mayores, liquidó el régimen de banderizos feudales y puso los cimientos de la Guipúzcoa foral. Con lo que quizás no estemos lejos de encontrar una motivación psicológica el resentimiento de los jaunchos vencidos pero aún prepotentes- en este permanente enfrentamiento Guipúzcoa versus San Sebastián, que en lo referente a la capitalidad provincial, no es sino el reflejo del trágico balancín de la política nacional durante el siglo XIX-la atroz dicotomía de las dos Españas.

San Sebastián fue siempre una ciudad liberal, de un liberalismo incluso avanzado para la época. Pero tuvo la fortuna enorme de que Fernando VII no le hiciera víctima de aquel atroz resentimiento y espíritu vengativo de que dio tan abundantes pruebas durante la primera parte de su reinado, cuando regresó de su dorado cautiverio en Francia. Probablemente ello fue fruto de la inteligencia política del Ayuntamiento de la reconstrucción, que tuvo la gran habilidad de lograr que el monarca pusiera bajo su protección la magna empresa.

Y cuando tras la sublevación de Riego se abre el compás del trienio constitucional, éste significa para San Sebastián un doble motivo de progreso y auge: por un lado, el dogmatismo uniformista de las cortes liberales traslada del Ebro a la costa y frontera las aduanas, o lo que es lo mismo, incluye al comercio e industria donostiarras en la política proteccionista nacional; y la habilidad e influencia política de un donostiarra de relativo nuevo cuño -Don José Manuel Collado, nacido en Santander- logra en el Congreso que sea declarada capital provincial guipuzcoana.

No duró mucho tiempo, panorama tan bello para San Sebastián. La invasión de los cien mil hijos de San Luis que coincide con el décimo aniversario de la quema de la ciudad -1823- no sólo produce un pánico indescriptible entre los donostiarras, que temían ver repetirse los sucesos de dos lustros atrás de 6.000 vecinos que tenía la población, sólo quedaron 200- sino que, con la restauración del absolutismo fernandino, trae como consecuencia el traslado de la capitalidad guipuzcoana a Tolosa, donde permanecerá durante 10 años.

Pero realmente, esto no es lo más grave para San Sebastián. Lo verdaderamente dañino para nuestra ciudad, en la iniciación de la década ominosa, es el retroceso de las aduanas al Ebro y el cierre de San Sebastián como puerto habilitado para el comercio con América. Esto produjo una tremenda crisis comercial en San Sebastián, y la reacción donostiarra no tarda en producirse, tomando la iniciativa la Casa de Contratación y Consulado. Antes hemos citado a don José Manuel Collado, y ahora hemos de volver a hablar de él, pues en torno a su figura se agrupan los elementos progresistas de la ciudad durante esta primera mitad del siglo. La tertulia de los Colado -el duque de Mandas y Claudio Antón de Luzuriaga son figuras importantes en ella fue en realidad lo que hoy se denomina en sociología un grupo de presión, de gran eficacia, que pesó decisivamente en el porvenir de San Sebastián. La lucha que la ciudad, dirigida por este grupo, establece no fue corta ni fácil; en ella se mezclan e implican varias cuestiones y episodios diversos: fuerismo y antifuerismo, y dentro del primero fuerismo integrista o reformista; autonomía y centralismo; más tarde tradicionalismo y liberalismo... la guerra carlista; San Sebastián base de operaciones de la Legión Británica de Sir Lacy Evans, el bloqueo de la ciudad por los carlistas de diciembre del 35 a mayo del 36; el convenio de Vergara el año 39; la sublevación de Montes de Oca; la regencia de Espartero el año 41. Esta es la fecha en que San Sebastián, de nuevo y esta vez sin retorno, ve trasladadas las aduanas del Ebro a la costa y frontera.

Este traslado de las aduanas, por el que luchó tanto el progresista San Sebastián, es una de las cuatro causas -las otras tres son la paz, el crecimiento demográfico y la apertura de comunicaciones de la eclosión de la Guipúzcoa moderna, que tiene lugar en el período entre las dos Guerras Carlistas. Con la inclusión de la economía guipuzcoana en el proteccionismo arancelario español se ponen las bases de la industrialización de la provincia, proliferando factorias en todo su suelo... menos en San Sebastián (de esta excepción -nefasta por un lado, beneficiosa por otro luego hablaré). En estos escasos cuatro decenios, en el mediar del siglo XIX, en que nace la Guipúzcoa actual, San Sebastián se ha recuperado ya del traumatismo de la quema de 1813 y ocupa con pleno derecho su puesto de primus inter pares entre los municipios de la provincia. No es sólo por la cifra de población: los 5.500 habitantes que tenía cuando la arrasaron los ingleses, mermados a 2.600 tras el desastre, habían alcanzado la cifra de 9.000 vecinos intramuros. Ni solo por la calidad de capital de la provincia que ostenta desde 1821 durante 23 años, la perdió durante 10, la recupera definitivamente en 1854. Es sobre todo porque la ciudad de San Sebastián fue siempre progresista (al revés que Guipúzcoa: moderada; la eterna bipolaridad guipuzcoana) y tuvo la fortuna de contar en este período con equipo dirigente -no me refiero al cabildo municipal, sino a la vida entera de la ciudad de alta calidad; no hace falta decirlo: me refiero a los progresistas de la tertulia de los Collado. Algunos de sus componentes situados en altos cargos de la gobernación, cuando el progresismo

vuelve al poder, no dejan de actuar a favor de San Sebastián, entre otras cosas devolviéndole la capitalidad provincial, perdida durante la década ominosa.

Los progresistas donostiarras tuvieron éxito. Se abre una nueva etapa en la vida de San Sebastián: en la Guipúzcoa moderna que está naciendo ocupa un puesto preeminente, y no solo por su rango oficial de capital administrativa. Es, también y sobre todo, por su espíritu progresivo, que le lleva a acometer las más varias e importantes empresas. De todas ellas, la más trascendental fue, el derribo de las murallas. Y la realización del gran ensanche, planeado por Cortazar, que permite dar alojamiento a la creciente masa de población.

El crecimiento demográfico donostiarra al que antes he aludido -9.000 vecinos en el casco urbano- había llegado a crear un problema: no sólo el apiñamiento de la población y la falta de solares edificables intramuros sino la auténtica sensación de claustrofobia que padecían los donostiarras: se sentían encerrados dentro de las murallas que habían subsistido tras 1813 y que ya se había demostrado no servían para nada (en el asedio durante la primera Guerra Carlista el enemigo no llegó a acercarse a ellas; la defensa se organizó en el cinturón de las colinas de Alza, las Artigas, el Antiguo y Ayete y en su más resonante batalla -la de Oriamendi, donde fue derrotado Sir Lacy Evans- la Legión Británica tuvo sus posiciones de partida en este último paraje). Por un conservatismo absurdo, los militares se aferraban en mantenerlas; la ciudad no deseaba más que derribarlas. Ocho años de tenaces gestiones fueron necesarios. Al fin -en 1863- se logró la orden de derribo, gracias a los generales Prim y Lerchundi.

El momento en el que el alcalde Eustasio Amilibia arranca el primer sillar de las murallas destinadas al derribo, marca el clímax de uno de esos momentos críticos cuya sucesión vengo anotando- en que San Sebastián cambia de rumbo. Termína la etapa durante la cual ha sido fortaleza; comienza en realidad, ha comenzado ya la nueva fase, en la que va a cumplir la función de ciudad capital de la provincia. Pero ¿qué tipo de ciudad será?

Lo lógico es que, en una Guipúzcoa en plena industrialización, hubiera sido una ciudad industrial, pero la decisión dictatorial de Godoy en 1805 le había amputado la zona de su término municipal donde hubiera debido asentarse la zona industrial: Pasajes, sobre todo después de que el donostiarra duque de Mandas rellena las marismas de lo que ahora es su distrito de Ancho. Hoy San Sebastián no tiene suburbios industriales ese es uno de sus mayores encantos-... pero no tiene industria, y carece por tanto de esta fuente de riqueza.

Partiendo de esta premisa de que San Sebastián carece de suelo donde asentar una zona industrial, cuando Antonio Cortazar traza el plan para la nueva ciudad que se había de alzar desde la cara interior de la muralla por el extenso arenal hasta los montes de San Bartolomé, planifica una ciudad conforme con su tradición de emporio comercial marítimo, sobre la base del único puerto que le quedaba: el de la bahía (el de Santa Catalina hacía tiempo había desaparecido y el de Pasajes se lo había arrebatado Godoy). Y a tal efecto traza una línea férrea que lleve hasta allí el Ferrocarril del Norte (por la actual calle de Urbieta), asigna espacios para galpones portuarios (en donde hoy Alderdi Eder) y sitúa la Aduana y otros servicios (en el Bulevar).

No sabemos -no podemos saber si la ciudad portuaria, que planeaba Cortazar, como La Coruña o Santander, hubiera llegado a ser. Probablemente, no: el puerto es demasiado raquítico, su ampliación en la Concha hubiera exigido enormes gastos y los caudales los drenaba el muy próximo de Pasajes, que antaño fuera de San Sebastián y en cuyo desarrollo ahora tomaron parte muy activa el capital y el empuje donostiarras. De todos modos el proyecto San Sebastián ciudad portuaria lo abortó una formidable conmoción de la opinión pública -la polémica bulevaristas y anti-bulevaristas- en la que yo veo la definitiva cancelación del intento de hacer de San Sebastián una ciudad polivalente -como toda urbe que sea realmente tal- cumpla varios cometidos que se complementen entre sí; a partir de ese momento, San Sebastián -ciudad sin Industria y sin puerto (el principal amputado y el segundo inviable)- queda reducida al sector que los economistas llaman terciario: los servicios -burocráticos, administrativos, culturales, de representación, etc.que cumple como capital de la provincia. Estos como es sabido, son los más caros, son puro gasto: en toda sociedad bien organizada en un municipio equilibrado- deben ser subvenidos por los sectores primario y secundario. Pero San Sebastián carece de ellos: el entorno se los ha arrebatado.

San Sebastián capital provincial, ciudad de servicios. A partir de ahora, su historia se torna monótona. No tiene más que un cometido: una tarea de segundo plano en una Guipúzcoa cada día más opulenta y que no paga suficientemente el más gasto de su capitalidad. Bien es verdad -triste consuelo es el pensar que en el pecado lleva la penitencia, como suele decirse que la cicatería guipuzcoana le ha privado a la provincia de una capital proporcionada a su opulencia y que sus municipios -cuyas celotipias tanta parte han tenido en el origen de esta triste realidad- siguen siendo pueblos, dominados por los parientes mayores, sus sucesores los jaunchos, hoy se les llama capitanes de industria. Pueblos importantes algunos, cierto, pero cuyo pueblerinismo no cabe negar.

Aún San Sebastián tuvo la fortuna de contar con una nueva fuente de riqueza: el veraneo regio. Desde la mitad del siglo XIX hasta la segunda década del XX, San Sebastián es de hecho la capital veraniega de la Nación. Aquí se dan cita las gentes elegantes, la aristocracia, los jerifaltes de la política, todo un mundo con la familia real en el ápice. La Jornada Real, extraordinariamente prolongada en los años de Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena -la Reina Madre por antonomasia para los donostiarras- da a la ciudad al mismo tiempo tono y prosperidad. Más adelante, ya en pleno desarrollo el plan de ensanche de Cortazar, la construcción del Casino será el ápice: es cuando la ciudad tenía a gala ofrecer todos los años a los forasteros una mejora urbana, sufragada por la Junta de Fomento, a través de la cual una -eufemismo con que se nombraba el juego, que (contra lo que se cree) fue siempre ilegal - compensaban a San Sebastián el más gasto producido por ser sólo una ciudad de servicios. Son los tiempos, por tantos añorados, de la belle epoque donostiarra, denominada así con un galicismo muy concorde con el que informaba entonces a San Sebastián y que alcanzó su clímax en los tiempos de la Guerra Europea.

Con el tiempo, el factor veraneo perderá importancia -proporcionalmente- e incluso se cerrarán los Casinos al desaparecer el juego; pero crecerá la función que como capital provincial cumple, en tareas de administración pública y servicios, cada día crecientes.

Y hasta tal punto tiene fuerza este nuevo rumbo donostiarra, que no pueden torcerlo los rudos avatares en que fue pródiga España en esta época Ni tan siquiera la segunda Guerra Carlista con un nuevo asedio y bombardeo en el invierno de 1875-76- a cuyo final la Ciudad ha duplicado la población que tenía cuando el derribo de las murallas. A partir de entonces, el crecimiento demográfico donostiarra se acelera: el año 77 cuenta con 21.000, en 1900 ha aumentado a 16.500, en 1910 está cerca de los 50.000, el año 20 rebasa los 61.000, el 30 suma casi 78.5 y en 1940 sobrepasa ya los cien mil. Este impresionante aumento de población obliga a crear nuevos barrios, la vida de la ciudad se complica, sus problemas son cada vez mayores Mas por fortuna, tal vertiginoso crecer de la ciudad se realiza sin que San Sebastián pierda su estilo y su espíritu; sus siglos de historia han creado una solera capaz de asimilar esas masas humanas que nutren e hinchan su censo de población, fundiéndolos todos en el crisol del donostiarrismo.


Para quien conozca bien la historia de San Sebastián -los más de ocho siglos que cuenta, y no se limite a la boba nostalgia de su última centuria- es un triste final: después de haber sido la primera villa guipuzcoana, verse reducida a una función secundaria.

A San Sebastián le corresponde hoy pechar con lo más caro en una colectividad provincial: la capitalidad; pero nuestra ciudad es pobre: prácticamente, no tiene industria, le amputaron la que debía haber sido su zona fabril; se diría que al final ha vencido la oligarquía banderiza; que se ha vengado del municipio rico y potente que antaño les derrotó

Una provincia rica como Guipúzcoa no paga los servicios que le rinde su pobre capital: San Sebastián, que es pobre porque carece de industria. Este es su gran problema, al mismo tiempo y ello sirve de regodeo al narcisismo donostiarra- ello le ha dado, lo que hizo que se llamara La Bella Easo, con denominación cuya primera parte, el adjetivo referente a la belleza, está bien aplicado; pero en el cual nombre propio de la segunda mitad se basa en una inexacta identificación de San Sebastián con el romano Oeaso -que nos consta estaba en el área Irún-Oyarzun- dada por una falsa erudición. Una pura chocholada -permítasenos, por una vez, usar una palabra del argot donostiarra- que sólo tiene parigual, si no le sobrepasa, otro nombre que se le ha aplicado el de Iruchulo. Este no es sino una forma corrupta del iru zulo = tres agujeros (el de la Zurriola y las dos bocanas de Concha) con que Garibay -¡qué gran historiador pero que pésimo etimologista!- pretendió explicar el nombre Izurun que nuestra población tuvo en tiempos romanos. Ninguno de estos nombres son de recibo; por eso a mí me gusta más otro que se le ha solido aplicar: Perla del Cantábrico.







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